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Exactamente igual que los diputados, todo funcionario público tenía la obligación de jurar fidelidad al presidente. Esta norma causó una cascada de protestas en la universidad, donde fueron muchos los catedráticos, decanos y rectores que dimitieron para no tener que prestar dicho juramento. Pero eso no parará a Fortoul, el ministro de Instrucción Pública. Mediante decreto, obliga a los profesores de facultad a someter a aprobación sus planes de estudio y de clase. De hecho, el ministro, que tenía un porte y una filosofía híper conservadora, llegó al punto de prohibirle a los profesores llevar barba, por considerarlo propio de personas revolucionarias.
La obsesión de todo gobierno que sabe que está poniendo en peligro la libertad de su pueblo es mejorar su bienestar material para, así, establecer una especie de transacción oculta. Luis Napoleón no será una excepción. Para empezar, como lucha básica contra el paro, el presidente decide abordar todo un ambicioso plan de construcción de líneas de ferrocarril, cuyas dos principales protagonistas son la línea París-Lyon y la línea París-Estrasburgo (nada esta vez tampoco para vosotros, extremeños); pero que también incluye el trazado de otras varias hacia las ciudades industriales del norte del país. Asimismo, también impulsa la creación de una red telegráfica.
En el mundo agrícola, tan importante en aquellos tiempos, la presidencia impulsa la creación del Crédit Foncier; asimismo, se reviven e impulsan los montes de piedad y las sociedades de socorros mutuos.
El gobierno y las finanzas en general del país, sin embargo, están en gravísimo peligro. Por esto mismo, el presidente no tiene más remedio que tomar la medida que acaban tomando siempre los políticos manirrotos: embargar parte de los ahorros de los ciudadanos, de una manera o de otra. En el caso de aquella Francia, el decreto de presidencia fija que las rentas vitalicias que se están pagando en ese momento al 5% pasarán a pagarse al 4,5%; lo cual, en la práctica, quiere decir que los rentistas franceses, o se suicidan algún año antes de cuando tenían previsto morirse, o, directamente, pasan a recibir menos de lo que se les prometió por sus costosos ahorros. La medida provoca una crisis bursátil que sólo se solucionará con un rescate masivo llevado a cabo por varios bancos.
El 29 de febrero de 1852 se celebran las elecciones al Cuerpo Legislativo. Unas elecciones controladas en toda Francia por la tupida red de prefectos que ha tejido Persigny y que, como consecuencia, le dan una victoria sin ambages al oficialismo. De 261 diputados que se eligieron, sólo 8 pertenecían a la oposición: cinco monárquicos y tres republicanos. Entre ellos, probablemente las dos figuras más señeras son Cavaignac y Carnot.
El príncipe, por lo demás, a esas alturas del año no había designado nada más que 72 senadores de los 150 que tenía derecho. Al frente de esta institución coloca al emérito Jerónimo. Pierre Baroche, por su parte, presidirá el Consejo de Estado. Se nombra una especie de ministro de Relaciones con las Cortes, en la persona de François-Xavier Joseph de Casabianca. Pero no os creáis: Casabianca, en realidad, es ministro de Relaciones Exclusivas con las Cortes, puesto que es el único ministro que comparecerá ante el Cuerpo Legislativo, que carece de poder para convocar o llamar a cualquier otro.
El 29 de marzo, el presidente reúne a los senadores y diputados en las Tullerías. Allí, Napoleón vino a decir que la restricción de libertades que le había llegado al país en cascada en las quince semanas anteriores era algo que había tenido que hacerse para garantizar la paz pública y que, en consecuencia, cuando la calma regresase (bueno, más precisamente: cuando él considerase que la calma había regresado) esas libertades, tal vez, se podrían recuperar. Luis Napoleón, pues, fue un poco precursor de los dictadores comunistas en esto de prometer un futuro de luz y color que nunca llega, pero para cuya procura te tienen a ti echando el bofe cada día.
La Constitución del segundo Napoleón era tan peripatética que ni siquiera le concedía al Cuerpo Legislativo el derecho de nombrar a su presidente; ello, como ya os he dicho, a pesar de que las posibilidades de que saliese nombrada cualquier persona mínimamente crítica con el gobierno eran nulas. Al presidente del Cuerpo Legislativo lo nombraba (cómo no) el Kim Jong Un francés; y Napoleón quería a Morny en el puesto. Sin embargo, como siempre ocurre, la victoria del régimen había iniciado ya ese proceso de codazos en lo más alto del poder que es inevitable que se acabe produciendo. Morny tenía dos grandes enemigos en el gobierno napoleónico, que eran Maupas y, sobre todo, Persigny; ambos se trabajaron al presidente para convencerle de que nombrarlo no era la mejor de las ideas. Así fue como consiguieron el nombramiento de Adolphe Augustin Marie Billaut, un protegido del emérito Jerónimo, que ya había sido diputado en tiempos de Luis Felipe.
El 30 de marzo, el Cuerpo Legislativo abrió su primera sesión en el Palais Bourbon. La gran novedad de la sesión fue que los tres diputados republicanos: Cavaignac, Carnot y el lionés Jacques-Louis Hénon, se negaron a realizar el juramento de fidelidad al presidente. Así que fueron declarados dimisionarios.
Los republicanos, por lo tanto, fueron emasculados del Cuerpo Legislativo; lo cual, en cualquier caso, tampoco era gran cosa, pues aquel parlamento era un parlamentillo. En todo caso, la oposición a Napoleón se resquebrajó pronto. En aquella Francia, la verdad, y a pesar de las demostraciones revolucionarias callejeras que hemos visto, la oposición realmente eficiente era la oposición monárquica. Los monárquicos tenían dinero, tenían prestigio, tenían posición, tenían carisma y tenían candidatos claros. Sin embargo, su gran problema, que nunca fueron capaces de superar, fue su división entre orleanistas y legitimistas. Estos últimos, los de perfil claramente más conservador, decidieron muy pronto colaborar con el régimen de Napoleón. En realidad, la cosa tenía su lógica. Ellos, que no eran, como los orleanistas, partidarios de una monarquía de corte más o menos liberal y constitucional, encontraron en aquel régimen un buen trasunto de lo que ellos defendían, aunque no fuese bajo el mando del rey que querían. Su posición, por lo tanto, se asemejó bastante a la posición de la mayoría de los monárquicos españoles en los primeros años de la dictadura de Franco tras la guerra civil. El jefe no era su jefe; pero el mando sí que lo era.
Otro gran apoyo indudable del régimen fue la Iglesia. La Iglesia francesa siempre ha mandado mucho, y sigue mandando. De hecho, la Iglesia francesa ha sido históricamente tan poderosa que su gran idea ha sido siempre obtener, si no la independencia, sí, desde luego, la autonomía frente al Vaticano. Las Iglesias fuertes son el resultado de haber tenido que luchar denodadamente por su posición. La Iglesia española es una Iglesia fuerte porque España se ha forjado, entre otras cosas, desde la labor histórica de expulsar al moro. En el caso de Francia, nosotros, los que no somos franceses, creo que no podemos hacernos una idea de hasta qué punto Francia ha corrido varias veces en su Historia el peligro (peligro desde un punto de vista arzobispal, entiéndase) de dejar de ser católica. Primero, con los albigenses, rebelión ésta cuya magnitud no cuesta valorar en los tiempos presentes. Y, después, con los hugonotes. La Iglesia francesa, como la española, ha tenido que sudar mierda para imponerse; y, precisamente por eso, una vez que se ha impuesto, considera esa posición como algo inmanente (Deus vult) y que no se puede, ni se debe, someter a discusión. En las librerías de viejo francesas, os lo puedo atestiguar en primera persona, para encontrar un libro que merezca la pena hay que pasarse horas escarbando en medio de una tupida farfolla de biblias, devocionarios, libros de horas, vidas de santos, vidas de la Virgen, de la hueva. En la Francia del siglo XIX, mientras la Iglesia, a escala mundial por así decirlo, comenzaba a resignarse a la idea de que tendría que aceptar una pérdida muy significativa de su poder, la Iglesia local francesa rechazaba esa idea hasta en el menor de sus adarmes. La Iglesia francesa, en mucha mayor medida, diría yo, que la española, se consideraba, en la atmósfera contrarrevolucionaria, a controlar y definir la vida ética del francés; y esto, y no otra cosa, es lo que Luis Napoleón le brindó. Tendrían que haber sido gilipollas para ponerle la proa.
El 28 de julio, el presidente rehízo su gabinete. Aquille Fould, que había sabido jugar sus cartas, sustituyó a Casabianca, y Drouyn de Lluys sustituyó a Turgot en el ministerio de Asuntos Exteriores. Pero, en realidad, el puesto de verdadero jefe de gobierno no cambió, y siguió en manos de Persigny. Inmediatamente después, aprovechando el verano, el presidente realiza una visita a los departamentos del centro del país y del Midi, y cuando finalmente regrese a París será recibido triunfalmente por las calles.
El Senado se reúne el 4 de noviembre para reformar la Constitución. Todo ha sido muñido por el abogado Raymond-Theodore Troplong, quien ha impulsado un senado-consulto cuya conclusión será que la Constitución debe restablecer la dignidad imperial, y concedérsela a la familia de Luis Napoleón de manera permanente. La propuesta sólo recibe un voto en contra: el de Narcisee Vieillard, un político que había apoyado decididamente a Luis Napoleón en el golpe de Estado y que había recibido un sitial senatorial como recompensa, pero que había ido extrañándose progresivamente del régimen y acercándose al republicanismo. El 21 de noviembre se convoca un plebiscito para confirmar la decisión del Senado.
La convocatoria provoca un escándalo internacional, provocado, con toda la razón, por los republicanos exiliados. ¿Qué clase de consulta es ésa? El conde de Chambord, que en ese momento tiene unas aspiraciones muy altas a llegar a ser rey de Francia, también protesta vivamente y provoca la dimisión de dos diputados legitimistas: Vicent Paul Marie Casimir Audren de Kerdrel y el barón de Calvière.
Como no podía ser de otra manera, el pueblo francés avala la decisión del Senado por 7.824.000 votos a favor y 253.000 en contra. Pero, ojo: hay más de dos millones de abstenciones. En la noche del 1 de diciembre, los senadores, consejeros de Estado y diputados, escoltados por soldados llevando antorchas, parten en carrozas hacia Saint-Cloud, a saludar al emperador. Napoleón, en efecto, había comprado un castillo, el de Villeneuve-l'Etang, allí en Saint-Cloud. Al posesionarse del castillo, una de las primeras órdenes de Napoleón fue ordenar la demolición del muro que separaba el castillo del pueblo. Sus cercanos se lo desaconsejaron. En el futuro, le dijeron, si hay algún tipo de disturbio en el pueblo, el castillo estará a su disposición. Él contestó, más o menos: a mí, ese futuro no me concierne; yo viviré o moriré aquí.
Al día siguiente de la recepción de Saint-Cloud, aniversario de Austerlitz y también del golpe de Estado, Napoleón entró en París. Para entonces, ya todos los franceses saben que ha decidido adoptar el nombre de Napoleón III, una manera de declarar que, en su opinión, el rey de Romanos o, como lo conocían los franceses, El Aguilucho, había sucedido legalmente a su paspas y, consecuentemente, él no podía ser el segundo Napoleón, sino el tercero. Su primer decreto es para declarar una amplia (pero no completa) amnistía.
El gobierno fue mantenido en sus miembros, y los poderes del Senado vitalicio fueron incrementados. Por ejemplo, quien ya era Napoleón III le concedió a sus amigos de designación directa el poder de reformar los tratados de comercio y de ordenar todos los trabajos considerados como de utilidad social.
Todo esto tuvo como consecuencia que el Cuerpo Legislativo, en realidad, perdiese prácticamente todas las atribuciones que le quedaban. Eso sí, se aprobó una compensación a sus miembros de 2.500 francos al mes durante los periodos de sesiones, muy en la línea siempre de la actuación de Napoleón, que trataba de hacer olvidar siempre la falta de libertad con mejoras personales y económicas.
En Europa, la proclamación del Imperio francés no provocó sorpresa, pero sí inquietud. El camino de Luis Napoleón estaba trazado, como poco, de meses atrás, y había que ser un lerdo para no verlo. Pero eso no quitaba que las potencias europeas, y notablemente las más conservadoras, fuesen bien conscientes de que la pax europea que habían diseñado se asentaba, en buena medida, en una Francia que estuviese tranquilita en el ámbito internacional. Francia, en 1850, es, pues, un poco la Alemania de 1945. Así las cosas, las cancillerías conservadoras comprendían que Francia “algo tenía que hacer” con la tensión revolucionaria. Pero, al mismo tiempo, eran conscientes de que al emperador le podía dar por volver a la escena geopolítica europea.
Y no se equivocaban.
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