Dado que en este blog ya hemos dado
cabida a las tribulaciones del militar escocés sir John Moore en su
desgraciado paso por España, hay algunas cosas que ahora deberíamos
decir pero ya la hemos dicho. De frente y por derecho: el movimiento
insurreccional español, desde el punto de vista militar, era una
mierda. El alto mando estaba formado por personas que en algunos
casos tenían una dudosa fidelidad a la causa, en otros casos estaban
seriamente enfrentados entre ellos y, en todo caso, hasta el propio
concepto de “alto mando” era algo un tanto inventado.
Nosotros conocemos al conjunto de fuerzas que, con un objetivo único eso sí, se enfrentaron a Napoleón con el término “ejército”; pero desde algunos puntos de vista, utilizar este sustantivo no deja de ser un gesto de acendrado optimismo. El ejército que iba a la guerra, en buena parte, era creado en sus unidades en el mismo momento en que comenzaba el enfrentamiento, exactamente igual que se improvisaron los estados mayores que eran responsables de coordinar los esfuerzos con un mando central. En realidad, durante buena parte de la guerra de la Independencia, muchos generales fueron incapaces de saber con precisión con cuántos efectivos contaban en cada momento, de qué tipo, dónde estaban emplazados y qué capacidad de movilización tenían. Estos son hechos, como digo, sobre los que militares extranjeros presentes en la guerra de España como Moore se quejaron sobradamente en sus cartas, dejando la impresión clara de que las tropas españolas que se enfrentaban a Napoleón no eran de fiar, probablemente desde el punto de vista político, pero definitivamente desde el punto de vista militar.
La alianza con Francia ideada por
Carlos IV y por Godoy, además, agravó las cosas. Como fruto de esa
colaboración con la potencia francesa, España había enviado,
algunos años antes de la rebelión, importantes tropas a escenarios
bélicos extranjeros, como la Toscana o Portugal; ahora esos hombres
le hacían falta y no los tenía, con lo que las propias levas para
alimentar la resistencia se rebelaron complejas. Además, como
consecuencia lógica de que España acabase por estar en guerra
contra un país que había sido su gran aliado hasta el minuto
anterior, por muy bien que quisieran hacer las cosas los españoles
no pudieron evitar que el paso de los Pirineos por parte de los
franceses fuese pan comido. Estratégicamente hablando, un ejército
como el español, que no se olvide era estrecho aliado de París,
para lo que estaba preparado era para repeler una agresión inglesa;
algo que, lógicamente, debería producirse por mar y desde el
Mediterráneo sobre todo. Por lo tanto, el esfuerzo defensivo estaba
centrado en puntos que no fueron por los que finalmente entró el
enemigo.
Para hacer las cosas todavía más
complicadas, en el elemento bélico de la revolución española se
produjo la difícil, en ocasiones imposible, confluencia entre un
viejo orden y un nuevo orden que había surgido espontáneamente de
la rebelión. La Junta Central, presionada negativamente por los
muchos problemas organizativos que tenía y positivamente por esa ola
de optimismo Bambi que siempre inunda al español que siente que ha
hecho algo grande e histórico (la Historia es como Dios y todo lo va
a arreglar de alguna manera), nunca se preocupó demasiado del merdé
que estaba montando en lo tocante a la organización de la guerra por
parte española. Las circunvoluciones cerebrales del espíritu
español que todavía seguían funcionando con el esquema borbónico
clásico colocaron la guerra en las lógicas manos del gobierno de la
nación a través del Ministerio de la Guerra. Sin embargo, el alma
revolucionaria, paradójicamente jacobina en el fondo, del movimiento
español, creó una Junta Militar específica en la que, de hecho, la
Junta Central depositó buena parte de sus esperanzas cara a una
organización bélica comme il faut. Hay varios autores, sobre
todo en el pasado (es una tesis que hoy no gusta, y honradamente no
sé por qué) que han escrito obras estableciendo paralelismos entre
la guerra de la independencia y la guerra civil del 36. La verdad,
esos paralelismos existen, hasta el punto de ser en ocasiones casi
copias carbón, y éste del mando militar me parece a mí que es uno
de esos aspectos. Igual que Indalecio Prieto, teórico fautor y
coordinador del esfuerzo bélico republicano, tuvo que soportar que
mucha gente hiciera, nunca mejor dicho, la guerra por su cuenta, y
que de hecho al ejército le colocasen el meconio aquél de los
comisarios bélicos, una especie de mando encastrado en el mando,
casi siglo y medio antes Junta Militar y Ministerio de la Guerra se
disputaron competencias que en realidad tenían ambos, porque hasta
para ordenar las cosas por escrito la Junta Central fue
insoportablemente leve. La Junta Militar, por otra parte, jamás tuvo
sede propia (un serio indicativo de cómo se las tiraban con bala
desde el gobierno) y tampoco fue capaz de reunir a todos sus
miembros.
El 30 de septiembre de 1808, como hemos
dicho, quedó constituida la Junta Militar, y también tuvo su
primera reunión. Fue en Aranjuez, en el casoplón de Castaños, y a
la misma asistieron el marqués de Castelar, el conde de Montijo y
Gabriel Ciscar, además, obviamente, del anfitrión. La Junta Militar
decretó la formación de cuatro (dizque) ejércitos: el de Cataluña
que, por cierto, no sé si de forma premonitoria fue conocido muchas
veces como “el ejército de la derecha”; otro en la zona Centro;
otro en el País Vasco, Navarra y Castilla la Vieja (“ejército de
la izquierda” o, podríamos decir hoy, de Euskadi, Euskadi Sur, y
Euskadi Sur-Sur); y un cuarto emplazado en Aragón, de reserva. Se
hicieron nombramientos de generales y se envió un oficio a las
juntas provinciales para que informasen puntualmente de las
fuerzas militares que había en cada territorio, para sí poder
organizar unas fuerzas armadas como se debe.
Empezó la Junta, por lo tanto,
actuando con celeridad y espíritu ejecutivo. Pero ambas cosas las
perdió pronto. En primer lugar, la Junta Central habría de
experimentar, conforme pasara el tiempo, la creciente presión del
Ministerio de la Guerra, departamento al que yo cuando menos no
considero inocente del hecho de que la Junta Militar, a pesar de sus
peticiones al respecto, nunca tuviese una sede. Por otra parte, como
ya he dicho, la propia Junta le puso las cosas muy fáciles a sus
detractores, pues tras esa primera reunión, que como hemos visto fue
ya parcial, nunca volvió a conseguir reunirse en condiciones
formalmente adecuadas. De hecho, un mes después de la reunión de
Aranjuez, el único miembro de la Junta que se podría decir que
estaba dedicado full time a los trabajos de la misma era
Ciscar.
En estas circunstancias, era sólo
cuestión de tiempo que al esfuerzo militar español, y muy
particularmente a la Junta Militar como organizadora del mismo, le
acabasen por crujir las cuadernas. En los inicios de 1809, los
franceses avanzaban por España de manera imparable, causando la
alarma de la Junta Central. De hecho la Junta le encomienda a Antonio
Cornel Ferraz Doz y Ferraz, tal vez uno de los políticos con más
zetas de la Historia de España y que en ese momento era ministro de
la guerra, que organice un plan de resistencia y contraataque; y se
lo encarga, dice la Junta, ante la evidente inoperancia de la Junta
Militar. La Junta Militar, acusando el golpe, elabora un plan
militar, que de todas maneras no tuvo listo hasta primeros de marzo.
El plan de campaña de la Junta
Militar, en todo caso, es una referencia interesante por los datos
que aporta sobre la situación en que ha sido elaborado. La Junta
explica en el mismo que no ha podido obtener información de la
mayoría de los generales sobre el tipo y número de fuerzas con que
cuentan, con lo que reconoce que ha elaborado sus escenarios con
información extraoficial; lo que se dice un plan de estado mayor
hecho con Radio Macuto. Con estos datos parciales y en modo alguno
avalados o comprobados, la Junta proponía un plan de reforzamiento
bélico, con la creación de nuevos ejércitos y la mejora en la
dotación de los existentes, combinada con la coordinación de los
movimientos de todos ellos, que por supuesto nunca se llevó a cabo
nada más que en algunos elementos aislados. Para Ciscar, que como
buen matemático de seguro tenía una mente cartesiana y presidida
por la lógica, debió de ser toda una experiencia descubrir que la
distancia entre el deber ser y el ser es, a menudo (casi siempre),
abismal.
En las últimas semanas de 1808,
presionados por el avance francés, los miembros del gobierno que se
encuentran en Aranjuez abandonan la población con dirección al sur,
y lo mismo hará el secretario de la Junta Militar, Gabriel Ciscar,
quien para entonces es ya el único elemento realmente activo de
dicha Junta. Llegó a Sevilla el 17 de diciembre en el mismo autobús
que los miembros de la Junta Central.
En realidad, es esta relación estrecha
con la Junta Central la que más nos interesa desde el punto de vista
de estas notas, porque es lo que está en el fondo del papel político
que Ciscar está llamado a jugar en la Historia de España. Da la
impresión de que toda la conexión y el respeto mutuo que le faltó
al secretario de la Junta Militar con muchos de los mandos del
ejército sobre el que tenía teórica competencia sí que las tuvo
respecto de diversos miembros de la Junta Central, lo cual acabó por
tener como consecuencia que éstos pensasen en él para diversas
encomiendas de carácter más político que militar. Es en virtud de
estas buenas relaciones y de respeto ganado que el 23 de febrero de
1809 Ciscar es ascendido a jefe de escuadra y también por esos
tiempos designado vocal del Supremo Consejo de Guerra y Marina. Este
órgano había sido creado para ordenar el ejército y mandar sobre
sus movimientos tácticos y dejaba sin sentido la Junta Militar. El 2
de marzo del mismo año, es nombrado gobernador de Cartagena. Este
nombramiento lo saca de Sevilla y del centro del duro enfrentamiento
político que se producirá a causa de la mala marcha de la guerra.
En el gobierno de Cartagena, Ciscar
volvió a mostrarse como un hombre de acción, dispuesto a enfrentar
los muchos problemas que tuvo enfrente en una ciudad que vivía
envalentonada por el ejemplo de su pequeña revolución de 1808 y por
los graves problemas laborales que registraba por los incumplimientos
en los pagos de salarios, sobre todo en el arenal. La acción
gobernadora de Ciscar no pasó desapercibida para los rectores del
gobierno revolucionario del país, quienes en enero de 1810 lo
nombran ministro de Marina. Sin embargo, algo raro debía de haber en
ese nombramiento, porque lo cierto es que Ciscar hizo todo lo posible
por permanecer en Cartagena. Existió, de hecho, una especie de
conspiración palaciega (sin palacio) destinada a arrebatarle el
cargo de gobernador, con el lógico pretexto de que debía hacerse
cargo de su puesto como ministro, pero finalmente Ciscar logró
prevalecer en su opinión y hacer que el ministro de Hacienda lo
sustituyese en sus responsabilidades gubernamentales, que de hecho
nunca ejerció. Es éste del ministerio írrito de Ciscar un buen
ejemplo para entender las muy especiales circunstancias que vivía
aquella España en guerra, en la que un militar prefería mandar
sobre una plaza que ser ministro de un gobierno que, en muchos
aspectos, parecía tener un aspecto mayormente fantasmal.
Para Ciscar, sin embargo, quedarse en
Cartagena no fue ningún chollo. La plaza, que tenía una evidente
importancia militar, era lógicamente ambicionada por los franceses,
y por ello los rumores, más o menos ciertos, sobre una inminente
invasión eran constantes. Ciscar enfrentó esa realidad con una
creciente penuria de medios, tanto monetarios como humanos. Una
epidemia de fiebre amarilla en la zona empeora la situación de éstos
últimos. En los últimos días de agosto de 1810, los franceses
inician la invasión de Murcia, con Cartagena en una situación casi
desesperada en la que no creo que hubiera más allá de 3.000
militares efectivos en la plaza. En octubre, se decretará el
traslado a Menorca del parque de artillería y otros servicios del
arenal cartagenero.
En medio de todas estas dificultades,
Ciscar hizo un servicio a la causa española que le habría de
reportar beneficios personales a él: su total sintonización con el
gobierno enfrentado a Napoleón. El 5 de noviembre de 1810, una
ciudad otrora acostumbrada a hacer de su capa un sayo juró sin
problemas fidelidad a las Cortes. Asimismo, lo cual es mucho más
importante y valioso, la Cartagena de Ciscar siempre aceptó la
prelación de la Junta murciana y sobre todo de la valenciana.
El 23 de abril de 1810 se fusionaron
las juntas murciana y cartagenera en la Junta Superior de Cartagena y
del Reino de Murcia, lo cual convirtió a Ciscar en gobernador de
toda la comunidad autónoma, que diríamos hoy. Esta junta, sin
embargo, se había creado porque en Murcia, a causa de la entrada de los
franceses, había dejado de haber poder. Al marcharse éstos y volver
a crearse una junta en la capital, inmediatamente la Superior acató
el mando de la nuevamente creada.
Es así como llegamos al 28 de octubre
de 1810, que es el día políticamente más importante en la vida de
Gabriel Ciscar. El día en el que, merced a sus antecedentes de
hombre sistemático, meticuloso, trabajador y disciplinado, los
hombres del gobierno revolucionario de España, enfangados ellos
mismos en luchas intestinas en ocasiones cainitas, buscando miembros
sin tacha para la Regencia de España, para el gobierno provisional
en el exilio del rey, miembros que, además, no les toquen mucho los cojones y sean sumisos al mando de las Cortes, piensan en ese marino matemático acostumbrado
a hacer lo que le piden, a protestar poco, a respetar la disciplina y
que, además, ha exhibido ya sobradas capacidades como gestor.
Ése es el día, efectivamente, en que
Gabriel Ciscar es nombrado miembro de la Regencia de España.
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