martes, febrero 20, 2024

Cruzadas (17): La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino

Deus vult
Unos comienzos difíciles
Peregrinos en patota
Nicea y Dorylaeum
Raimondo, Godofredo y Bohemondo
El milagro de la lanza
Balduino y Tancredo
Una expedición con freno y marcha atrás
Jerusalén es nuestra
Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga

La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano 



Corriendo el año 1105, después de haber escuchado los cuentos de Bohemondo de Taranto, el PasPas Pascual II estaba en condiciones mentales suficientes como para dictar una cruzada contra los cristianos de Oriente. Hay que decir, en honor a la verdad, que cuando el Francisquito recibió mejores informaciones que las que le había dado el resentido príncipe de Antioquía, decidió tascar el freno y libró a la cristiandad del poco edificante espectáculo de una cruzada predicada desde el primer momento como una guerra de exterminio contra hermanos cristianos. Que, bueno, tenemos la tentación de escribir que eso habría sido un escándalo histórico del que nunca se habrían recuperado; pero, la verdad, se han recuperado de cosas parecidas con la elegancia que exhibe todo timador profesional.

Mientras tanto, en Jerusalén, los cristianos latinos que estaban a pie de obra habían podido comprobar, en los años anteriores, que, si bien oficialmente los musulmanes se habían rasgado las vestiduras y habían hecho grandes manifestaciones de dolor por la pérdida de Jerusalén, nadie, en realidad, había dado el paso de dictar la guerra santa contra los cruzados. Lejos de ello, los musulmanes estaban a lo suyo, que era darse de hostias. El hecho de que el visir de Egipto hubiese enviado hasta tres ejércitos a Jerusalén, para desalojar a los cristianos, sin conseguirlo, les dio a los sunitas sirios e iraquíes la disculpa perfecta para poder decir que si Jerusalén era cristiana era porque los fatimíes eran unos maulas. En el norte de Siria, los principados latinos estaban consolidados pero no se consideraban peligrosos, pues sus vecinos musulmanes juzgaban, con razón, que carecían de tropas suficientes como para sustentar proyectos imperiales; y que las posibilidades de recibir nuevos efectivos eran bastante remotas. Palestina ya era otro cantar. La vieja tierra de las andanzas de Jesús era un territorio que se podía dominar por mar si se tenía una buena flota; y en ese terreno los cruzados, que supieron para ello explotar las ambiciones de los principados talasocráticos italianos, sí que tenían refuerzos relativamente periódicos y potentes. Esto le planteaba un problema, sobre todo, a Egipto que, en puridad, era en ese momento la única potencia musulmana que basaba cuando menos parte de su poder en la acometividad marina.

Jerusalén, por otra parte, tenía un serio problema de población. En la capital, como en Cesarea, y éstas son las excepciones y no la regla, la población musulmana había sido masacrada o expulsada. Consecuentemente, el componente mayoritario del censo había desaparecido, y no había sido sino parcialmente sustituido por nuevos colonos. En las ciudades donde los musulmanes fueron aceptados, en todo caso, los más pudientes de entre ellos eligieron marcharse. Y toda aquella falta era muy difícil de equilibrar con nuevos peregrinos, pues desde Europa ya se había aprendido lo difícil y peligroso del viaje, y casi nadie quería hacerlo.

En todos los principados que consolidaron: Jerusalén, Edesa, Antioquía y Trípoli, los francos o cruzados nunca consiguieron superar la situación de minoría muy escasa dentro de la población total. Suyo fue el poder, pero no las calles. Las guerras, ya lo hemos visto, habían destruido ejércitos enteros. Eso afectaba a la clase de los caballeros pero, sobre todo, afectaba a la amplia cohorte de auxiliares de éstos, fuesen soldados, pajes o sirvientes; gentes que estaban llamadas a formar la gran parte de la nueva población de los santos lugares, pero que en buena medida había perecido en los campos de batalla y que, si había sobrevivido, ahora no encontraba con quién formar familia y organizar una vida.

La alta política, por otra parte, seguía siendo compleja en Jerusalén. Tras ser derrotado en Ramleh, Balduino de Jerusalén tuvo claro que para poder conservar el control de la ciudad necesitaba de las mesnadas que Tancredo tenía al norte. Sin embargo, lejos de producirse esa situación de solidaridad entre cristianos que debería derivarse del relato simplista de la cruzada, Tancredo le dejó claro al rey hierosolimitano que esa ayuda tenía condiciones: más concretamente, la reinstauración de Dagoberto de Pisa en el patriarcado de la ciudad. El patriarcado siguió siendo manzana de discordia y, de hecho, sería de nuevo ocupado por el incombustible Arnulfo de Malecorne.

En 1104, Bohemondo de Taranto se había embarcado hacia Europa y, como sabemos, no regresó ya nunca. Tancredo se quedó como regente de Antioquía, y no en las mejores condiciones. De las tropas con las que se había hecho la conquista del principado, Edesa había perdido ya todos sus caballeros valones y flamencos en Harran; por lo demás, Balduino de Le Bourg, su comandante, seguía preso. La situación era tan comprometida que Tancredo colocó al frente del condado a su cuñado, Ricardo de Salerno, aunque normalmente se lo conoce como Ricardo del Principado. Como ya hemos visto, para poder consolidar el poder de su pariente político, Tancredo había hecho oídos sordos a la posibilidad cierta de liberar a Balduino y a Joscelin. El proyecto de Tancredo era evidente: convertirse en un poderoso emir de la zona y crear una dinastía propia. Sin embargo, Ricardo de Salerno no le ponía las cosas fáciles, pues cuando llegó a la gobernación de Edesa se aplicó a leer el Catón del Mal Gobernante, también conocido como Manual Montoro-Montero, es decir, empezó a fijar impuestos sobre absolutamente todo. Los armenios, poco a poco, comenzaron a preguntarse si no les cundiría más tener un gobernante musulmán.

El 28 de febrero del 1105 murió el conde de Toulouse, Raimondo de Saint-Gilles, en la fortaleza que llevaba su nombre, Qalat Sanjil. Como Moisés, murió mirando la tierra que toda su vida soñó conquistar: Trípoli. Raimondo y su mujer, Elvira de Castilla (hija ilegítima de Alfonso VI de León y Jimena Muñoz), tenían un hijo, Alfonso Jordán, que heredó el condado de Toulouse. Desde la Provenza, una diputación de nobles locales hizo el largo viaje hasta Asia Menor para cumplimentar a la viuda y al hereu. Querían que regresasen a Europa. El puesto en Oriente Medio de Raimondo fue tomado por Guillermo Jordán, hijo del conde de la Cerdaña y nieto de una de las tías maternas de Raimondo y que, por eso, era su pariente más cercano distinto de su hijo (aunque, como veremos, esto no era del todo cierto).

De esta manera, a principios del año 1105, los dos principales líderes de la primera cruzada: Raimondo y Bohemondo, habían desaparecido del teatro bélico. Esto, lógicamente, hizo mucho por hacer que los franj presentes en Siria tendiesen a obedecer a Balduino I. Eso, sin embargo, no quiere decir que los proyectos particulares fuesen abandonados. Los provenzales siguieron creyendo en su misión libanesa y, de hecho, progresaron en el bloqueo progresivo de Trípoli. Lo hicieron, además, sin siquiera soñar con una participación del reino de Jerusalén en la movida, pues eran conscientes de que, si aceptaban esa colaboración, la legitimidad de su eventual conquista quedaría muy diluida. En ese momento, en efecto, aunque para los musulmanes no había diferencia entre ellos, entre los cruzados había por lo menos tres ejércitos diferentes: el de Tancredo, el de Guillermo Jordán, y el del rey de Jerusalén.

Guillermo Jordán era un experimentado hombre de armas. Como ya os he contado, continuó la labor de su especie de tío lejano y consiguió ir reduciendo cada vez más la sostenibilidad de Trípoli, por decirlo en lenguaje presente. A todo ello colaboraron mucho los marineros pisanos, quienes lograron enfrentarse con eficiencia a los barcos egipcios e impedir crecientemente que la ciudad pudiese abastecerse por mar. En abril de 1108, Zahir Aladín Toghtekin, un oficial selyúcida turco que era el atabeg de Damasco, puso sitio al fuerte de Arqa, que controlaba Ibn Ammar quien, como ya sabéis, era emir de Trípoli. Toghtekin tomó el fuerte, pero lo único que consiguió fue que, en la fecha que os he indicado, Guillermo Jordán la hiciese suya. De todas formas los egipcios, comprendiendo claramente que los Banu Ammar eran ya incapaces de sostener Trípoli, los desposeyeron del mando de la ciudad. Pero luego, la verdad, no hicieron gran cosa por defenderla. Trípoli llevaba cinco años asediada y, una vez que la flota no podía abastecerla, estaba perdida para los musulmanes.

A punto de recoger la manzana caída, Guillermo Jordán iba a tener un problema inesperado. Enterado por Instagram de lo bien que les iba a los provenzales en Líbano, Bertrand o Beltrán de Toulouse, el primogénito de Raimondo con su primera mujer, repudiado en su día por razones de consanguinidad en el matrimonio, apareció por allí. Bertrand, como os he dicho considerado oficialmente un bastardo en Europa y que, por lo tanto, no podía competir con los derechos de Alfonso Jordán, había decidido heredar el predio sirio. No llegó solo. Traía 4.000 caballeros y una flota genovesa. En Constantinopla Alejo Commeno, siempre atento a la posibilidad de debilitar a los cruzados, lo había recibido como el hijo legítimo de su amigo Raimondo. Beltrán, él mismo un chavalote bastante chulo y arrogante, cayó en tierra cruzada como ese rocapollas que no le cae bien a nadie. Tancredo lo mandó a la mierda cuando Bertrand le exigió la porción de la ciudad de Antioquía que un día había ocupado su padre. Y Guillermo Jordán, por supuesto, le dijo que sus derechos libaneses eran otra ful. Pero el tema estaba tan enconado que Guillermo tuvo que hacer lo que siempre hubiese querido evitar: implorar el rol arbitral de Balduino, rey de Jerusalén.

Balduino había estado haciendo todo lo posible por implicarse en la melée de la costa libanesa, incluso atacando a los barcos provenzales. Se presentó en los alrededores de la ciudad con unos 500 caballeros y, al instante, comenzó a insinuar que, en su opinión, los verdaderos derechos sobre Trípoli eran los de Beltrán. Así las cosas, Guillermo Jordán buscó el apoyo de Tancredo. A cambio de su gesto, Balduino consiguió lo que iba buscando, es decir, que Beltrán se declarase vasallo suyo.

Finalmente, sin embargo, Balduino y Tancredo, los dos árbitros de la cuestión, decidieron que aquello estaba tomando una temperatura excesiva, y que había que llegar a algún acuerdo. Así las cosas, decidieron que habría una especie de juicio para delimitar los derechos de cada uno, y que las posesiones provenzales en Líbano serían divididas entre los dos primos. Se decidió que Beltrán retendría la ciudad de Trípoli, que en ese momento no se había conquistado, con el título de conde; a su condado se uniría el llamado Monte Peregrino y la zona de Jebail (aunque Beltrán le entregó esta ciudad, en pago por su ayuda, al almirante de la flota genovesa, Hugo Embriaco). Por lo que atañe a Guillermo Jordán, suyas serían Arqa y Tortosa. El primero sería vasallo del rey de Jerusalén y el segundo del príncipe de Antioquía.

Tras aquel acuerdo, Trípoli no tardó mucho en caer. Los habitantes de la ciudad negociaron su rendición en julio del 1109; el día 12, los francos entraron en la ciudad.

Poco tiempo después, en el campamento de Guillermo Jordán hubo una pelea de sargentos en la que el noble provenzal trató de mediar; lo cual sólo le sirvió para recibir en el corazón una flecha disparada por error, que lo mató. Sí, ya sé que suena raro de cojones. De hecho, casi todas las crónicas contemporáneas de los hechos, aunque no se atreven a hacer acusaciones personales, se abonan a la tesis de que fue un accidente un tanto fishy. Así las cosas, todas las posesiones tripolitanas de los provenzales pasaron a Beltrán, conde de Trípoli.

Aproximadamente un año antes de la caída de Trípoli, para Balduino de Jerusalén se había producido una noticia cojonuda: la reaparición desde el maco de su primo Balduino de Le Bourg. 

Recordaréis que este Balduino había caído prisionero de Jekermish, el atabeg de Mosul. Jekermish, sin embargo, había muerto y lo había heredado Jawali Saqawa. Jawali había hecho la guerra de Jekermish y había sido atacado por el sultán Kilij Arslan. Con la ayuda del rey de Alepo, Ridwan, Jawali consiguió vencer y matar a Arslan. Sin embargo, los propios habitantes de Mosul se rebelaron contra su autoridad.

La rebelión mosuleña obligó a Jawali a abandonar la ciudad, cosa que hizo llevándose con él a su prisionero. Ambos comenzaron a parlamentar y llegaron a un acuerdo. Le Bourg le prometió pasta, la liberación de prisioneros musulmanes y un tratado de alianza. De esta manera, tanto Balduino como su compañero de fatigas, Joscelin de Courtenay, fueron liberados. Los ciudadanos de Edesa, que estaban hasta los huevos de la bota normanda de Ricardo del Principado, juntaron la pasta prometida para poder pagar el rescate cuando antes. Tancredo, sin embargo, era de otra opinión. Consideraba que, teniendo en cuenta todas las cosas que había hecho por la ciudad (la última de ellas, pagar parte del rescate de Balduino), éste, una vez reinstaurado en la ciudad, debía jurarle fidelidad. Pero Balduino dijo que y una gallinácea como una pieza de menaje. Así que fue la guerra otra vez; una guerra en la que Le Bourg tuvo como natural aliado a Jawali y, además, al príncipe armenio Kogh Vasil o, como se lo conoce en español, Basilio el Ladrón, quien le prestó un poderoso ejército de armenios y turcopolos (negativos y positivos).

Como acabamos de ver, las cruzadas son tiempos de fronteras líquidas y de alianzas que se entienden mal a la luz del presentismo actual. El monarca de Edesa estaba aliado con un oficial depuesto musulmán, Jawali, y con él le hizo guerra a su compi de creencias, Tancredo. Pero no queda ahí la cosa, porque hay que añadir que Tancredo, sintiéndose más débil, solicitó la ayuda de Ridwan de Alepo, su viejo enemigo musulmán.

Ambos ejércitos se enfrentaron a una batalla verdaderamente a muerte, en el que tanto Balduino como Tancredo buscaron con ahínco matarse el uno al otro. Finalmente perdedores, Balduino y Joselin hubieron de escapar. Tancredo volvió a asediar Edesa, aunque no llegó a hacerla suya porque se marchó cuando supo que Jawali estaba de camino. Dentro de la ciudad, los armenios, temiéndose que todo aquel follón pudiera terminar con el regreso del odiado Ricardo de Salerno a la ciudad (read my lips: no more takes, my ass), se alzaron para colocarse bajo el mando de un príncipe armenio. Se hicieron tan fuertes que Balduino, cuando regresó a la ciudad, los expulsó de allí.

A la marcha de Tancredo, pues, Balduino de Le Bourg se convirtió en el señor de Edesa. Y eso eran buenas noticias para Balduino, su primo hierosolimitano.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario