Gabriel Ciscar fue, efectivamente,
nombrado como miembro de la Regencia de España el 28 de octubre de
1810. Esta vez no fue nombrado como cuando le designaron ministro de
Marina, es decir con un cargo más cara a la galería que otra cosa;
de él se esperaba, esta vez, que ejerciese sus funciones, porque la
Regencia era el gobierno supremo de España en ausencia de la real
familia. Así pues dos semanas después, el 11 de noviembre, Ciscar
resigna el mando, o más bien deberíamos decir sus mandos, en
Cartagena, y lo hace, además, en manos de un marinero de sonoros nombre y apellido:
Marcelo Spínola. Se establece en las afueras de la ciudad como
necesaria cuarentena a causa de la epidemia de fiebre amarilla que
hay en la ciudad y, por fin, el 20 de diciembre se sube a una
corbeta, de nombre La Paloma,
para poner proa a Cádiz. Llegó el último día del año y juró su
cargo el 4 de enero.
La de
Ciscar era ya la segunda Regencia decretada por las Cortes de Cádiz.
Junto con Ciscar encontramos en ella al general Joaquín Blake y el
también marino Pedro Agar, procedente de las colonias.
El
Consejo de Regencia, que era el nombre completo del órgano, era la
consecuencia constitucional lógica de la disolución de la Junta
Central, esto es, del paso dado por la revolución española más
allá de la asonada popular para tratar de constituirse en un Estado
creíble y organizado basado en la idea de que su jefe, el rey
Fernando, se hallare preso por los franceses (aunque ya se sabe que
eso de preso tiene
muchas interpretaciones).
La
disolución de la Junta Central había tenido lugar el 29 de enero de
1810, fecha en la que fueron nombrados los primeros corregentes. Con
una intención evidente de mezclar la tradición con el progreso, en
aquel Consejo fueron nombrados Pedro de Quevedo y Quintano, obispo de
Orense e Inquisidor General; Francisco de Saavedra, que había sido
ministro de Carlos V; el capitán general Francisco Javier Castaños;
Antonio de Escaño, teniente general de Marina; y el abogado Miguel
de Lardizábal.
Aquella
Regencia, como he dicho, tenía elementos de equilibrio entre las
diferentes tendencias ideológicas españolas que se habían
levantado contra el francés; pero, en términos generales, se
caracterizaba por tener un perfil más decididamente, diríamos hoy,
conservador. Esto enseguida fue un problema, pues como es sabido
conforme el conflicto con el francés fue tomando cuerpo, las Cortes
de Cádiz fueron virando hacia la izquierda con más intensidad y
frecuencia, lo cual colocó a los corregentes en posiciones
incómodas, conminados a aplicar normas y leyes en las que en
realidad no creían. Las Cortes de Cádiz, además, aprendieron que
una Regencia de cinco miembros era una grillera demasiado poblada;
así pues, en cuanto pudo cesó a este gobierno provisional y lo
sustituyó por otro más corto, más técnico y más militar. Los
elegidos no deberían ser diputados a Cortes, no debían haber jurado
fidelidad a José Bonaparte y no debían de haber formado parte de la
Junta Central.
La
intención apenas oculta de los padres de la patria era obtener una
Regencia que no le pusiera peros a un gobierno parlamentarista, esto
es, a una forma de hacer las cosas en la que el legislativo tuviera
más poder que el ejecutivo. El 16 de enero de 1811, esto es una
semana después del juramento del propio Ciscar, legislaron sobre la
forma de funcionamiento del Consejo, que estaría formado por sólo
tres miembros que cada cuatro meses se turnarían en la presidencia,
pero siembre bajo un principio de primus inter pares.
Entre los requisitos que se impusieron al regente estaba el de no ser
descendiente de franceses hasta la cuarta generación.
Lo más
importante de la regulación de la Regencia, no obstante, es el hecho
de que aparezca en la misma, con total claridad, el concepto liberal
de rey constitucional. Al fin y al cabo la Regencia no es sino la
representación del rey en ausencia de éste, así pues lógicamente
la regulación de su estatus y labores tiene que ser la que los
legisladores liberales le reservaban a El Deseado cuando consiguiese
regresar a España. En consecuencia, las funciones de la Regencia se
definen de forma restrictiva, restrictivísima si lo vemos con los
ojos de un absolutista, puesto que en la práctica este órgano se
convierte en el mero ejecutor de las leyes que le llegan de las
Cortes. El Reglamento, por lo tanto, dista mucho de ser una
regulación moderna de un gobierno, sino que se limita a ser la
reacción, por otra parte lógica, de unos políticos que temen (con
razón) a las fuerzas partidarias de reconstruir el absolutismo en
España, y todo lo que quieren es eliminar ese riesgo. Lo que pasa es
que, por el camino, se estaban cargando la posibilidad de que España
tuviese un gobierno moderno.
La
segunda Regencia, de hecho, se creó en graves términos de
irregularidad. Como acabamos de explicar, los miembros de la misma,
que claramente fueron buscados para que fueran obedientes seguidores
de las Cortes, juraron su cargo antes de
que las competencias y funcionamiento de ese cargo fuesen reguladas;
algo que terminó por ser fuente de conflictos. Por otra parte,
aunque probablemente las fuerzas liberales de las Cortes se las
prometían muy felices con una Regencia de militares, a los que con
seguridad sospechaban más disciplinados, ello no evitó que los
conflictos entre gobierno y legislativo acabasen por surgir como
habían surgido con la primera Regencia.
No
había terminado enero de 1811, es decir no habían los corregentes
cumplido ni un mes en el cargo, cuando comenzaron los enfrentamientos.
Francisco Fernández Golfín, diputado liberal de las Cortes, se
levantó para criticar a la Regencia por lo que consideraba una
actividad poco honrada. Los regentes, dijo, hacían de su capa un
sayo cuando se trataba de conceder nombramientos, distinciones y
prebendas; pero se colocaban inmediatamente bajo la protección del
sudario de las Cortes cada vez que tenían que tomar decisiones que a
la gente no le iban a gustar. En general, las críticas arreciaron
contra la Regencia por su lentitud en la toma de muchas decisiones,
así como por su renuencia a la hora de compartir determinadas
informaciones, sobre todo militares, con el legislativo. En una
sesión celebrada en abril, varios diputados se pronunciaron
claramente en contra del gobierno de la nación, muy especialmente
Manuel García Herreros, otro diputado liberal, quien acusó a los
regentes de estar procrastinando en la reorganización del ejército
y, sobre todo, en haberse mostrado incapaces a la hora de atajar los
problemas de orden público. Un diputado, Juan de Salas, quien por
cierto era sacerdote, solicitó la remoción de los regentes e,
incluso, que se les hiciera un proceso.
En la
distancia del tiempo es difícil dirimir responsabilidades, pero la
verdad es que a mí, cuando menos, me resulta difícil cuando menos
no argumentar en defensa de los regentes. En primer lugar, eran sólo
tres, como consecuencia de que las Cortes así lo habían querido
para evitar la creación de un órgano lo suficientemente dotado como
para hacerle sombra a ellas mismas. Las Cortes de Cádiz habían
querido un gobierno con un solo testículo, ¿y ahora se quejaban de
su escaso empuje? Hay que recordar, además, que para evitar los
cesarismos y los gobernantes líberos (ésos que juegan el partido
donde y cómo les sale del pingo), también habían establecido los
padres conscriptos que las decisiones de la Regencia debían ser
colegiadas, por lo que sus tres miembros se tenían que poner de
acuerdo para todo; pero luego se quejaban de que el órgano era lento
en la toma de decisiones.
Por
último, pero no por ello menos importante, está el argumento que la
propia Regencia usó en su defensa: aquí parecemos olvidar, machos,
que estamos gobernando un país ocupado por un invasor extranjero,
descojonado en sus estructuras tradicionales y con buena parte de los
elementos de conexión y comunicación que garantizan la transmisión
de órdenes absolutamente cortocircuitados. Venían a decir los
regentes: al fin y al cabo vosotros podéis aprobar constituciones
bellísimas sin importaros si algún día serán ley positiva o no;
pero yo, tíos, tengo que gobernar día a día, no construir putos
castillos en el aire.
La
Regencia le dijo a las Cortes que eso de reorganizar el ejército
mientras se lucha para evitar quedarse sin país que defender no era
tan fácil y, en general, que la actitud de las Cortes solía ser
poco comprensiva con la labor del gobierno, lo que le ponía palos en
las ruedas. De hecho, recordaban los regentes, una acción muy común
de las Cortes era nombrar comisiones especiales de estudio sobre
asuntos de especial interés en el gobierno. De esta manera, se
establecía una dualidad de poderes (la comisión del parlamento y la
propia Regencia), con potestades poco claras y ambiciones no pocas
veces desmedidas, lo cual gripaba la toma de decisiones. Y luego ésos
mismos que habían inventado los sistemas que ralentizaban la labor
de gobierno llegaban al parlamento y se quejaban de que el gobierno
no hacía nada.
Tan
pronto como el 16 de febrero, esto es tres semanas antes de
tormentosa sesión parlamentaria de abril, ya el general Blake
intentó dimitir como corregente, tras ser directamente
responsabilizado por algunos diputados de diversos fracasos
militares. Dos meses después, fue Agar quien quiso cesar, en este
caso por la permanente falta de recursos económicos con los que el
gobierno se veía compelido a realizar su labor. El 17 de julio, por
su parte, fue Ciscar quien dimitió, alegando problemas de salud. A
ninguno de los tres se les aceptó la dimisión, lo cual hace pensar
que, en realidad, estaban echando un pulso. Yo, la verdad, siempre he
pensado que, si quieres dimitir, dimites; y si llega el presidente
del gobierno, el rey o el Papa y te dice que no te acepta la
dimisión, pues lo mandas a amargar pepinos, y punto pelota.
En
marzo de aquel año de 1811, Henry Wellesley, primer barón de
Cowley, inauguró la conflictiva relación entre el gobierno de
España y su aliado frente al francés, es decir Inglaterra. Vacaley
tenía en el ejército a un hermano, lord Wellington, para el que
quería el mando absoluto de los ejércitos de Galicia y Asturias. A
los corregentes aquello les pareció muy mala idea y la rechazaron y
entonces Wellesley, que conocía bien los vericuetos de la política
española, se fue a las Cortes con el cuento.
En la
discusión posterior, la Regencia defendió la idea de que ceder a
las pretensiones de Londres era ceder una parte de la soberanía del
gobierno español; mientras que las Cortes eran menos proclives a
escuchar este argumento si, con su silencio, conseguían una mayor
eficiencia en la lucha contra el francés. Además, temían que la
negativa española acabase por labrar la retirada de los ingleses, lo
cual habría sido una catástrofe sin paliativos. Los regentes, y en
este caso muy particularmente Ciscar que lo dijo bien claro,
consideraban que aceptar las condiciones de Wellesley equivalía a
aceptar una dominación extranjera, que era exactamente contra lo que
estaban luchando. Las Cortes, finalmente, hubieron de reconocer el
punto de vista de la Regencia, no sin advertirle que tenía la
responsabilidad de mantener unas excelentes relaciones con
Inglaterra.
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