miércoles, junio 16, 2021

Watergate (9): A situaciones paranormales, aficiones paranormales

   ... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica

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El 26 de septiembre, el comité Ervin se enfrentó a su último testigo. Éste fue uno de los hombres más cercanos a Nixon, Patrick J. Buchanan, que había trabajado para él escribiéndole discursos y, sobre todo, preparándole cada mañana un informe con lo publicado por la Prensa. En el testimonio, los estadounidenses aprendieron que Buchanan, buen conocedor de las consecuencias que podían tener los contenidos Watergate frente a la opinión pública, le había aconsejado a su jefe que hiciese una hoguera en el jardín de la Casa Blanca y quemase todas las cintas. Buchanan, además, fue el primer hombre del presidente que explicó la verdadera función del escándalo Watergate. Normalmente, las gentes desinformadas suelen decirte que el Watergate fue una estrategia para conocer los planes del Partido Demócrata frente a las elecciones. Pero no es así. En realidad, el Watergate era una estrategia que buscaba desacreditar a todos los candidatos demócratas salvo uno: George McGovern. Esto, maquinaron los estrategas del Watergate, colocaría a Nixon frente a un candidato viable y, además, enfangaría a los demócratas en constantes peleas intestinas.

Diversos memorandos firmados por Buchanan que se conocieron como aperitivo a la comparecencia en sí misma demostraban que Buchanan estaba en eso desde el año 1971. Los papeles dejaban claro que, al contrario de lo que finalmente han terminado por creer muchos, el objetivo no era McGovern, sino candidatos como el senador Edmund Muskie, que los estrategas de Nixon consideraban capaz de unir al partido detrás de él si llegaba a las primarias en una situación suficientemente cómoda. Todos los esfuerzos, pues, lo fueron de eliminar de las primarias a los candidatos más centristas.

Buchanan, en cualquier caso, se presentó ante el comité con una declaración por la que pasaba a la ofensiva, afirmando que él nunca había ordenado espionaje alguno sobre los demócratas y que no tenía conocimiento de ningún sabotaje político. Todo lo que se había publicado, dijo, eran pruebas de una campaña de reelección competitiva y que, según su visión, Nixon había ganado limpiamente. Cuando los parlamentarios lo colocaron ante los hechos ya prácticamente conocidos de que había montado manifestaciones supuestamente espontáneas contra los demócratas, de que había montado presuntos comités de apoyo a los demócratas que en realidad buscaban perderlos, o de que había incrementado artificialmente las posibilidades de la candidata negra Shirley Chisholm, lo admitió todo; pero sin asomo de vergüenza. Para él, todo eso eran triquiñuelas de estratega listo, las típicas herramientas de un Iván Redondo de la vida.

También le sacaron documentación sobre una nota escrita por Colson destinada a Bob Haldeman, en la que se abogaba por montar desde la Casa Blanca una campaña de Prensa contra la CBS; otra de Magruder en la que se abogaba por reclutar a propietarios de estaciones independientes que amenazarían a la NBC con darse de baja si determinados comentaristas no abandonaban su tono anti Nixon.

Aquel mes de septiembre, sin embargo, pasaron otras cosas. Finalmente, la tensión acumulada en Oriente Medio acabó por hacerse presente y, en el día del Yon Kippur, 800 tanques de fabricación soviética cruzaron los pontones del Canal de Suez. A continuación, unas 70.000 tropas de infantería comenzaron a atacar a Israel, en diferentes oleadas. Con misiles tierra-aire, también soviéticos y de última generación, Egipto puso contra las cuerdas a la defensa aérea israelí, que se tenía por inexpugnable (entre otras cosas, porque en 1967 había barrido en menos de dos horas a la aviación egipcia, que no pudo ni despegar).

Había comenzado la cuarta guerra en Israel desde la creación de dicho Estado. Sheik Amid Fahan, el mayor líder religioso de Egipto, declaró la yihad o guerra santa contra los judíos, lo que suponía que cualquier musulmán del mundo era llamado a colaborar con la agresión. Irak y Túnez prometieron inmediatamente que responderían al llamado.

En Estados Unidos, comenzaba la fama de los OVNI o, como dicen los angloparlantes, UFO. Dos hombres de Pascagoula, en Mississippi, dijeron haber visto una nave en el cielo, alargada como un cigarro puro y con luces azules, que les había arrastrado junto con su tractor. Después de eso, unas bestias de las que recordaban que tenían pezuñas o algo parecido, los capturaron y comenzaron a hacer experimentos con ellos: había nacido el mito de los abducidos. Una encuesta de Gallup señaló que el 51% de los estadounidenses creía en la vida extraterrestre.

En las librerías, lo más vendido, de lejos, eran dos libros, The Gods from outer space y Chariots of the Gods, ambos escritos por un inteligente autor, Erik von Daniken, que sostenía la teoría de que unos dioses antiguos habían construido las pirámides de Egipto, Stonehenge, las esculturas de la Isla de Pascua y el Primark de Gran Vía. Ambos tomitos competían fieramente con otro clásico, The Bermuda triangle, un libro que construía un misterio en torno a un espacio marítimo en las Bermudas en el que, supuestamente, todo el que entraba desaparecía; y que sostenía que el viejo continente de la Atlántida tenía que ver con todo aquello. Un banco californiano, El Savings Mutual Bank, tuvo la brillante idea marquetiniana de no ofrecer sartenes por abrir una cuenta, sino la oportunidad para el impositor de tener una charla con algún sedicente experto en hipnosis, acupuntura, sensibilidad vegetal, designado por Leah Caverhill, un chavalote que entonces presidía la National Academy of Applied Awareness, una especie de vidente o divulgador de paranormalidades que se hacía publicidad diciendo que había predicho el Watergate un año antes de que se conociese.

También en Los Ángeles, una neurosicóloga llamada Thelma Moss “inventó” una técnica que se llamó Fotografía Kirlian, que era capaz de capturar el aura eléctrica de las cosas y las personas, reflejando su estado de ánimo y sus enfermedades. Hay que decir que esta personaja iba por la vida sacando pecho porque, ciertamente, nada menos que la famosérrima UCLA le había permitido abrir un laboratorio para estudiar la percepción extrasensorial, los poltergeist y la telepatía y, de hecho, un boletín muy serio, como era el Behavioral Neuropsychiatry, le publicó un artículo. Y es que a veces, algunas veces, es la propia ciencia la que se vuelve loca. Ya sé que es jodido asumir que el principio “hay un consenso científico sobre blablablá” puede ser el mero fruto de la moda; pero a veces, repito, lo es. Los científicos no son ni mejores personas, ni mejores profesionales, que los conductores de autobús. De hecho, como muchos de ellos manejan mucho más dinero, en realidad son mucho peores.

Siguiendo toda esta estela, la segunda mitad de 1973 fue el momento en que se hizo definitivamente famoso un paranormalista israelí llamado Uri Geller, que salió en The Tonight Show (en España, en el programa de José María Íñigo) diciendo que podía doblar cucharillas con la mente (aunque, eso sí, el día que salió le tuvo que decir a Johnny Carson que estaba un poco débil y que por eso había algunas cucharillas que no se habían doblado). Para que veáis lo confiable que es la ciencia, la prestigiosa revista Nature, que ya le vale, publicó un artículo de dos físicos, que ya les vale, afirmando que Uri Geller podría poseer la habilidad “de recibir y enviar información de una manera diferente de la que los sentidos normales”. Los editores tuvieron que reconocer que varios de los peers que habían hecho la revisión previa del artículo lo habían encontrado, ellos lo dijeron con otras palabras pero aquí utilizaremos las adecuadas, una puta mierda. Sin embargo, se escudaron en el hecho de que juzgaron que todos esos críticos del texto estaban embutidos en el mismo tipo de “paradigmas lineales limitados” de las personas que sólo confiaban en los sentidos humanos clásicos.

Se publicó un libro titulado Predictions for 1974, una compilación de predicciones de supuestos expertos en lo paranormal que, supongo que para que sus padres, abuelos y vecinos no los corriesen a hostias, normalmente firmaban con seudónimo. Si os podéis hacer con un tomito de segunda mano, yo os lo recomiendo. Incluye predicciones como que en 1974 un OVNI y un submarino del ejército americano chocarían en el área de las Islas Aleutianas, o que Dean Martin sufriría problemas con su nariz (una predicción que tal vez jugaba con la ventaja de que alguno de los autores supiera qué es lo que solía hacer Martin con su nariz); o que una actriz en 1973 totalmente desconocida pero que a finales de 1974 era de fama mundial (habría que revisar a ver si hubo alguna así) debería todo su ascenso a las artes de brujería.

Con todo, la tesis fundamental de Predictions, para disgusto de esta actriz que aparentemente iba a conseguir la mansión en Beverly Hills en el tiempo de descuento, era que el mundo se iba a la mierda. Se vaticinaban muertes a cascoporro como consecuencia del frío (porque en 1973 y aledaños, colegas, hacia lo que avanzaba la Tierra, esa Tierra que contaminaba muchísimo más que ahora, era hacia una nueva era glacial); o muertes por un escape de gas nervioso en la costa de Florida. Langosta e inundaciones “como en las plagas de Egipto” (todos aquellos expertos conocían bien el poso cultural de base del americano medio), grandes inundaciones, incrementos del nivel del mar que inundarían todas las zonas costeras del mundo. Éste y el de la nueva era glacial era, de hecho, el consenso científico del momento. Todavía cuatro años después de lo que relato, en 1978, el maestro Robert Fripp grabaría una de sus mejores canciones, Here comes the flood, en su LP Exposure; y lo haría preceder por una pieza, Water Music I, en la que se escucha un trozo de una conferencia del científico y autor de libros espirituales John. Gondolphin Bennett, previendo una nueva edad de hielo que elevará el nivel del mar e inundará diversas ciudades, like London, Calcutta, and so on (los británicos, ya se sabe: mirando por lo suyo, el resto es so on). Here comes the flood es, de hecho, una canción apocalíptica, que no se sabe muy bien si va de las inundaciones o de un holocausto nuclear pero que, en todo caso, nos anuncia que we'll say goodbye/to flesh and blood, esto es, que avanzamos hacia el fin de la raza humana.

Habría racionamiento, rebeliones, ley marcial. El libro vaticina, en lo que se adelantó tan sólo 27 años, que “un gran rascacielos de Nueva York será golpeado por el desastre”.

En octubre, Stephen Wakefield, un tipo que había trabajado para la Secretaría de Interior, declaró públicamente que los EEUU estaban a punto de enfrentarse a una seria escasez de petróleo. “Estoy hablando”, dijo, “de muchos hombres sin trabajo, de muchos hogares sin calefacción, de muchos niños sin escuela”. El tema era un movidón. El Departamento de Agua y Energía de la ciudad de Los Ángeles predijo que para abril de 1974 se dispondría de una demanda insatisfecha de energía del 35%.

El 2 de octubre, mientras yo celebraba mi once cumpleaños, un comité que tenía que elegir a un obispo episcopaliano decidió votar usando papeletas y no el voto en voz alta. Los organizadores explicaron que, después de haber visto y leído todas las noticias sobre el Watergate, habían llegado a la conclusión de que no debían hablar de candidatos en voz alta, no fuese que la sala estuviese pinchada. Esa misma semana, Spyro Agnew habló ante una reunión de mujeres republicanas, ante las que no sólo afirmó su inocencia, sino que aseguró que no tenía intención de dimitir ni siquiera aunque lo imputasen. Fue imputado y, el 10 de octubre, dimitió.

Finalmente, Agnew, acorralado por las pruebas, había realizado una declaración de nolo contendere, que, la verdad, viene a ser prácticamente declararse culpable. A cambio, fue acusado de un solo cargo, bastante reducido, de evasión de impuestos. Recibió una sentencia de tres años, suspendida, y una multa de 10.000 dólares, que no sólo era menos que el delito fiscal que le había localizado el IRS, sino que era incluso menos de lo que había recibido de uno solo de los contratistas a los que había recibido en su despacho vicepresidencial para que le diesen sobres de pasta.

En su primera intervención pública tras haber dimitido, atribuyó su salida del gobierno a la “nueva moral Watergate”; esto es, la culpa no era suya por delinquir; la culpa era de quienes se emperraban en juzgarlo por ello.

En un instituto de estudios políticos era común realizar una encuesta a los estudiantes entrantes. Normalmente, el nivel de acuerdo con la frase normalmente, aquéllos que entran en política piensan más en ellos mismos y su bienestar, o el de su partido, que en el de los ciudadanos venía a ser ligeramente superior al 10%. Pero en la promoción de 1973 el nivel de acuerdo con la frase resultó ser del 94%. Éste era el gran cambio operado en la sociedad americana, un cambio que ha podido mostrar signos de corrección alguna vez pero que, de alguna manera, ya no le ha abandonado; y que, unido a los tristes retos incumplidos en materia económica y social que presenta el siglo XXI, cristaliza en eso que llamamos trumpismo. El estadounidense medio había dejado de creer en su gobierno. Aquello ya no era cuestión, únicamente, de melocotonear a un presidente; ésa era, tan sólo, una de las muchas cabezas de la hidra.

Uno de los grandes problemas del escándalo Watergate es haberse producido de forma casi simultánea al final de la guerra de Vietnam. En mi opinión, si el presidente que hubiese sido descubierto realizando actos anticonstitucionales lo hubiera sido con una adecuada fractura temporal respecto del momento en el que el orgulloso ejército estadounidense tuvo que irse de Hanoi con el rabo entre las piernas, la profundidad de la falla habría sido menor y más tratable. Pero para la sociedad estadounidense, el periodo temporal entre 1968 y 1973 es muy poco tiempo, apenas cinco años; y, sin embargo, es un periodo de tiempo en el que son muchas las virginidades que perdió el americano medio.

La caída de Spyro Agnew fue el penúltimo capítulo de una tragedia a la que, para entonces, la sociedad estadounidense asistía inerme, casi afásica, sin capacidad de reaccionar. En ese momento, todavía, el momento tenía sus ganadores, obviamente los demócratas, quienes preparaban todo un ejército de nuevos políticos, casi todos ellos insultantemente jóvenes, dispuestos a inaugurar una nueva época política. Ese mensaje, sin embargo, ya no ilusionaría a muchos americanos; y cuando, años después, a esa nueva política le enjaretaran los iraníes a unos cuantos estadounidenses en Teherán, menos aun. Pero ésa es otra historia. De momento, sigamos con el Watergate.

1 comentario:

  1. La respuesta de Nature es pura trampa verbal, porque, por curioso que parezca, no hay acuerdo firme en biología sobre qué es un sentido, lo que conlleva que el exacto número de sentidos humanos no esté tampoco determinado. En la Wikipedia el artículo sobre el tema es muy claro, pero básicamente se reduce a que, por ejemplo, la vista se puede expandir a dos sentidos si se tiene en cuenta la histología del ojo, pues dos son las células encargadas de recibir la visión. De todos modos, hoy en día se sabe que cosas como las ganas de comer o la sensación de asfixia son sentidos distintos a los "tradicionales", que creo recordar que formuló primero Aristóteles. Es decir: no tengo pruebas para afirmar lo que digo, pero como soy el especialista, voy a admitir Uri Geller como prueba de nuevos sentidos humanos del mismo modo que en el anuncio del Scattegories admitían barco como animal acuático.

    Fuera de eso, desde luego la ufología y otros movimientos de la época reflejan la frustración de la época hacia el gobierno y las circunstancias, espoleado por la caída de las religiones mayoritarias.

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