Tal y como acordaron el cardenal Gomá y el general Franco en su entrevista, unos días después el primero de ellos le evacuó al segundo un escrito que era el pliego de peticiones desplegado durante el encuentro. En dicho escrito, sin embargo, el astuto primado incluyó alguna morcilla no tratada verbalmente con el generalísimo. Recordaba Gomá en su escrito que la ley de abril de 1934, que regulaba los derechos pasivos concedidos a los eclesiásticos que estuviesen en nómina a 31 de diciembre de 1931, decía que éstos se beneficiarían de actualizaciones debidas a la amortización de haberes de compañeros muertos; en esa ley se pensaba en el futuro del paso del tiempo para un colectivo de beneficiarios públicos sin nuevas incorporaciones; pero, lógicamente, la guerra había incrementado enormemente esa amortización que, y aquí estaba la madre del cordero (del cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo), no se había pagado. Gomá solicitaba reparación para este impago con cargo al sobrante presupuestario de 16 millones y medio. Con fecha 18 de enero de 1939, la sección de relaciones con la Santa Sede del ministerio de Asuntos Exteriores informó esta petición diciendo, grosso modo, que y una polla como una olla.
A pesar de este traspiés, lo cierto es que los movimientos eclesiásticos en los últimos días de 1938 y primeros de 1939 hicieron su labor a la hora de impulsar al gobierno de Burgos a mover ficha. El 20 de diciembre, por ejemplo, Jordana le consultó a Yanguas sobre qué consecuencias tendría, en su opinión, que el gobierno de Burgos tuviese el gesto de ilegalizar la ley de congregaciones religiosas de la República. Obsérvese la situación en la que estaban las relaciones Iglesia-Estado: en un momento en el que Franco era ya dueño y señor de España y en Bet 365 ya sólo se admitían apuestas sobre la fecha de su último parte de guerra, el gobierno que ya lo era de España todavía se planteaba dejar incólume la ley más anticatólica jamás aprobada por gobierno alguno en la piel de toro.
Las cosas como son, esta consulta, probablemente, fue
una iniciativa particular del ministro de Asuntos Exteriores; porque lo cierto
es que, en el momento en que la idea comenzó a rular por el gobierno en
general (nunca mejor dicho eso de "en general"), se paró. Y con toda la razón. Jordana no parecía haberse dado cuenta
de que hay una contradicción intrínseca entre defender lo que podemos llamar el
“argumento Rodezno”: no es posible modificar leyes sin existencia de un Concordato;
y luego ir y modificarlas unilateralmente. O sea, tampoco os sobréis los que tenéis una imagen unicelular de la España nacionalcatólica: no es que los franquistas rechazasen el mantenimiento de la ley republicana porque eso era dañar a la Iglesia; lo rechazaban porque sabían que debilitaba su postura negociadora. Tener un solo gesto en esa dirección
equivalía a invitar al Papa a no bajarse de la burra de que el Concordato de
1851 ya no estaba vigente. Eso sí, como veremos, Franco no tardaría en saltar sobre este argumento con su elegancia acostumbrada (porque Franco saltaba mejor, más grácilmente, y más alto, que Nureyev).
En ese estado de cosas, el 22 de diciembre ocurrió aquello en cuyo impedimento había estado trabajando denodadamente el gobierno español en los últimos meses: la reunión de la Congregación de Asuntos Extraordinarios de la Santa Sede, cuyos miembros debían posicionarse sobre el informe español que defendía la vigencia del Concordato. Yanguas intentó, más que resolver la situación, por lo menos mantenerse informado de ella, mediante una visita al secretario de Estado Pacelli. El futuro Pío XII se mostró en aquella entrevista esquivo e incómodo, como si se hubiera puesto mal el tampón, y le dijo al embajador español que la cuestión era muy compleja, que España y la Santa Sede tenían concepciones diferentes sobre la misma, y que se intentaría contentar “en lo posible” al gobierno de Burgos; vamos, una forma elegante de anunciar que se preparaba una introducción de cucurbitácea por el ano. Yanguas, que no tenía más margen de maniobra, se limitó a recordarle a su interlocutor la cantidad de cosas relacionadas con los religiosos que estaban en paso en España, y el peligro de que se eternizasen en esa situación.
En el momento de ese encuentro, probablemente Pacelli sabía
ya que la Congregación había dictaminado en contra de los intereses de España, o que lo iba a hacer. Y tenía que ser consciente de que las consecuencias serían muy graves para Burgos. La Santa Sede había emitido un non possumus; y eso no se podía soslayar
así como así. Ni siquiera un Papa podría. Las congregaciones de la Curia son como círculos de Podemos, sólo que en serio. Por lo tanto, la consecuencia inmediata de la toma de posición de la de Asuntos Extraordinarios sería que las negociaciones
quedaran empantanadas y heridas de muerte, a menos que la parte civil, es decir
el gobierno sublevado, aceptase negociar sobre la base de aceptar el dictamen
ya emitido por la Congregación, esto es aceptando que no existía ya Concordato
y que no tenía derecho al Patronato; algo que Franco no pensaba permitir. Porque a Franco, que acababa de llevarse por delante al Ejército del Ebro, no había pichi que le dijera que una congregación de cardenales podía más que él.
El día de Año Viejo de 1938, Yanguas visitó en Roma al
cardenal Francesco Marmaggi. El cardenal que lo era de Santa Cecilia era uno de los miembros de la comisión que estaba sobre los temas de España, y que estaba formada por él y por los purpurados: Luigi Maglione, Pietro Boetto, Nicola Canali, Mario Nasali Rocca di Corneliano, Alberto di Jorio, Giovanni Mercati, Rafaele Rossi, Carlo Salotti, nuestro amigo Tedeschini y el francés Eugène Gabriel Gervais Laurent Tisserant. Marmaggi, finalmente, más que le insinuó a Yanguas el sentido del
dictamen de la Congregación. Marmaggi, sin
embargo, fue más allá: le dijo a Yanguas, que se quedó extrañadísimo,
que no es que el nuncio en España hubiese denunciado el Concordato en tiempos de
la República, sino que dicha denuncia había sido aceptada por la Santa Sede
misma. O sea, había sido una ruptura con todas las de la ley. Pero, si eso era
cierto, ¿cómo era posible que la embajada española no se conservase ni un
exfoliante sobre la materia?
La fuente de esta información era, probablemente, el informe que Gomá remitió a Roma el 6 de diciembre, después de verse con Franco. Franco, en dicha entrevista, le dijo a Gomá, quien lo recogió en sus páginas comme il faut, que si la República no hubiese denunciado el Concordato, éste seguiría vigente. En otras palabras, expresó, de forma un tanto panoli, sus dudas sobre el estatuto concreto del acuerdo concordatario y, con ello, desmintió la propia teórica del gobierno que presidía, cerrado en la interpretación de la vigencia del pacto. El primado de España, probablemente, no reparó en el matiz; pero a Cicognani no se le escapó. Cicognani era un cura de toda la vida, y sabía bien que el oficio principal de la organización a la que servía era, y es, explotar una incertidumbre. Cada vez que un sacerdote te ve dudar, entiende que en tu alma tiene mieses que sembrar. Al que tiene duda sobre lo que pasará después del momento en que se le pare el corazón le va contando cosas; una actividad que, como digo, básicamente consiste en explotar esa duda. Lo de Franco no era muy distinto; el general no tenía claro si durante la República se había producido, o no, denuncia del Concordato. Nunca debió expresar una duda así delante de un cardenal; pero, claro, a Franco quién tenía los huevos de decirle que hiciera las cosas de otra manera diferente a como lo había decidido...
Así las cosas, el astuto Cicognani recomendó que, ante la constancia de que la parte española no estaba nada cierta de que la denuncia no hubiera existido, el argumento se manejara en la reunión de la Congregación. Y así fue.
Con estos mimbres, la Congregación no tuvo sino que
agarrarse a los desarrollos doctrinales del jesuita Felipe María Capello,
ilustre canonista que de tal materia impartió clases en la Universidad
Gregoriana, quien siempre sostuvo que un cambio de régimen político provocaba
el decaimiento de los concordatos; en contra de los desarrollos del padre,
también jesuita, Franz Xavier Wernz, que era el citado en el memorando
presentado por el gobierno de Burgos.
En aquel entorno, la única salida practicable que le quedaba
a Burgos era conseguir que la Santa Sede aceptase el principio de que la
Congregación se había pronunciado sobre un tema que todavía no estaba
suficientemente desarrollado, y que por lo tanto se aviniese a continuar las
negociaciones. Alguna cosa que pasó en los días siguientes está muy
probablemente conectada con todo esto. El gobierno de Burgos, en efecto,
devolvió los cementerios de zona nacional a la Iglesia con fecha 5 de enero de
1939, y también concedía emolumentos a sacerdotes operando en zonas tomadas a
la República.
Esta última ley, sin embargo, fue bastante polémica. Se debía a una
iniciativa personal del general Franco, quien probablemente quería con ella
cegar alguna vía de agua y mover al Vaticano a negociar. Sin embargo, el
borrador de la norma fue entregado a una junta de prelados formada por Gomá,
que la informó negativamente. Como suele ocurrir muchas veces en las
regulaciones españolas, también en la actualidad, la ley no dejaba de ser una
norma que expresaba un objetivo muy virtuoso, pero regido en sus tripas por
unas normas enormemente abstrusas y complejas, que hacían muy difícil el
reparto efectivo de dinero. Además de eso, los curas se quejaban, y yo creo que
con razón, de que ponerse, ¡en enero de 1939!, a distinguir entre la España
nacional y la España roja era como de coña, y no venía a ser nada más que un
subterfugio para soltar algo de pasta sin hacer lo que había que hacer, que era
poner en marcha el presupuesto de culto y clero en su globalidad.
Verdaderamente, en otros ámbitos podía pensar Franco que podría llegar a
engañar a aquellos tipos con cucamonas y leyes elegantes; pero en asuntos de
pasta, las cosas como son, los curas siempre lo han tenido todo clarinete.
El gobierno español, para entonces, buscaba aliados, y
encontró uno muy importante en Wlodimir Ledochowski, entonces prepósito general
de la Compañía de Jesús. Ledochowski hizo de fibrilador de mensajes
proespañoles ante la Santa Sede varias veces, casi siempre con el argumento que
entonces utilizó: ojo, Pío, que si te pasas dándole la espalda a España, van a
entrar en ella los nazis en fila de a diecisiete, y ese día nos vamos a enterar
de lo que vale un peine (= nos van a quitar la pasta).
Así las cosas, el 18 de enero de 1939, Yanguas y Pacelli se
vieron de nuevo. Sin embargo, fue una entrevista en la que ambos contertulios
llegaron, probablemente, a un tácito pacto previo, en el que ambos acordaron
orillar dos temas que a cada uno de ellos les molestaba en el zapato: España
aceptó que no se hablase de la vigencia del Concordato; y Pacelli aceptó que no
surgiese en la conversación el temita de que el gobierno nacional había entrado
ya en Tarragona; así pues, teóricamente, tenía que reinstaurar a Vidal i
Barraquer al frente de su sede episcopal.
La entrevista giró en torno a la negativa
cerrada del gobierno de Burgos en favor de cualquier mediación (como he dicho
antes, era ya ciencia ficción pensar que Franco pudiera aceptar acordar nada
con unos tipos a los que tenía tirados en la lona y a punto de llegar a la
cuenta de diez); y, sobre todo, el gesto del Papa de haber hecho una donación a
favor de los niños vascos refugiados en la Cataluña republicana. Esta donación,
como es lógico, había sido utilizada por la propaganda republicana, y el
gobierno de Burgos quería que el Papa dejase las cosas claras con una
rectificación en toda regla, no tanto de la donación en sí sino de la
interpretación que de su gesto habían hecho los republicanos.
Pacelli le dijo a Yanguas que consultaría el tema con el
Papa. Pero, en todo caso, los hombres del gobierno de Burgos tenían poco de lo
que quejarse ya. El Vaticano, para entonces, ya tenía claro lo que estaba
pasando en España y, cualesquiera que fueran sus preferencias, ya no tenía
ningún interés en mantener una relación fluida con la República. Pacelli, de
hecho, le mostró al embajador las pruebas de imprenta del Anuario Pontificio de
aquel año, en el que había desaparecido la referencia al gobierno de Valencia.
Hasta ese momento, el Vaticano había mantenido la referencia a la República con
unos puntos suspensivos que venían a decir que las relaciones no estaban
establecidas, aunque tampoco rotas. Ahora, sin embargo, la publicación venía a
sustantivar el hecho de que no había relaciones, ni prácticamente
reconocimiento.
Franco, efectivamente, estaba a las puertas de Barcelona.
Toda la Cataluña al sur de la gran ciudad era ya nacional. A la vista de esta
situación, Vidal i Barraquer, tras informar al Vaticano, había nombrado un
Vicario General en su sede tarraconense. El elegido fue Francisco Vives. Vives
no estaba en España y partió hacia Tarragona sin conocimiento del gobierno
español, que tampoco había participado, ni poco ni mucho, en el nombramiento.
Aquello amargó la alegría que pudo sentir el gobierno de
Burgos por el gesto vaticano de hacer evidente que ya no quería tener relación
diplomática alguna con la República, aunque la República, eventualmente,
quisiera tenerlo con ellos. El gesto de Vidal, que debo repetir fue un gesto
que contó con el nihil obstat de sus
jefes, era bien claro: el díscolo cardenal pretendía poner el contador a cero.
Si bien él, personalmente, tal vez tenía claro que no podría volver a España,
donde de hacerlo lo esperaba una existencia un tanto peculiar, con falangistas
escrachándole en su casa y en los púlpitos, sin ningún lugar a dudas estaba
decidido a dejar claro que quien gobernaba el obispado de Tarragona era él.
Esta idea, sin embargo, no era la del gobierno de Franco, que consideraba que
no sólo Vidal nunca volvería a pisar España, sino que la sede tarraconense no
podría estar administrada ni comandada por alguien nombrado por él.
El choque de trenes estaba servido.
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