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Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
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Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
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¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
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Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
De entre todos los partidos políticos que se crearon para afrontar las elecciones de 1990, el más importante fue el Forum Democrático Húngaro, un movimiento que en realidad ya existía desde 1987 y que en las elecciones se llevó el 42,7% de los sufragios. Tras las elecciones se alió con el Partido de los Pequeños Propietarios y con los Cristiano Demócratas, con los que construyó una comodísima mayoría parlamentaria. Esta mayoría impuso a Arpad Göncz como presidente de la República, y a Jozsef Antall como primer ministro.
Antall fue el verdadero arquitecto de la nueva Hungría. En los cuatro años que gobernó, abordó la reforma de la Constitución, que convirtió el país en una democracia parlamentaria. Esta evolución húngara, que como vemos fue muy rápida, fue aceptada como un fait accompli por Gorvachev. De hecho, el secretario general del PCUS valoraba muy positivamente lo que estaba pasando. Permitir la evolución de Hungría sin invadirla ni amenazarla era notablemente valioso para él a la hora de lanzar al mundo el mensaje de que él no era Beznev, mucho menos Stalin. Además, es posible que Gorvachev pensase que Hungría le ofrecía un modelo de lo que se podía hacer en la URSS. Un análisis, como muchos de los suyos, excesivamente superficial, que olvidaba dos elementos fundamentales: el primero, que Hungría era un país étnica y culturalmente homogéneo, cosa que la URSS no era; y, dos, que, de nuevo, como en Polonia, las elecciones de 1990 no eran el final de nada, sino el principio de un proceso cuyo final más lógico era la desaparición total o casi total del comunismo. De hecho, dudo mucho que Gorvachev, cuando haya visto qué ha pasado en países como Polonia o Hungría ya en el siglo XXI, países gobernados por fuerzas ultraconservadoras que gozan de amplísimo apoyo popular, haya podido decir que eso que ha pasado es lo que él había previsto que pasaría.
Ciertamente, el responsable de la URSS tenía una carta a su favor, y es la escasa euforia con la que, en Europa occidental, se miraban los cambios tras el Telón de Acero. Europa es un caso históricamente muy curioso, dado que sus países o por lo menos algunos de ellos, considerados individualmente, han sido verdaderas potencias diplomáticas, capaces de desplegar políticas exteriores de excelencia; pero, sin embargo, todas ellas juntas en ese meconio que llamamos Unión Europea, son una puta mierda.
Europa, que llevaba décadas llenándose la boca con que a ver qué día llegaba la liberación de los ciudadanos de los países satélite respecto del yugo comunista, se acojonó bastante con las perspectivas que surgieron de repente en torno a la ruptura del statu quo geopolítico en la zona. A todos les parecía muy bien que todo el mundo evolucionase hacia la democracia y tal y tumba; pero, en realidad, les inquietaban las consecuencias.
La conversión de Hungría en una república pluripartidista y cada vez más democrática planteaba el problema de que, ahora, el bloque comunista pasaba a tener una frontera: la. frontera austro-húngara, que en realidad no podía controlar. De hecho, en el mes de agosto de 1989, en lo que es la verdadera caída del Muro, varias compañías de soldados húngaros se presentaron en la frontera y comenzaron a cortar y desmantelar los kilómetros de alambre de espino que la trufaban. A partir de ahí, el problema: puesto que un ciudadano de un país comunista podía moverse libremente dentro de este grupo de naciones, ahora cualquiera que quisiera pasar a Occidente, todo lo que tenía que hacer era irse de vacaciones a Hungría. Esto era muy especialmente predicable de los alemanes del Este, claro, que ahora tenían a tiro de lapo largarse a la RFA.
¿Y Checoslovaquia? Como ya hemos visto en este blog, el país había vivido un proceso relativamente parecido al húngaro en 1968; con el problema, claro, de que entonces mandaba Breznev en Moscú, y no se anduvo con miramientos. Desde entonces, el país había estado formalmente tranquilo. Sin embargo, en enero de 1989, un estudiante, Jan Pallach, se había inmolado en la plaza Wenceslao. Poco tiempo después se creó la Carta 77, un movimiento dirigido por Jiri Hajek, Jan Patocka y Vaclav Havel. Carta 77 tenía un objetivo fundamental a corto plazo, que era introducir dentro de las conclusiones del Acta de Helsinki, la conferencia de paz que se estaba celebrando, los muchos atentados a los derechos humanos producidos durante la represión soviética de la Primavera de Praga del 68.
En realidad, ya desde 1988 se estaban produciendo manifestaciones de variado tipo en Checoslovaquia; el Estado respondía con detenciones, pero los activistas que iban al maco eran rápidamente sustituidos por otros. A pesar de ello, Checoslovaquia todavía era, al llegar aquel año fundamental de 1989, un país que se enorgullecía de formularse como un país de total fidelidad comunista. Esto, sin embargo, cambió muy pronto.
Lo primero que pasó que puso en duda esta visión fue una manifestación monstruo convocada por organizaciones estudiantiles el 17 de noviembre de 1989. La disculpa formal para la manifestación fue conmemorar el 60 aniversario de otra rebelión estudiantil, en 1939, que fue fuertemente reprimida por los alemanes, que acabaron además por ocupar la Bohemia. Dos días más tarde, Havel y otros opositores fundan el Forum Cívico; pronto aparecerá un movimiento gemelo en Eslovaquia, el Pueblo contra la Violencia.
El Comunismo checoslovaco, acojonado, sacó de la caja fuerte el Libro de Petete Leninista para Situaciones de Crisis y, en el capítulo XII, leyó: “si la cosa se pone fea, llamar a Moscú”. Y eso hicieron. Pero, claro, allí les contestó un señor calvo que les dijo que él ni era Breznev ni podía serlo, así que más valía que se lamiesen solos sus pelotas.
Así las cosas, a los comunistas no les quedó otra que afrontar una represión generalizada que, ellos lo sabían bien, provocaría una reacción inmediata en ese Occidente al que le debían toneladas de pasta y sin el cual ya no podían vivir; o negociar. Así que negociaron.
Del 26 de noviembre al 9 de diciembre se celebraron las sesiones de la mesa redonda convocada, donde se acuerda la constitución de un gobierno abierto a la oposición. Gustav Husak abandonó la presidencia del Estado en favor de Vaclav Havel, mientras que Peter Pithart era primer ministro en Praga y Jan Carnogurski en Bratislava. Como gesto más importante como tal, Alexander Dubcek, el hombre de la Primavera de Praga, fue elegido presidente del Parlamento.
Todo esto se pactó en los despachos. Pero hacía falta cambiar la legalidad para convertir todo aquello en algo permanente. Pero, además, Havel, que es un extraño caso de político de altura con un nivel cultural encomiable, quería realizar otros movimientos importantes. Por ejemplo, se empeñó en colocar en el debate político, y de opinión pública, checo, la cuestión del comportamiento respecto de los alemanes sudetes que hubieron de trasladarse a Alemania. De esta manera, reconociendo que se habían producido violencias contra los miembros de este colectivo, Havel, más que darle la razón a Hitler, lo que buscaba era un acercamiento con Alemania; que era la manera más directa de occidentalizar Checoslovaquia.
Con todo, el tema más gordo que tuvo que afrontar el nuevo presidente checoslovaco era el de Eslovaquia. Havel era consciente de que a los eslovacos la larga noche comunista no les había liberado de sus ambiciones nacionalistas; por eso, abogó porque la nueva Constitución del país se basase en un verdadero Estado federal y que el propio país cambiase de nombre; aunque, en principio, todo iba de dejar de ser la República Socialista Checoslovaca para pasar a ser la República Checoslovaca a secas. Los eslovacos se opusieron, argumentando, yo creo que con razón, que esa denominación no dejaba de ser recalentar en el microondas la que se le dio al país en 1918, tras la Gran Guerra: esto es, lanzar el mensaje de que el nuevo Estado seguiría siendo un momio centralista. Por ello, se optaría finalmente por República Federal Checa y Eslovaca. Y de las JONS.
Havel, creo yo, siempre fue consciente de que los eslovacos se irían. Pero su gran retribución histórica fue darse cuenta, y llevar a cabo, de la necesidad de que ese paso quedase, de alguna manera, aplazado hasta que se completase otro previo, centrado en la conversión total del Estado comunista en un Estado democrático. Pero, claro, como los eslovacos tenían prisa, eso suponía que la metamorfosis estatal tenía que ser muy rápida.
Con todas las cosas que estaban pasando en Polonia, Hungría y Checoslovaquia, la verdad, la principal preocupación en el Kremlin era Alemania. Ni qué decir que este país, desde el momento mismo en que Hungría había abierto la frontera austríaca, estaba en plena ebullición. En la práctica, como ya os he dicho, esta decisión abría un boquete en el Muro de Berlín que los arquitectos del mismo, además, no podían cerrar. En aquel año de 1989, 400.000 alemanes cruzaron al otro lado a través de Austria. El jefe del Estado alemán, Erich Honecker, otro vieja guardia, estaba de los nervios con lo que estaba pasando en algunos de los países de su entorno, y flipaba, sobre todo, con la pasividad soviética respecto de todo ello. Honecker, junto con el líder comunista búlgaro, Todor Jivkov, se había convertido en la última esperanza roja del montaje de Stalin.
En julio de 1989, el Consejo Consultivo del Pacto de Varsovia, la OTAN Roja, se reunió en Bucarest. Allí, los líderes comunistas de los países que no estaban abordando procesos reformistas se juramentaron para tratar de convencer al Kremlin de algo que veían con claridad: que el comunismo estaba en peligro (porque para esos tipos, claro, que el comunismo estuviese en peligro era un problema). Le pidieron a Gorvachev que diera un golpe encima de la mesa: ¿no tendrás por ahí diez o doce divisiones de blindados que te sobren? Pero el camarada secretario del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas permaneció impasible el alemán. Sus hagiógrafos nos venderán que no quería hacer nada; otros pensarán, entre ellos el que esto escribe que, en realidad, no podía. Que había escogido un camino, y ahora no iba a cambiarlo; por mucho que, es cuando menos mi sospecha, todo aquello, que tal vez él había llegado a pensar que sería un proceso de perestroika más o menos controlado, se le estaba yendo de las manos.
Ciertamente, en 1989, la URSS no podía responder ya con una solución militar. En 1956, la URSS todavía no había gastado en Occidente todo el crédito obtenido a base de poner encima de la mesa 25 millones de muertos para vencer a Hitler. En 1968, unos Estados Unidos enfangados en Vietnam que ya comenzaban a comprender que su futuro pasaba por entenderse con China y, cuando menos parcialmente, con la propia URSS, no estaban en posición de acudir en ayuda de los checos; conscientes, sobre todo, de que en aquella década de los sesenta del siglo XX, que vivía literalmente de los nervios con la perspectiva de una guerra nuclear multinacional, cualquier movimiento habría generado la histeria colectiva. Pero 1989 no era ya ni 1956 ni 1968, porque Occidente tenía dos triunfos en la mano: el primero, la superioridad militar, derivada sobre todo de la Iniciativa de Defensa Estratégica que Gorvachev había hecho todo lo posible por desmantelar; y, en segundo lugar, pero no por ello menos importante, la enorme dependencia económica de los países socialistas respecto de los préstamos procedentes, al fin y a la postre, de Occidente. Washington podía responder a cualquier sacada de pies del plato por parte de Moscú enviando a la URSS al general Miseria.
Algunas semanas antes de la reunión del Pacto de Varsovia, Gorvachev había estado de visita oficial en Bonn; para Honecker, aquello había sido poco menos que un anatema. Todo el mundo percibía que el sueño húmedo alemán: su reunificación, parecía estar cada vez más cerca. De hecho, el canciller occidental, Helmut Kohl, cada vez hablaba de ello con más liberalidad. Gorvachev se había dado un baño de masas en Bonn; si en Moscú la gente lo recibía más bien con indiferencia, y de haber visitado según qué rincón de la URSS tal vez le habían dado un botellazo, en la entonces capital de la RFA paseó por las calles mientras la gente lo jaleaba como si fuera Cristiano Ronaldo. Los alemanes habían decidido creer que la perestroika les traería su reunificación, algo a lo que nunca habían renunciado. Hay que entender que, hasta que se produjo la reunificación, en las RFA hubo periódicos que jamás, y jamás es jamás, utilizaron la denominación “República Democrática Alemana”, refiriéndose a ese país con el indicativo “Alemania Oriental”.
En octubre de aquel mismo año, fue Kohl quien visitó Moscú.
Es muy fácil, sin embargo, dejarse llevar por el devenir de los acontecimientos que sabemos que se produjo, para imaginar que ésos eran los planes de Gorvachev. Pero, la verdad, no lo eran. Una de las funciones principales, si no la principal, de estas notas, es explicaros por qué pienso que casi nada de lo que pasó en aquellos años tan cruciales: ni la caída del Muro, ni la evolución de los países socialistas, ni la disolución de la RDA, ni la construcción de la animadversión ruso-ucraniana, ni la secesión lituana, ni los problemas en el Cáucaso; nada, o casi nada, ocurrió como Gorvachev creía que ocurriría. Gorvachev, es una imagen que ya he usado muchas veces, aparece ante mí, y creo que ante la Historia, como ese científico que sabe lanzar una reacción nuclear, pero no sabe pararla. Él mismo dice en sus memorias que en aquellos días, cuando coloquiaba con Kohl, no creía en la reunificación alemana. Estaba totalmente convencido de que la RDA era un elemento histórico europeo de primer nivel y que, por lo tanto, su sociedad la haría permanecer en el tiempo, pasara lo que pasara. Esto viene a demostrar que Gorvachev nunca entendió bien la perestroika, ese fenómeno que él mismo lanzó. Porque, ya lo he escrito, no sólo era un hombre de formación marxista, sino que era un hombre que no había rechazado lo aprendido.
Erich Honecker, ese señor que encontró refugio en el Chile de Pinochet sin que nadie se escandalizara... solo lo justito...
ResponderBorrarEborense, estretegos