viernes, septiembre 29, 2023

Stalin-Beria. 1: Consolidando el poder (20): El Partido Industrial que nunca existió

La URSS, y su puta madre
Casi todo está en Lenin
Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado 



A lo largo de 1928 y 1929, mientras en el campo se desplegaba la lucha de la colectivización y en los altos escalones del Partido se libraba la que sería en realidad postrera batalla de Stalin contra sus opositores, en parte como consecuencia, en parte como herramienta de todo lo que estaba pasando, se fue desarrollando la URSS como la conocemos: un Estado híper jerarquizado, que todo lo resolvía en conciliábulos de los que nada se sabe, basado en la existencia de una Administración mastodóntica, en la que Partido y gobierno se confunden, repleto de escalones en el fondo inútiles que sólo sirven para crear hordas de burócratas que han de votar en cada momento lo que se les insta a votar, a cambio de una existencia de vodka y putas en medio de un país en el que disponer de tres coliflores para un domingo era, literalmente, que te tocase la lotería.

Que Stalin nunca fue una persona de convicciones democráticas, supongo que podemos darlo por sabido. El secretario general del PCUS no entendía qué podía tener de bueno o positivo someter las decisiones del mando al escrutinio o auditoría del voto, mucho menos permitir que ese mismo voto pudiera tumbarlas. Así pues, una vez que en 1929 pudo considerar laminada la oposición, Stalin pudo avanzar en sus políticas como quiso y sin ningún tipo de contrapeso.

La realidad, sin embargo, es terca. En agosto de 1930, en una reunión conjunta del Gosplan y el Consejo Nacional de Economía, un estimo que nervioso Valeriano Kuibyshev tuvo que reconocer que los datos de producción obtenidos hasta la fecha demostraban la total falta de factibilidad de los objetivos del Plan Quinquenal. Por ejemplo, la producción de acero, cuyo objetivo inicial habían sido 10 millones de toneladas, revisado a 17 millones, había alcanzado en 1930 los cinco millones, y para el año siguiente se esperaba que descendiese ligeramente. El objetivo, dijo el burócrata, como conseguirse, se podía conseguir. Pero haría falta invertir 2.500 millones de rublos, y sólo en la industria siderúrgica. La respuesta de Stalin llegó en febrero de 1931, en un discurso en el que aseguró que los gerentes de factoría le habían prometido cumplir los objetivos del Plan; y que, de hecho, todo el mundo trabajaba para dicho cumplimiento en tres años. Si no querías caldo...

En 1930, por lo tanto, cualquier forma mínimamente profesional de planificación había sido sustituida por el puro y simple criterio del secretario general del Partido. Las cosas, simplemente, eran como él decía que eran.

Stalin, de todas formas, no era tonto. Sabía que su plan era imposible de conducir sin la inversión extranjera. Entre 1928 y 1933 gastó 1.500 millones de rublos en moneda extranjera para comprar bienes de equipo. Envió a muchos ingenieros y trabajadores locales al extranjero a aprender, y contrató a muchos ingenieros y trabajadores cualificados para que se llegasen a la URSS. De esta manera, la URSS comenzó a producir bienes, como los automóviles ZIS y los tractores Stalinet, que eran copias directas de modelos americanos. Entre 1929 y 1945, la URSS firmó nada menos que 217 acuerdos de asistencia técnica, que implicaron a empresas privadas de muchos países occidentales, entre ellos, por cierto, España.

El líder soviético, además, estaba pensando también en su Plan Quinquenal sobre elementos bélicos o estratégicos. Él había heredado una URSS que, industrialmente, estaba centrada en la Rusia europea y Ucrania, más un hub petrolífero en Bakú y establecimientos mineros en Transcaucasia. Sin embargo, ahora el secretario general se fijó en la URSS asiática, que consideraba mucho más protegida frente a agresiones. En esto estuvo muy influido por un libro de 1918, La situación de la industria rusa en posguerra, obra de Vasily Ignatievitch Grinevetsky, un ingeniero que no tenía nada que ver con el comunismo y que murió en 1919.

Así las cosas, uno de los grandes proyectos estrella de aquel Plan Quinquenal fue el complejo Ural-Kuznetsk. Asimismo, en Cheliabinsk, en los Urales, se construyó una planta de tractores, y se creó un gran polo industrial en Novosibirsk, prontamente conocido como “la Chicago siberiana”; o el desarrollo de la industria no ferrosa y la minería del carbón en Kazajstán. Parte fundamental de muchos de estos proyectos fue el emplazamiento cercano de campos de concentración, destinados a proveer de mano de obra forzada gratuita.

La necesidad de vender la idea de un Plan Quinquenal factible, cuando en realidad era un sueño irrealizable, llevó a Stalin y a quienes le siguieron a la idea, que predata en seis años a las grandes purgas, de que había que buscar un culpable. Y ese culpable, como ya os he dicho, fueron, en gran medida, los planificadores originales, los que diseñaron objetivos relativamente racionales, que fueron supersónicamente convertidos en conspiradores contra la URSS. Así, tras el caso Shakhty, llegamos a las últimas ocho semanas de 1930, teatro que fueron de la Prompartiia, el juicio contra el Partido Industrial.

El Partido Industrial, como supongo que ya os habréis imaginado, es una formación clandestina que nunca existió, salvo en la imaginación de Stalin y sus acólitos. De acuerdo con el sumario, fue creada en los últimos años veinte por miembros de la elite ingenieril soviética en realidad fieles al antiguo régimen, entre los cuales el primer citado fue el profesor Leonid Konstantinovitch Ramzin, que era el director del Instituto Técnico Termal de Moscú; pero las investigaciones llevadas a cabo acabaron por descubrir unos 2.000 miembros más.

Inicialmente, siempre según el sumario, la organización buscaba sabotear la producción aquí y allá. Pero acabó convirtiéndose en una organización política encargada de organizar un golpe de Estado que se llevaría a cabo en 1930, o al año siguiente; golpe que estaba teóricamente apoyado por las inteligencias inglesa y francesa.

El Partido Industrial pretendía formar un gobierno contrarrevolucionario que pensaba nombrar primer ministro a un ingeniero, Peter Akimovitch Palchinsky, quien había sido ya ejecutado cuando comenzó el juicio. Otros dos notables miembros de ese gobierno iban a ser Pavel Pavlovitch Ryabuchinsky, un emigrado en Francia (y que, por cierto, había muerto en el exilio antes de la fecha en la que el propio sumario fijaba la formación del Partido Industrial); y el historiador Yevgueni Viktorivitch Tarle, que sería ministro de Asuntos Exteriores.

El Partido organizó una serie de reuniones a todo lo largo y ancho del país en las que, igual que las espontáneas muestras de apoyo a Franco por parte de las secretarías del Movimiento y del Sindicato, se “exigió” a los jueces del caso que dictasen sentencias de muerte. Los jueces, prestando oídos a esas peticiones, así lo hicieron. Sin embargo, las sentencias fueron conmutadas. En un momento en el que el Terror todavía no se había perfeccionado, el régimen todavía era proclive a premiar a los acusados que se portaban como era debido; Y Ramzin lo había hecho, incriminándose personalmente e incriminando a todo puto dios.

El juicio del Partido Industrial fue, fundamentalmente, un aviso para navegantes; bueno, más bien para los cuadros técnicos de la economía soviética, que recibieron, todos ellos, el mensaje alto y claro de que, como se les ocurriese hacer el gilipollas, ya sabían lo que les esperaba. De hecho, el juicio en sí fue paralelo a una serie de arrestos, con mucha menos publicidad, de técnicos diversos del tejido productivo soviético. Una publicación menchevique en el exilio reportó en 1931 que, de 31.000 ingenieros que tenía la URSS, 7.000 habían sido arrestados. Así pues, antes que las purgas en la clase política y militar, estuvo la purga ingenieril.

Tras acusar a los ingenieros de ser saboteadores en el día a día de las máquinas y los sistemas productivos, el régimen comunista soviético se lanzó contra los saboteadores en el ámbito teórico: los practicantes de lo que llamó “sabotaje científico-teórico”. Para sabotear, pues, no hacía falta romper nada; bastaba con defender ideas que pudieran llevar, según el criterio de alguno, al sabotaje. Yo supongo que habrá algún que otro lector al que no le guste leer esto; pero, la verdad, la campaña estalinista contra el “sabotaje teórico” se parece como una gota de cerveza a otra gota de cerveza al tipo de crítica que recibe el hoy llamado “negacionismo climático”. Igual que, hoy en día, a quien se muestra escéptico frente a la teoría oficial de que la Tierra la está calentando el hombre y bla se convierte en una especie de asesino a cámara lenta, a quien no le importa destruir nuestro entorno vital, el estalinismo de la segunda mitad de los años veinte arremetió contra toda aquella idea teórica explicada en artículos o libros que consideraba contraria a la visión soviética de las cosas.

A través de este prisma, economistas como Vladimir Alexandrovitch Bazarov o Nikolai Dimitrievitch Kondratiev, el último de ellos muy importante en el mundo de la teoría económica, fueron puestos en la picota porque, aun sin cuestionar la economía centralizada, lo que sí hicieron fue defender que la planificación fuese racional y no se plantease los objetivos estratosféricos e irrealizables de los planes quinquenales del camarada secretario general.

Quizás el caso más increíble se dio en un campo tan teóricamente alejado de la política como la ictiología. Diversos ictiólogos pusieron en duda los objetivos del Plan Quinquenal en materia de acuicultura porque, dijeron, eran incompatibles con el propio ciclo reproductor de algunas especies marinas afectadas. La respuesta fue un artículo en la revista Okhrana Prirody (La Conservación de la Naturaleza) en la que se acusaba a estos científicos de defender la teoría (por otra parte, absolutamente cierta) de que no existen diferencias para las especies marinas cuando están administradas por el capitalismo o el comunismo.

Todos estos procesos cristalizaron, entre 1928 y 1931, en un proceso que se conoció como Revolución Cultural; denominación que, la verdad, ha quedado eclipsada en la Historia por el que se produjo con el mismo nombre en China algunas décadas después. Anatoli Vasilievitch Lunacharski, al frente del Comisariado de Educación, tenía ya en marcha una auténtica cruzada contra el analfabetismo; pues, veramente, si algo hay que reconocerle al comunismo es que siempre ha tenido entre ceja y ceja el objetivo de que la gente sepa leer. Fue en esta revolución cultural, sin embargo, cuando este primer objetivo, hondamente deseable como os digo, viró en una dirección ya no tan guay. Por medio de los trabajos de Lunacharski se metió Alexander Ivanovitch Krinitsky, a quien ya conocemos. Krinitsky era un precedente de Konstantin Ustinovitch Chernenko, esto es, un funcionario del Partido dedicado a los temas de propaganda, es decir, a poner a parir el trabajo de los demás y, en todo caso, hacer que los demás hiciesen. Krinitsky es el padre de la idea de que la culturización no debe consistir en enseñar a la gente a leer para que lea lo que le pete; sino para que lea lo que tiene que leer, no sé si me explico. Así las cosas, el PCUS inició una purga tanto de estudiantes como de profesores que considerase demasiado burgueses. Una vez más, el parecido con esas mismas políticas relacionadas, por ejemplo, con el uso de una lengua autonómica oficial en el aula, es bastante claro.

En la práctica, todo esto tenía que ver con la creación de una nueva base social: la de los proletarios al mando. Éste de los últimos dos o tres años de la década de los treinta fue El Gran Trile del régimen soviético. El momento en que el PCUS en general, y Stalin muy en particular, le vendió a Iván Soviético la idea de que debía entregar todo el poder y toda la soberanía a una pequeña elite de bolcheviques que se lo habían ganado por los muchos años que habían pasado estudiando y absorbiendo conocimientos y prácticas sobre en qué consiste exactamente ser un dirigente proletario. En realidad, todo lo que querían aquellos tipos era que alguien les pagase el vodka y las putas de por vida a cambio de tocarse los huevos y asistir a reuniones interminables donde se hablaba de todo y no se resolvía nada. Pero eso, claro, el ciudadano soviético nunca lo supo, aunque hay que reconocer que desde mediados de los sesenta del siglo XX lo intuía.

Para crear esa super-clase de personas sobradamente formadas y devotas comunistas, el régimen realizó uno de sus mayores éxitos estratégicos, algo que mesmerizó a los soplapollas de siempre durante décadas: la apertura de la educación técnica superior. Veramente, en la URSS de Stalin y posterior cualquiera podía ser ingeniero. De hecho, las facultades admitían alumnos con criterios sociales, es decir, tendían a aceptar antes a los que eran de origen más humilde. En 1927 había 160.000 estudiantes superiores, y la cifra era de 470.000 en 1932.

Lo que nunca entendieron (o, si lo entendieron, no lo quisieron entender) los hagiógrafos presentes y posteriores del estalinismo, es que esa política primaria de impulsión de la enseñanza y la profesionalidad se hizo negando todo lo que no fuese comunista y persiguiéndolo con saña. El modo comunista de contemplar las relaciones económicas, sociales y culturales no se impuso por su pretendida superioridad; sino por la superioridad de las estructuras policiales y judiciales del país. La URSS que terminaba la tercera década del siglo y comenzaba la cuarta (esa cuarta década que tantas sorpresas acabaría deparando para tantos que, en el momento que relatamos, estaban convencidos de la construcción del comunismo, y de formar parte de ella); esa URSS, digo, era una nación en plena limpieza ideológica de todo lo anterior. Un proceso que tuvo dos grandes objetivos: por un lado, Andrei Platonovitch Klimentov, escritor; y, por otro, el ya mencionado Yevgueni Tarle, historiador.

3 comentarios:

  1. Jaime Florez Martinez1:20 p.m.

    ¿Vas a hablar en esta serie de Lysenko?

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    1. La verdad es que no, lo siento

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    2. Lysenko casi merece una serie propia, especialmente su enfrentamiento con Sájarov.

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