viernes, enero 08, 2021

La Armada (20: la batalla que fue como cuando John Connor dispara al ciborg)

Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.

La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode


Los ingleses, en todo caso, no contaban con la suerte que, como si quisiera desmentir ese principio básico en el que creía Felipe II según el cual Dios estaba con él, siempre estuvo del lado de los comedores de baked beans. Poco tiempo después de la batalla, y de forma totalmente independiente de la misma, la flota española sufrió dos pérdidas inesperadas y relevantes. Pocos minutos después de las cuatro de la tarde del mismo día de la batalla, los barcos comenzaron a formar en creciente defensiva, por lo que el escuadrón andaluz se dirigió al flanco derecho de la formación. En esa maniobra, el Nuestra Señora del Rosario, la nave capitana del escuadrón donde iba Pedro de Valdés, se rozó con otro barco de su formación y perdió su bauprés.

Apenas unos minutos más tarde, en el flanco izquierdo de la Armada se produjo una violenta explosión. La nave almiranta de Oquendo, el San Salvador, estaba entre llamas; su popa y la mitad de su castillo de timón habían desaparecido.

A pesar del verano, la tarde cayó rápido. La luz se marchaba en medio de un viento cada vez más violento y una mar más arbolada. Los barcos de la formación estaban tratando de ayudar a los que habían sufrido los accidentes; pero en un momento dado la nave de Valdés, que navegaba un poco como pollo sin cabeza por carecer del contrapeso de sus velas mayores, perdió su palo mayor, por lo que tuvo que lanzar un disparo para solicitar que la flota se detuviese. Marolín de Juan, el piloto del San Martín y, tal vez, dicen algunos, el mejor marino de todos los presentes, se las arregló para pasarle un cabo al barco andaluz en medio de unas condiciones de visibilidad y de mar casi imposibles. En estas condiciones, la nave nodriza podría remolcar al barco andaluz; pero éste, como queriendo resistirse a cualquier solución, se partió en dos casi inmediatamente.

Allí estaban todos, Medina Sidonia desde el puente del San Martín viendo si podría ser posible mandar otro cabo o hacer algo, cuando Diego Flores de Valdés se presentó delante de él, con la vena del cuello hinchada. De Valdés era comandante de los galeones de Castilla; era, pues, uno de los principales almirantes de eso que podríamos denominar el ejército español, y estaba en la nave capitana en su calidad de, diríamos hoy, jefe de gabinete del comandante en jefe. Su misión, pues, era aconsejar en materias estratégicas militares. Y eso fue lo que hizo. Fríamente, pero con un cabreo imposible de esconder, la dijo a su jefe que, por mucha penita que diera el destino del Nuestra Señora del Rosario, la flota tenía una misión; esa misión pasaba por seguir navegando hacia el Este, y que eso es lo que tenían que hacer. El auxilio a uno estaba poniendo en peligro a todos.

Debieron discutir mucho el comandante en jefe y su asesor, pero finalmente el primero dio su brazo a torcer, si bien no hasta que tuvo la constancia de que una serie de instrucciones para asistir a la nave capitana andaluza habían sido recibidas por los barcos adecuados. La flota, guardando su formación, se puso de nuevo en marcha.

Aquella misma tarde en la que tantos problemas se presentaron en la flota española, los ingleses celebraban una sombría reunión de Estado Mayor. Habían llegado a la conclusión de que los españoles, más pronto que tarde, tratarían de tomar el control de algún puerto de la costa meridional inglesa, y no estaban seguros de poder impedirlo. Sin embargo, las cosas tras la batalla habían mejorado algo, puesto que, ahora, la misión inglesa, cuando menos de momento, era seguir a los españoles, en mayor medida que intentar bloquearlos. Por esta razón la reunión fue posible en el espacio de tiempo que los españoles les regalaron al parar su avance.

Aquella noche, Drake creyó discernir unas siluetas en el mar que le parecieron los barcos españoles intentando sobrepasar a los ingleses para ganar de nuevo la ventaja del viento. Con las primeras luces pudo comprobar que eran dos mercantes alemanes ajenos a todo aquello; pero acabó avistando un barco más: el de Pedro de Valdés. En un inicio, el marino español, buen conocedor de su putomiérdica situación, asumió que tendría que negociar; pero su posición se endureció cuando supo que estaba frente al mismísmo Francis Drake. Drake navegaba junto al Roebuch, un barco privado de gran tamaño al mando del capitán Jacobo Whiddon. Así pues, envió a Whiddon para que escoltara el renqueante barco español hasta Tolbay; pero hizo llevar a un encabronado Pedro de Valdés a su Revenge, donde lo trató con gran deferencia y le anunció que lo iba llevar a la presencia del almirante Howard. En toda esta historia, en todo caso, hay algo fishy. Salvo Drake, nadie vio nunca a los supuestos mercantes alemanes, entre otras cosas. Esto sugiere la posibilidad de que Drake abandonase sus obligaciones dentro de la flota inglesa, atraído por las ventajas personales de atrapar un barco tan importante como el Nuestra Señora del Rosario. Pero digamos que ésta es una indisciplina en la que la mayoría de los historiadores ingleses nunca han querido meter la nariz a fondo.

Otro elemento de la historia es la actitud de Pedro de Valdés. El Nuestra Señora del Rosario llevaba unos 120 marineros a bordo y 300 soldados. Su capacidad de lucha, por lo tanto, era equivalente a la del Revenge y el Roebuch. Estaba fuertemente artillado. Abordarlo desde los barcos ingleses hubiera sido bastante complejo, teniendo en cuenta la altura de sus castillos. El barco, sólo en la mar desde el momento en que el resto de la Armada lo dejó a su bola, estaba condenado a perder cualquier batalla; pero la cuestión es cómo, y en cuánto tiempo. Las condiciones objetivas apuntaban a una lucha de horas antes de que llegase la rendición; horas que podrían ser muy valiosas para el resto de la flota. Además, está el gesto inicial de Valdés de endurecerse cuando supo que estaba frente a Drake. Pero el caso es que, finalmente, cedió sin lucha, a sabiendas de que eso suponía poner en manos de los ingleses un barco que estaba jodido pero era reparable, y que tenía un importante activo bélico (por no mencionar 55.000 ducados de oro).

Aquel mismo día primero del mes de agosto en el que Pedro de Valdés se rindió sin lucha, los ingleses habrían de conseguir otra pequeña victoria. Era la primera hora de la tarde, y el San Salvador, el otro barco donde había habido una explosión, estaba comenzando a hundirse. La tripulación abandonó la nave, que fue dejada a la deriva petada de municiones. Es de suponer que pensaron que los ingleses no llegarían antes de que se hundiera. Pero lo hicieron. No sólo lo hicieron, sino que la remolcaron hasta Weymouth, y se quedaron la munición.

Más o menos a esa misma hora, aprovechando que el viento se había calmado, Alonso de Guzmán convocó una reunión. En la misma se decidió una reclasificación de la flota. Los buques más propios para la batalla fueron acopiados en una poderosa retaguardia que estaría al mando de Alonso de Leyva mientras Recalde estuviese ocupado con las reparaciones de su barco; mientras que el propio Medina Sidonia comandaría una pequeña formación de vanguardia.

Esta disposición deja claro que Medina Sidonia estaba esperando a los ingleses aparecer por el este. Pero no fue exactamente eso lo que ocurrió. En la mañana del martes, día 2, la calma de las horas anteriores se rompió bruscamente a causa de un fuerte viento que venía precisamente del este. Esto suponía que los españoles tenían la ventaja del viento. Howard estaba al nor-noreste de los españoles, navegando hacia tierra, en un esfuerzo por sobrepasar al ala izquierda de la creciente española y, de esta manera, recuperar la ventaja del viento. Cuando llegó el amanecer, los españoles tenían Portland Bill casi de través, y Howard estaba preocupado por la seguridad de Weymouth. Medina vio claramente el movimiento del inglés y ordenó a la vanguardia interceptar su movimiento hacia Weymouth. La línea inglesa comenzó a avanzar en dirección sur-sureste, en un intento de capear el ala española más lejana de tierra. En ese momento, Bertendona dirigió a la retaguardia para interceptarlos. El resultado de todo aquello era que los enemigos quedaron a muy escasa distancia unos de otros.

La batalla duró toda la mañana. Los ingleses en todo momento tratando de capear el flanco más distante de los españoles; los españoles tratando de acercarse a los barcos ingleses e incluso abordarlos. Y así siguieron, peleando y sin conseguir sus objetivos, mientras que el viento del sureste movía toda la batalla en dirección a Lyme Bay.

A sotavento, en Portland Bill, se encontraba Martin Frobisher con el Triumph; de largo, el barco más grande que se podía encontrar en ambas flotas. Lo acompañaban cinco mercantes tuneados ingleses de mediano tamaño, que trataban de defenderlo del ataque de cuatro galeazas españolas. Da la impresión de que Frobisher no pudo seguir los cambios de rumbo de Howard, y que por eso decidió anclar y esperar a que los cambios de viento le aportasen capacidad de maniobra.

Cuando el viento cambió y comenzó a soplar desde el sur, el propio Howard, que llevaba un rato buscando la manera de acudir en rescate de Frobisher, finalmente pudo planteárselo. Guzmán vio venir la maniobra y ordenó a su vanguardia, compuesta por dieciséis barcos, que lo interceptasen. Sin embargo, cuando estaba ejecutando la maniobra, observó cómo Recalde, en el San Juan ya reparado, había perdido contacto con el resto de la formación, y estaba siendo acosado por una docena de barcos ingleses. El cambio del viento había dejado a toda la formación española, salvo la vanguardia, a sotavento de Recalde; por ello, era la vanguardia la que tenía que acudir en su ayuda. Sólo quedó su barco, con el que pretendía presentarle batalla directa a Howard. El almirante inglés, sin embargo, pasó cerca del español, pero siguió, sin echar garfios ni intentar el abordaje. El resto de la línea inglesa le siguió, e incluso se le unieron los barcos que estaban cerca del de Recalde. Como la mayoría de la Armada española estaba a sotavento del San Martín, éste tuvo que luchar en solitario con los ingleses durante cosa de una hora; y lo hizo bien, haciendo uso de su potencia de fuego. Pasado ese tiempo, Oquendo llegó para ayudar.

En este punto, la batalla acabó. El viento volvía a soplar del oeste, los ingleses volvían a tener a los españoles a barlovento. Las galeazas habían dejado en paz a Frobisher y la Armada optó por rehacer su creciente defensiva y recuperar la marcha.

La segunda batalla tuvo un significado preocupante para los españoles. Ellos, que todo lo fiaban a la capacidad de poder acercarse a un enemigo que tenía la capacidad de responderlos con fuego distante sin ser dañado, habían tenido el viento a su favor y, aún así, habían sido incapaces de abordar a los ingleses. Los barcos de la reina eran rápidos y eficientes en la navegación, y eso les permitía moverse y capear a suficiente velocidad como para escaquearse de cualquier amenaza.

Para los ingleses, los mensajes no eran mucho mejor. Para desesperación de Howard y de Drake, las tácticas de diversión y los cambios de rumbos que ellos practicaban con tanta gracilidad gracias a la maniobrabilidad de su flota no habían despistado a las tripulaciones españolas, que mostraban un nivel de disciplina excelente. Su apuesta estratégica era que, tras dos batallas, habrían podido tocar a varios galeones que, por ello, habrían tenido que abandonar la pelea. Pero nada de eso había ocurrido. La Armada no había tomado Weymouth como temían; pero se había mostrado como un contrincante rocoso, de nervios de acero, que no dejaba a nadie atrás y mantenía siempre la formación. Se sentían, pues, como John Connor cada vez que le dispara a la cabeza a un cyborg, pero eso no le sirve para nada porque el cyborg reconstruye su cabeza.

Para colmo, en aquellas dos batallas, y muy especialmente en Portland Bill, muchos de los barcos ingleses habían usado lo mejor de su munición. Ahora estaban cortos a la hora de poder seguir contestando.

Después de dos batallas, pues, lo más curioso es que ambas partes tenían buenas razones para ser pesimistas.

3 comentarios:

  1. La captura del Nuestra Señora del Rosario la menciona Geoffrey Regan en su libro Great Naval Blunders y su conclusión es muy similar:

    "In fact, neither Drake nor Valdés emerges with much credit from the episode, which revealed the former as a pirate and a deserter, and the latter as a coward or at best a faintheart."

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  3. Estaba mal escrito, joder con el corrector.

    Lo de Pedro de Valdés no tiene explicación de Dios, ¿por qué no luchó? Era el pirata Drake el que estaba enfrente, conocido por no luchar si no tenía la ventaja de, al menos, 10 a 1 de su parte.

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