Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
Los disturbios de Towers Hill
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
La última expedición de Drake no podía ser considerada como otra
cosa diferente de un fracaso sin paliativos. Inglaterra había
perdido a dos de sus mejores marinos y, además, todos aquéllos que
habían arriesgado pasta en la operación, la primera de ellos la
reina, la habían palmado en su mayor parte.
Lo más importante de todo era que aquella expedición se había
diseñado para poner en problemas a los españoles en el teatro
caribeño, para así reducir la presión sobre el europeo. Y,
obviamente, que eso no saliera así suponía que El Escorial tenía
todos los elementos en la mano para atacar. El 30 de marzo, cuando
los barcos ingleses navegaban cansinos con el timón entre las
piernas hacia Plymouth, las tropas españolas emplazadas en San
Quintín de la Picardía se movieron y sitiaron Calais. Las crónicas
dicen que el bombardeo de la plaza fue tan fuerte que se podía oír
desde las orillas del Támesis.
El rey gabacho Enrique se cogió un mosqueo del cuarenta y dos con ese sitio.
Consideraba, de forma muy adecuada, que él era incapaz de responder
al empuje español por sí solo; razón por la cual envió mensajes
inequívocos a Londres en el sentido de que si no le llegaba de
Inglaterra ayuda inmediata y suficiente, llegaría a un acuerdo
bilateral con España. Londres y Paris, por lo tanto, firmaron un
nuevo tratado a pelo puta, un tratado que le provocaba una intensa
repugnancia a la reina, que se firmó en mayo y por el cual
Inglaterra se comprometía a desplazar 4.000 efectivos a la Picardía
y Normandía. Los hechos, sin embargo, iban más deprisa que las
negociaciones. Para cuando ingleses y franceses firmaron su nueva
alianza, Calais ya había caído y, consecuentemente, el gobierno
inglés, notablemente Burghley, exigía de su reina una actitud
bélica más activa. Los espías británicos, en ese momento
probablemente la mejor red de confidentes creada en Europa, le habían
transmitido al primer ministro in pectore la información de
que cuando menos un centenar de galeras estaba ya preparado en el
Golfo de Vizcaya para navegar hacia Calais o Marsella, con el objeto
de juntarse con otros barcos portugueses.
Esta información de alto secreto circuló con bastante agilidad
entre los escalones superiores del poder inglés. Llegó a oídos de
Essex quien, por fin, vio llegado el momento para la gran oportunidad
que estaba esperando. Con la ayuda del almirante Howard, que le
aportó todo el conocimiento estratégico naval del que en realidad
carecía, logró elaborar todo un plan completo de repulsión de la
segunda Armada española, que ahora podría atacar desde Calais.
La obsesión de Essex, en todo caso, era evitar que otro se llevase
finalmente el encargo de comandar toda aquella operación, que en su
visión otorgaría a su comandante en jefe la gloria eterna y el
favor incondicional de la vieja. Por eso buscó también la alianza
con Robert Cecil. Howard, sin embargo, a pesar de haberle ayudado no
estaba del todo convencido de que ese plan pudiera salir bien sin un
miembro de importancia en el mismo con sólidos conocimientos
marineros. Muerto Drake, Inglaterra no andaba sobrada de figuras como
ésas, y fue por eso que se acordó de Ralegh.
El aventurero estaba para entonces empaquetado en su castillo de
Sherborne, soñando con una segunda expedición al Orinoco que ni
siquiera Cofidis se avenía a financiarle. Inicialmente, se negó. Y
la cosa es probablemente fácil de imaginar. Él era un explorador,
no un guerrero. Era como la imagen especular que Drake, pues éste
era guerrero, no explorador. Finalmente, sin embargo, fue
construyendo su idea, como dicen los propios ingleses, y
convenciéndose de que ahí tenía él cosas que ganar. Además,
consideró que lo más probable era que Isabel de Inglaterra, a la
cual una expedición contra la segunda Armada le provocaba tanta
urticaria como le provocó la que hubo contra la primera, no quisiera
sacar de su lado a dos personajes como Howard y Essex; no en momentos
en los que, como ya hemos leído, el debate sobre la herencia de la
corona inglesa estaba en su ápex y a cualquier mamón se le podía
ocurrir intentar alguna tontería.
Se equivocaba, sin embargo. Isabel, que había aprendido muchas cosas
en tantos años de reinado, tenía claro, y es una idea que nunca
cambió en su mente, que Howard tenía que estar en los barcos. En
cuanto a Essex, si bien tuvo varios de sus habituales dimes y
diretes, finalmente acabó aceptando que fuera de la partida.
Howard había decidido, como Drake años antes, que el objetivo del
ataque inglés debería ser Cádiz. Para atacar esta ciudad acopió
una flota de 120 barcos, la inmensa mayoría de cuyos mandos y
marineros no supieron durante la mayor parte de la travesía adónde
se dirigían. Los holandeses participaron con varios barcos y
centenares de sus soldados veteranos.
Finalmente, Isabel se decidió por nombrar dos comandantes en jefe
con el mismo mando en la persona de Howard y Essex. Sir Francis Vere,
comandante de las tropas veteranas del teatro holandés, recibió el
mando táctico operacional, mientras que a Ralegh se le encargó el
mando de la flota. Todos ellos tenían las instrucciones de atacar
Cádiz y saquear aquellos barcos mercantes españoles que quedasen
bajo su poder; pero también les ordenó evitar las bajas a cualquier
precio y, muy especialmente, descartar todo proyecto de establecerse
en la ciudad andaluza. Isabel quería darle un zasca a Felipe, pero
no iniciar una guerra a gran escala con España.
La flota salió de Plymouth el jueves 3 de junio de 1596. El 20
tenían Cádiz a golpe de catalejo. Essex defendía la idea de un
desembarco sorpresa al oeste de la ciudad, pero este proyecto se
reveló imposible por la intensidad de las olas. Los ingleses, por lo
tanto, optaron por entrar en la bahía al amanecer del día siguiente
y llevar a cabo un ataque naval. En el puerto de Cádiz estaban
surtos setenta barcos españoles. Varios eran barcos de guerra,
cuatro recién salidos del astillero, y buena parte de los otros
formaban parte de una flotilla de 34 barcos mercantes dispuestos a
salir hacia América cargados de munición, dinero, vino, aceite,
seda, vestimentas y oro con un valor que era diez veces el valor de
los ingresos anuales de la corona inglesa.
Diego de Soto, el comandante de los barcos españoles, a la vista de
los ingleses, ordenó que los barcos se moviesen hacia las zonas más
interiores del puerto, mientras colocaba barcos de guerra guardando
la entrada. Contra estos barcos comenzaron los ingleses una batalla
naval que tomó ocho horas de tiempo. Con la llegada de la marea
baja, sin embargo, dos barcos españoles acabaron embarrancando y un
tercero hubo de ser abandonado tras la explosión de un barril de
pólvora. Al final de la batalla, los ingleses pudieron capturar dos
de los barcos españoles de nueva factura, mientras que destrozaron
el resto.
Las cosas, por lo tanto, pintaban oros para los ingleses. Pero no
todo es gloria en la victoria. No hay que olvidar que entre los
comandantes de Londres estaba Essex, un personaje, la verdad, con
poca inteligencia militar y demasiadas ganas de pasar a los libros de
Historia. Viendo que la cosa estaba más o menos chupada, dejó solos
a los barcos de transporte españoles e hizo desembarcar 2.000
soldados en las playas gaditanas. Los gaditanos cerraron las puertas
de la ciudad, pero él envió a algunas tropas a escalar las murallas
mientras ordenaba a los veteranos holandeses que volasen las puertas.
Finalmente lo consiguió, haciéndose el dueño de la ciudad.
Al día siguiente, los españoles que se habían refugiado en la
ciudadela negociaron sus rescates. Mientras hacían eso, los ingleses
saqueaban la ciudad. Aquí, por cierto, hay dos versiones. Las
instrucciones de Isabel declaraban claramente que ni mujeres, ni
niños, ni ancianos deberían ser molestados o heridos. Essex afirmó
que había cumplido esas instrucciones, pero las fuentes españolas
cuentan el cuento con otro final.
Pero la estupidez de Essex no estuvo ahí. Dueño de la ciudad, con
los propietarios de los riquísimos buques mercantes en el castillo
gaditano negociando con él, y a pesar de que Ralegh le conminó, con
toda la razón, a dejarse de rescates y quedarse con los barcos,
Essex perdió un tiempo precioso. Además, hay que recordar que para
su operación de toma de la ciudad había dejado los mercantes sin
vigilar, lo que le dio la oportunidad al comandante de la flota
española, Luis Alfonso de Flores, para ordenar su quema. Los barcos
españoles estuvieron ardiendo tres días y tres noches, y en ese
incendio Inglaterra, que había alcanzado la mayor de las victorias
en su guerra con España, perdió el mayor de los botines.
Essex, además, estaba totalmente decidido a desobedecer los planes
estratégicos de su reina. En realidad, diversas cartas que fue
escribiendo a sus más cercanos desde que se embarcó vienen a
demostrar que ya lo pensaba cuando salió de Inglaterra. El ambicioso
privado de la Corte inglesa quería establecer en Cádiz una cabeza
de puente permanente. En realidad, sus planes eran más ambiciosos,
pues también incluían la dominación algún día de Lisboa.
Consideraba que ambas ciudades podrían ser aprovisionadas por
Inglaterra por mar y que, de esta manera, se establecería un punto
permanente de conflicto dentro de la península que debilitaría
definitivamente a España y convertiría a Inglaterra en la reina de
los mares. Así se lo explicó al Consejo de Guerra que comandaba las
operaciones de aquella flota, incluso haciendo de menos a la reina la
cual, dijo, era una anciana soltera que no había estado nunca fuera
de su país y que, por lo tanto, debían ser los miembros del
Consejo, experimentados militares, los que decidiesen por ella.
Algo más prudentes que su sanguíneo compi, los miembros del Consejo
de Guerra aprobaron que la flota inglesa permaneciese en Cádiz...
mientras se consultaba a la reina. Sin embargo, Essex comenzó a
mostrarse algo más que inquieto o impaciente ante este retraso. Los
síntomas, de hecho, son de alguna forma de paranoia. Ante el
comportamiento cada vez más violento y radical que su compañero, el
resto de los miembros del Consejo decidieron abandonar Cádiz, no sin
antes incendiarla.
En Londres, Essex tenía más y peores enemigos. Tanto Burghley como
su hijo Cecil empalidecieron cuando leyeron las noticias de Essex y
las propuestas que éste hacía, y comenzaron a trabajarse a la reina
en contra de ellas. De hecho, esta combinación de hechos y
situaciones fue la que consiguió enfurecer lo suficiente a la reina
como para dar el paso que Burghley llevaba meses, si no años,
esperando: el nombramiento de Robert Cecil como primer secretario de
la Corona. Un nombramiento que la propia Isabel le había prometido a
Essex nunca haría si él no estaba presente.
Cecil juró su cargo el 5 de julio. Ese mismo día Essex, quien ya
estaba informado del nombramiento y había reaccionado con
indignación, estaba frente a las costas de Faro, con la intención
de saquear la ciudad portuguesa. Los habitantes, sin embargo, lo
vieron venir y se marcharon de la ciudad con todo lo que tenían de
valor. Lo único aprovechable que encontró Essex en la ciudad fue
una colección de libros en casa del obispo; libros que se llevó y
que están, hasta donde yo sé, en la biblioteca de Oxford.
En buena parte picado por este relativo fracaso, Essex solicitó una
docena de naves para poder navegar hasta las Azores y allí
interceptar una flota de naves españolas y portuguesas que se
esperaba. Howard aceptó, puesto que este tipo de misiones estaban
incluidas dentro de las instrucciones de la reina; pero Ralegh se
negó.
La flota, finalmente, tocó el puerto de Plymouth el 10 de agosto. En
cuanto pasó el arco de metales, Essex se subió a un caballo, y se
marchó, a uña de ídem, a Londres.
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