Unos comienzos difíciles
Peregrinos en patota
Nicea y Dorylaeum
Raimondo, Godofredo y Bohemondo
El milagro de la lanza
Balduino y Tancredo
Una expedición con freno y marcha atrás
Jerusalén es nuestra
Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga
La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano
Comenzando el siglo XII, la expedición cruzada en Oriente Medio, que, para qué negarlo, en sus inicios había tenido mucho de locura impracticable, daba claras muestras de madurez y de consolidación. A decir verdad, un elemento importante de esta consolidación es el importante flujo de peregrinos hacia Jerusalén que las primeras conquistas animaron. Los peregrinos iban y venían; no sólo eso, sino que los propios soldados cruzados, en su mayoría, tenían el concepto de estar de servicio, es decir, soñaban con el día en que tomarían un barco para regresar a casa. Pero el flujo constante de viajeros también contenía hombres armados. En 1110, por ejemplo, el rey de Noruega, Sigurd, viajó a Jerusalén con una tropa y, desde luego, sin el menor deseo de quedarse. Sin embargo, mientras estuvo allí ayudó a Balduino a conquistar Sidón. Luego estaba la actividad de los genoveses y pisanos en la costa.
Con el tiempo, sin embargo, hasta esto comenzó a normalizarse, que es una forma de decir que dejó de tener la intensidad requerida. Los cruzados, pues, hubieron de acostumbrarse a la idea de que debían gestionar una situación con escasos refuerzos. Esta dinámica creó una creciente diferencia entre la vieja guardia, es decir los que habían ido en la primera cruzada; y los nuevos, que básicamente eran todos los demás.
Luego estaba el problema de la soberanía de Balduino I. Era, sí, el rey de Jerusalén; pero eso no quiere decir, necesariamente, que fuese su autócrata gobernador. Jerusalén era cosa de toda la cristiandad, y eso quiere decir que por la ciudad siempre estaban pululando personajes, fuesen nobles que habían hecho el viaje, fuesen prelados con mensajes del Francisquito, que, por decirlo así, le daban mordiscos, a veces muy grandes, a la tostada de su poder. Por lo demás, cuando el flujo de apoyo desde Europa comenzó a escasear, Balduino se hizo crecientemente dependiente de los genoveses y pisanos, cuyos barcos estaban allí para hacer negocio y, por lo tanto, a cambio de su apoyo exigían privilegios comerciales que, en la práctica, los convertían en reyezuelos de algunas zonas costeras. El único dato bueno para Balduino es que, por lo menos, había conseguido controlar el patriarcado de Jerusalén, dado que al patriarca todo lo que le interesaba era la pasta.
El rey de Jerusalén fue un rey que siempre estuvo en conflicto con su Hacienda. Los privilegios comerciales de los italianos le dejaban sin ingresos; y, por otra parte, su decisión de no imponer un impuesto a los visitantes de Santo Sepulcro (cosa que sí habían hecho los gobernantes musulmanes) también lo privó de una de sus principales fuentes de numerario.
El rey hierosolimitano se había casado con una armenia, Arda, la hija del príncipe Thatoul o Taphmuz, también conocido como Thoros de Marash. Este matrimonio se había apañado al principio de su poder, cuando la influencia armenia en Palestina era relevante. Los armenios, sin embargo, habían ido perdiendo gran parte de su poder al sur de Cilicia. Balduino, por otra parte, se había gastado ya la dote de su señora, por lo que, por decirlo en términos microeconómicos, su matrimonio era un matrimonio con utilidad marginal negativa; y eso era un problema en aquellos tiempos, pues en aquellos tiempos los gobernantes siempre estaban casados por algo con quien estaban casados.
Así las cosas, Balduino argumentó (o se lo inventó) que su mujer, durante un viaje en barco de Lattakieh a Jaffa, había sido violada por piratas; en consecuencia, quedó impura, la repudió y la invitó a ingresar en un convento. Parece ser que Arda, por lo que sabemos, era un poco pendón desorejado, o sea, era una ninfoarmenia; pero la historia de los piratas es un poco forzada, la verdad.
Una vez libre de nuevo, el rey de Jerusalén se puso a buscar una esposa que le aportase pasta. La elegida fue la condesa viuda Adelaida de Sicilia, madre que era de Roger, el conde de Sicilia de origen normando. La condesa se presentó en la costa de Asia Menor con dos trirremes absolutamente cargados de oro y otros tesoros.
Hay que decir que el repudio de Arda no había sido un repudio legal. Había sido, como diría Miguel Gila, un simple “ahí te quedas”. Consecuentemente, Balduino I de Jerusalén, el rey que guardaba las más queridas reliquias del cristianismo, en realidad cometió bigamia cuando se casó con Adelaida. Pero eso no le importó mucho: ni a él, que automáticamente se apoderó de la dote; ni, por supuesto, a Arnulfo de Malecorne, patriarca de Jerusalén que los casó, quien, seguramente, algo trincó de lo que vino en los barcos; pues Arnulfo era uno más de esos personajes que la Iglesia ha generado a manos llenas, que son el primer pobre de la Tierra pero se mueren por la pasta. En realidad, no fue hasta cuatro años después del matrimonio (cuando se había gastado toda la dote) cuando al rey Balduino le empezaron a entrar escrúpulos con su situación civil.
A decir verdad, fue Arnulfo quien le dijo que no podía seguir viviendo en concubinato con su segunda teórica mujer; pero no olvidemos que era una situación que conocía desde el principio, y que sancionó sin problemas.
Los pruritos de Balduino y Arnulfo, de hecho, tienen poco que ver con la moral y con la sensación de las cosas bien hechas. El problema que se le planteaba al rey de Jerusalén es que, con el tiempo, se había ido convenciendo de que dejarle el reino de Jerusalén en herencia a Roger de Sicilia era un tremendo error. Hijastro y padrastro no se entendían ni se querían entender y Roger, la verdad, como buen normando, era una especie de Tancredo 2.0; un tipo al que se le daba una higa el santo sepulcro, las reliquias de la cruz y los santos óleos del Dúo Sacapuntas.
Así las cosas, en uno de los gestos más vergonzosos que recuerda la Historia, Adelaida fue facturada de nuevo a Sicilia, sola y sin uno solo de los tesoros que había traído; es decir, que el pretendido matrimonio entre ella y el rey de Jerusalén había sido, en realidad, un robo a mano armada, perpetrada por el guardián de los Santos Lugares, y avalado por la mayor autoridad del Papa en la ciudad.
Adelaida llegó a casa más cabreada que una mona y, cuando le contó el mojo a su hijo Roger, que ya era de por sí un motero con armadura, éste le escribió a Balduino que, para empezar, se fuese olvidando del apoyo naval que Sicilia le venía prestando para meter y sacar mercancías de su reino. Aun así, Balduino dio el cabreo por bien empleado.
En marzo del 1117, y porque en el siglo XII estamos todavía en los tiempos en los que los reyes trabajaban en lo suyo y, por lo tanto, estaban al frente de sus tropas en el campo de batalla en lugar de haciendo regatas galaicas, Balduino estaba realizando una expedición contra una serie de árabes establecidos en su reino. En medio del enfrentamiento, alguien le lanzó una lanza que le alcanzó en la entrepierna. La herida, quedó claro desde el primer momento, era seria, y lo colocó rápidamente entre la vida y la muerte. Se recuperó de la herida, pero no de las secuelas; ya nunca volvió a ser el mismo. Sin embargo, no aflojó la presión hacia el sur, contra los egipcios; en el 1118 les tomó la ciudad de Farama, que le sirvió de cabeza de puente para alcanzar el delta del Nilo.
Los relatos contemporáneos nos dicen que Balduino quedó chupetizado por el espectáculo del delta del Nilo, que si es impresionante hoy, entonces debía de ser la leche. Sin embargo, se sentía débil y mal, y decidió regresar a casa rápidamente. Sin embargo, no lo consiguió. Murió de camino, en al-Arish, el 2 de abril del 1118.
Balduino I de Jerusalén, por lo tanto, falleció sin haber designado un sucesor. Lo cual es algo sorprendente, porque de los relatos nos queda claro que estuvo pensando en que se moría por lo menos un año. Durante ese tiempo, sin embargo, no pareció pensar que su gesto de haber desheredado de mala manera a Roger de Silicia no había dejado las cosas claras. Aparentemente, Balduino no tenía claro a quién dejarle su reino y, simplemente, confió en que los barones de su reino seguirían la tradición europea, y buscarían un sucesor en su propio tronco familiar.
Efectivamente, la corte de barones de Jerusalén, ante el cadáver embalsamado de su rey, decidieron enviar una diputación para entrevistarse con Eustacio, su hermano mayor, conde de Boulogne. Eustacio había viajado en la primera cruzada con sus dos bros; pero, tras la toma de Jerusalén, había decidido que aquello no era para él y se regresó a Europa. Era, pues, un hombre mayor, pues ya tenía más de sesenta años; y llevaba 18 gobernando su predio boloñés sin siquiera echarle un vistazo de vez en cuanto a los DVDs de cuando había estado en Oriente Medio.
La opción de Eustacio, aunque los barones le enviaron una diputación y todo, era implanteable; y los nobles hierosolimitanos lo sabían. En realidad, tenían una segunda opción, algo más lejana, pero que presentaba la ventaja de estar no sólo presente en el teatro de las cruzadas, sino en la propia Jerusalén, pues en el momento de llegar el cadáver de Balduino estaba en la ciudad para pasar allí la Semana Santa. Hablamos de Balduino de Le Bourg, conde de Edesa y primo en primer grado de Balduino I. Este segundo Balduino, además, tenía importantes apoyos en las personas de Arnulfo de Malecorne y Joscelin de Courtenay.
Balduino de Le Bourg, pues, fue votado nuevo rey de Jerusalén por la totalidad de la asamblea de gardingos locales. El tema terminó por ser un poco jodido pues, desmintiendo a todas las casas de apuestas, Eustacio de Boulogne decidió aceptar la corona que se le había ofrecido. Nadie, por lo demás, se molestó en enviarle un mensajero urgente para informarle del cambio de planes, por lo que Eustacio se aprestó a trasladarse, con toda pompa y gran gasto, hacia Jerusalén. No se enteró de la movida hasta que estaba a medio camino, en Apulia (sur de Italia). Balduino de Le Bourg, el hombre que se había enfrentado a Tancredo, y su mujer, la armenia Morphia, se convirtieron, pues, en los reyes de Jerusalén. Habiendo dejado libre el feudo de Edesa, Balduino nombró a Joscelin de Courtenay, quien como ya os he dicho fue fundamental en su elección, como nuevo conde.
En Balduino II de Jerusalén, la cristiandad encontró a un rey bastante más presentable que el anterior. Era bien conocido el dato de que el monarca tenía las rodillas y las manos permanentemente enrojecidas como resultado de sus muchas postraciones, lo que daba la medida de su piedad. Su vida no era escandalosa en absoluto. Esas piedad y sobriedad, sin embargo, no lo convertían en un nenaza en absoluto; era un resuelto combatiente, valiente y echado para delante. El nuevo rey, por lo demás, hubo de aceptar que su carga de trabajo se incrementase muy considerablemente a causa de los problemas en el reino de Antioquía, cuya regencia de facto hubo de ejercer.
El conde de Trípoli, por su parte, rehusó jurar fidelidad al nuevo rey; sin embargo, la perspectiva de terminar en guerra con él le hizo cambiar de idea. Balduino II, por lo demás, consciente de lo feble de sus alianzas con los reinos teóricamente vasallos, trató inmediatamente de incrementar los vínculos entre todos los territorios y, consecuentemente, casó a dos de su hijas con los gobernadores de ambos territorios; una se casó con el príncipe de Antioquía, y la otra con el hijo del conde de Trípoli.
Pero vayamos con el lío de Antioquía. Desde que en 1112 la había roscado Tancredo, este importante reino cruzado había estado bajo el gobierno de Bohemondo II formalmente pero, dado que era un niño, por Roger, el hijo de Ricardo de Salerno. Roger, que no era un cruzado de primera hora, era, sin embargo, uno de los mejores estrategas de su tiempo. Consiguió, en condiciones muy difíciles, defender Antioquía de los ataques de Mawdud y, después, de Bursuq ibn Bursuq, el rey de Hamadan. En septiembre de 1115, en Tel-Danith, consiguió, de hecho, un victoria fundamenta contra los árabes de Bursuq; tras esta victoria, consiguió extender su poder hacia el reino de Alepo, el cual, tras la muerte de Ridwan, llevaba desde el 1113 gobernado por un emir niño que, además, era medio idiota; por lo que el país lo gobernaba en la práctica un eunuco de su Corte. Primero hubo una tregua entre Antioquía y Alepo pero, en 1119, habiendo expirado ésta, Roger se lanzó a por el reino vecino.
Desde el punto de vista de los islamitas, amenazar Alepo era ya caza mayor. Así las cosas, Ilghazi de Mardún y Toghtekin de Damasco unieron sus fuerzas, y avanzaron hacia la ciudad. Obtuvieron la alianza de Tughan Arslan Kuzlan, emir de Bitlis, en la Gran Armemia; y con los emires árabes munquidites de Shaizar, vecinos del principado de Antioquía. La reacción de Roger fue apelar a Balduino II y al conde de Trípoli, los cuales respondieron a la llamada con sus tropas. No obstante, Roger decidió no esperarlos, pues juzgó que sería más útil tratar de atacar a Ilghazi antes de que pudiera reunirse con su aliado damasceno; estuvo también presionado por sus súbditos antioquianos, obsesionados con desplazar el centro de los enfrentamientos fuera del principado para tratar de evitar el pillaje turco. Así pues, se situó a la entrada de un paso estrecho entre montañas, en un lugar llamado al-Balat.
Ilghazi esperó ocho días, para que el hambre y el calor hiciesen su trabajo; y, después, atacó, también sin esperar a sus aliados. En clara superioridad numérica, rápidamente fue capaz de rodear completamente al pequeño ejército de Roger de Salerno. Para los cruzados, fue evidente desde el principio que ésa era su última batalla. Fueron masacrados prácticamente hasta el último hombre y, la verdad, los que sobrevivieron llegaron a envidiar a sus compañeros muertos. Roger de Salerno fue muerto a los pies de la gran cruz que había hecho traer de una iglesia de Antioquía. El único personaje de importancia que salvó la vida fue Reinaldo Mazoir, el condestable de Antioquía. Se abrió paso entre los turcomanos hasta la torre de Sarmeda, donde su resistencia fue tan feroz que Inghazi decidió respetarle la vida. Muchos combatientes fueron asesinados en el campo de batalla, cuando ya se habían rendido. Del resto que fueron hechos prisioneros, algo así como la mitad fueron linchados al día siguiente por las turbas.
Los campos de al-Balat son conocidos desde entonces por la historiografía cristiana como Ager Sanguinis; los campos de sangre.
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