La declaración de Salamanca
El Cisma de
Occidente, más vale que nos lo vayamos metiendo en la cabeza porque
si no las notas que vienen va a ser difícil que se entiendan, fue
superficialmente un problema sobre visiones en torno al presente y
futuro de la Iglesia; un enfrentamiento entre posturas reformistas o
conservadoras. Pero fue, fundamentalmente, la disculpa que buscaron
las potencias europeas para enfrentarse y pelear por el poder. La
Francia del siglo XIV no había olvidado que ella había fundado el
Sacro Imperio (de hecho, nunca lo han olvidado); mientras que los
Estados Pontificios se creían ya una entidad política por sí
misma, sin necesidad de más muletas.
Durante el
pontificado de Clemente VII, que duró entre 1378 y 1394, ambas
partes lo que hicieron fue allegar aliados. En estas condiciones,
siempre acaba apareciendo un Vietnam en el que ambas partes se arrean
de leches. Ese punto de fricción fue Nápoles. Allí, Juana I era
partidaria de Clemente, cismática pues; mientras que Carlos de
Durazzo era partidario de Roma, o sea, urbanista. En 1382 terminó la
guerra entre ambos con la victoria del segundo y la muerte de Juana.
Sin embargo, ni Carlos ni Urbano supieron administrar esta victoria,
puesto que pronto se enemistaron. El Papa decidió invadir Nápoles,
aunque Durazzo le infligió una humillante derrota.
Las cosas, sin
embargo, estaban lejos de arreglarse. En mayo de aquel mismo año,
apareció por el teatro napolitano Carlos de Anjou, que había sido
adoptado por Juana y en consecuencia reclamaba su herencia. Montó
una expedición para entrar en Nápoles, para lo cual contaba con el
apoyo francés y, por mor de las alianzas de los francos, también de
los castellanos. Sin embargo, en plena expedición brotó la peste
entre las tropas, debilitándolas de forma definitiva; entre otras
cosas, la enfermedad se llevó por delante al propio Carlos.
Castilla, como he
dicho, participó en aquella acción con la ayuda de sus barcos. El
Papa aviñonés presionó con insistencia a Juan I para que
participase en la expedición. Los barcos españoles partieron en el
verano de 1383 al mando de Fernán Ruiz Cabeza de Vaca. A cambio, el
rey castellano consiguió de Clemente la concesión de una parte del
diezmo eclesial, que mantuvo durante varios años. Además, le
concedió el Papa al rey castellano una prerrogativa muy importante,
como era el derecho a cubrir los maestrazgos de las tres órdenes
militares castellanas (Calatrava, Santiago y Alcántara).
La declaración de
Salamanca, en todo caso, fue un juego muy arriesgado por parte de
Juan I. Ciertamente, consolidó su alianza con Francia, pero también
lo dejó solo en la península ibérica, en un momento, además, en
que el duque de Lancaster estaba reclamando la corona castellana para
sí, aprovechando, sobre todo, que el Papa Urbano, como obvia
reacción a la declaración de Salamanca, había excomulgado al rey
Juan y había decretado que sus súbditos estaban relevados de la
obligación de obedecerle. Hay que decir, en todo caso, que Urbano no
adoptó aquí una posición muy radical, pues siempre tuvo la idea de
que Castilla se volviese a declarar partidaria de él. Su plan,
básicamente, consistía en ganarse a Aragón para su causa, mientras
que agitaba el fantasma de las pretensiones dinásticas del llamado
por los castellanos duque de Alencastre, quien pretendía ser
heredero a la corona de Castilla por vía de su mujer Costanza, hija
del rey Pedro.
Y es en este punto
donde Pedro de Luna ejerce su segunda gran misión. La primera,
obviamente, fue conseguir que Castilla se decantara por el lado
cismático; pero en eso el mérito, todo hay que reconocerlo, no era
sólo suyo, puesto que, como ya os he explicado, en realidad el cisma
tenía fuertes coordenadas geopolíticas francesas, y Castilla no
podía ni soñar con tomar otro camino distinto del que le marcaban
allende los Pirineos. Navarra y Aragón, sin embargo, eran otra
historia, aunque sólo fuese por marcar paquete ante sus vecinos.
Como también hemos visto ya, Juan I siempre intentó que el
movimiento cismático fuese un movimiento coordinado con Aragón; una
intención que se parece a ésas que se producen en ocasiones en el
seno de la actual Unión Europea, en el que el impulsor de una gran
medida, sea Francia o Alemania, trata de buscar, antes de impulsarla,
el apoyo del otro grande.
En teoría,
Castilla no lo tenía tan mal en Pamplona y Zaragoza. Carlos y Juan,
los dos príncipes herederos de sendas coronas, eran hermanos
políticos de Juan I; pero también sabemos que eso nunca ha sido
garantía de nada, y mucho menos entre españoles (ejem...) De hecho
Carlos, el infante de Navarra, que estaba casado con Leonor, hermana
de Juan I, se hizo una beca de puta madre en la Corte castellana entre
1382 y 1383, un año entero prácticamente, tiempo durante el cual
intervino activamente en la política castellana que, por la tal
razón, en modo alguno le era ajena.
Juan I tenía
cartas que jugar frente a Navarra, pues en aquel tiempo la corona
castellana ejercía el poder, en calidad de rehenes, de algunas
poblaciones del reino, como Tudela o Laguardia, todo ello en virtud
del tratado de Briones. En octubre de 1383, probablemente ante la
victoria diplomática castellana de conseguir la afiliación
cismática de Portugal, Navarra, ahora para conseguir ella el
acercamiento a los castellanos que éstos ambicionaban de tiempo
atrás, firmó en Segovia una renovación del tratado de Briones que,
en la práctica, le devolvía el control de esas poblaciones-rehén
en poder de los castellanos, si bien mediaban dos condiciones,
entonces secretas: que Navarra nunca nombraría en esos presidios
alcaldes que no fuesen del agrado del rey castellano; y que el reino
abrazaría la causa del Papa Clemente VII. Carlos el Malo, sin
embargo, nunca dio el paso de pasarse al bando aviñonés, todo ello
a pesar de que, en 1386, Clemente muñó con los castellanos una
nueva modificación de Briones ya decididamente favorable a los
navarros. Esta segunda modificación se firmó en Estella el 16 de
febrero de 1386, y merced a la misma se devolvían las fortalezas, se
anulaba la deuda histórica que Castilla hacía pesar sobre Navarra,
y se añadían nuevas promesas de Carlos II a favor del bando cismático.
Sin embargo, pronto tanto castellanos como clementistas en general se
resignaron a la idea de que, mientras no muriese el rey navarro, no
había nada que hacer. Navarra no se declararía partidaria del bando
aviñonés hasta el 6 de febrero de 1390.
Por lo
que respecta a Aragón, el rey Pedro IV seguía en la posición que
había estado en los tiempos de la declaración de Salamanca,
impostando su neutralidad mientras esperaba. En Aragón, sin embargo,
el bando cismático, o más bien deberíamos decir pro
franco-castellano, tenía enormes partidarios, nada menos que el
duque de Gerona, o sea, el heredero de la corona. En 1382, de hecho,
Juan dio incluso el paso de enviar a un embajador secreto, el
vizconde de Roda, a Castilla. Roda le ofreció a los castellanos algo
tan irregular como que, pretendiendo el rey aragonés discutir los
temas eclesiales en una sesión de Cortes, se presentasen en ellas
los castellanos para defender sus postulados. Esto es, pues, como si
Macron pidiese la palabra en el Congreso español para defender una
enmienda a los Presupuestos porque no incluyen determinadas
inversiones que le interesan. El rey Pedro, probablemente pensando
que con su política de neutralidad se colocaba au dessus
de la meléee, que es donde
siempre se han ganado más prerrogativas y coimas (como bien saben
los grupos políticos bisagra en España), se mantuvo durante todo su
reinado terco como un aragonés en su postura; y no fue hasta que
falleció que el reino de Aragón se definió en la polémica
pontificia.
Todavía nos queda
en la península ibérica un importante peón, Portugal. A la hora de
analizar la posición lusa hay que recordar, porque es de gran
importancia, que en medio del proceso de contamos, el 14 de agosto de
1385, se produciría la batalla de Aljubarrota, donde los dos Juanes
I, el de Portugal y el de Castilla, se enfrentaron con victoria del
primero; lo que labró la independencia del reino portugués hasta un
punto que la frase, dirigida a los españoles, “acordaos de
Aljubarrota”, habría de resonar muchas veces incluso siglos
después. En Portugal, por lo tanto, toda la polémica pontifical se
entrelaza con la búsqueda por parte del reino de un lugar bajo el
sol de las naciones independientes.
Los ingleses de
conde de Cambridge desembarcaron en Portugal; lo hicieron,
formalmente, para defender la causa de Roma; pero su verdadero y nada
secreto objetivo era lanzar una guerra que lanzase al pozo de la
Historia a la dinastía de Trastámara. Llevaban en sus marchas el
pendón del Papa Urbano, y se intitulaban cruzados como los que
habían ido a Jerusalén. Esto ocurrió en 1382 pero, la verdad, de
aquella campaña, lector, no encontrarás muchos ingleses que se
acuerden, porque lo cierto es que les dimos hasta en el músculo
popliteo. Tras la derrota portuguesa se abrieron negociaciones en las
cuales, entre otras cosas, se labró el matrimonio de Juan con la
infanta heredera de Portugal, Beatriz; y otras muchas cosas en las
que se metió de hoz y coz el inasequible al desaliento Pedro de
Luna.
Los aviñoneses
estaban muy interesados en formar parte de aquellas negociaciones, en
conocerlas y en inspirarlas, puesto que el pacto matrimonial abría
las puertas a que un rey castellano fuese rey de Portugal (cosa que,
como sabemos, acabaría pasando). El cardenal De Luna, declarado juez
apostólico de las negociaciones, declaró en Ribera de Chinces
(Évora), el 14 de mayo de 1383, la plena capacidad de Bea para
consumar su matrimonio. No sólo eso, sino que De Luna, con
autorización de su Papa, le concedió un montón de privilegios que
hoy sonarán estúpidos, pero entonces tenían gran importancia:
podría elegir confesor, podía poseer un altar portátil, podía oír
misa antes del alba, podía ser absuelta por un capellán incluso de
delitos con derramamiento de sangre, entrar en monasterios de
clausura y celebrar en sus altares los matrimonios de sus familiares.
Los acuerdos, de
forma casi inmediata, supusieron la declaración clementista de
Portugal.
Sin embargo, lo que
nos pasa a los españoles con los portugueses es que, como hablan un
idioma bastante parecido al nuestro, pero lo hablan tan deprisa,
creemos que los entendemos, pero no es así. Portugal, como país,
como sistema social, como estructura feudal y como protoestado
monárquico, estaba muy lejos de creer en las cosas que había
firmado ante la presión del rey castellano y las zalamerías de
Pedro de Luna. Portugal quería ser Portugal, y por eso mismo, a la
muerte del rey Fernando I, y casi sin solución de continuidad, se
produjo un levantamiento nacional, más que popular, contra los
castellanos. El levantamiento estuvo comandado por Juan o Joao,
maestre de Avia. Dado que Joao buscó de nuevo la ayuda de
Inglaterra, pronto la subversión portuguesa se convirtió en un
enfrentamiento entre bandos cismáticos. Como ya he dicho, toda esta
tensión sexual-bélica se resolvió en 1385 con el resultado
(provisional) de que los castellanos deberían olvidarse de mandar en
Portugal. Y no sólo eso, sino que al año siguiente, Alencastre, o
sea Lancaster, desembarcó en La Coruña, con el apoyo escrito del
Papa Urbano: lo que inicialmente había sido una tentativa por
dominar Portugal, ahora amenazaba con convertirse en una guerra civil
en Castilla.
El 4
de febrero de 1387, Aragón hizo, por fin, su declaración
proclementista. Sin embargo, para entonces la muy lancastriana
Portugal, que como vemos viene labrando su je-ne-sais-quoi
probritánico desde hace mucho
tiempo, ya había vuelto a la obediencia vaticana. Pedro de Luna
había ambicionado, durante sus gestiones, la plena unión ibérica,
que habría de comenzar por el tema de la obediencia religiosa pero
debería terminar por ir mucho más allá. En ello se convirtió en
un precursor; pero un precursor, al fin y a la postre, fallido.
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