lunes, septiembre 21, 2020

Franco y Dios (11: o el cardenal no sabe tomar notas, o el general miente como una perra)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


Yanguas, ya lo he dicho, era una persona muy competente, que se estudiaba los temas a fondo y que conocía muy bien los recovecos del pensamiento cardenalicio, lo cual le permitía adelantarse en no pocas ocasiones a los retrucos de sus interlocutores. En el caso de esta audiencia con Pacelli celebrada ya en las frías últimas semanas de 1938, no fue una excepción.

El cardenal, de hecho, adujo varios argumentos en los que da toda la impresión que Yanguas debió responder con eso tan manido de “me alegro de que me haga esa pregunta, Excelencia…” El cardenal, por ejemplo, sacó el ejemplo de Baviera, estado católico que contaba también con privilegios concordatarios que perdió con la caída de la monarquía. Yanguas le replicó, con inmediatez, que Baviera, además de cambiar de régimen, perdió su independencia política, convirtiéndose en un land alemán; por lo que, lógicamente, no podía seguir sosteniendo un Concordato propio con la Iglesia católica. La República española, sin embargo, no había perdido la soberanía ni la legitimidad del Estado español.

De hecho, el embajador contraatacó diciéndole al cardenal: si tú tienes precedentes, chato, yo también sé jugar a eso. En opinión de Yanguas, el caso más cercano a la situación de España en 1938 era la Francia de principios del siglo XX. La República Francesa, mediante una ley de 1905, rompió unilateralmente sus compromisos con la Iglesia, que databan de los tiempos de Napoleón (Concordato de 1801). Pío X, el consejero-delegado de Jesucristo en aquel momento, dictó una encíclica, Vehementer, en la que sostenía la improcedencia de aquel acto; encíclica que tal vez Pacelli no había leído; pero Yanguas sí; y que decía, entre otras lindezas, que entre el Vaticano y la República Francesa existía un convenio con obligación por ambas partes. O sea, que no se podía romper unilateralmente.

De hecho, la posición del Vaticano era tan débil, continuó el embajador español, que, incluso durante el periodo de suspensión del Concordato de 1851 por la I República, el Vaticano le había concedido al presidente Castelar el derecho a la presentación de obispos. Si se lo había dado a don Emilio, que era un republicano acérrimo, ¿con qué cara se lo negarían al general Franco?

A Pacelli, ante esta cascada argumental, sólo le quedó el comodín de la Gran Guerra, y del cambio interpretativo que había producido a causa de la creación de nuevos Estados, que vino a coincidir con el momento en que la mayoría de los canonistas vinieron a concluir que derechos como el Patronato Real estaban en contra del Derecho común de la Iglesia y, por lo tanto, debían ser, como poco, interpretados restrictivamente. Este argumento era contestado por España con el contraargumento de que el Estado español se comprometía introducir en el procedimiento de designación de dignidades eclesiales los elementos que fueren necesarios para garantizar la pureza espiritual de los candidatos finales.

Finalmente, el Secretario de Estado terminó la audiencia afirmando que era una cuestión muy compleja, que no estaba totalmente convencido de los argumentos que se le esgrimían. Incluso se reservó su posición ante la petición española, lógica, de que el tema fuese retirado del orden del día de la Congregación de Asuntos Extraordinarios. Esto, en la práctica, equivalía a congelar las negociaciones que Yanguas pretendía reactivar.

Los temas, en todo caso, habrían de ponerse más jodidos cada vez. Recordemos que estamos ya en las últimas semanas o días de 1938. Las audiencias habían sido el 2 y 11 de noviembre. Esto es: los contactos entre el embajador español y el secretario de Estado vienen casi a coincidir con las últimas boqueadas de la conocida como Batalla del Ebro, en la que la República perdió sus últimas oportunidades.

La derrota, ya inevitable, del bando republicano, reforzó y reanimó las iniciativas de mediación, sobre todo aquellas a las que un Estado como el Vaticano era proclive. Para la Santa Sede, la resolución del conflicto español de una forma pactada era algo fundamental para poder contrarrestar el peligro, que veían inminente, de eso que se ha dado en llamar la fascistización de España. Pero, claro, aquél era un proceso ya prácticamente sin incentivos para uno de los términos del pacto. Franco, como es lógico (y lo siento, pero es así: como es lógico) ya no quería negociar otra cosa que no fuera si la Orejona se la iban a dar en la mano izquierda o en la derecha. En aquella partida de ajedrez, el momento de ofrecer tablas había pasado hacía mucho, mucho tiempo.

En muchas cancillerías europeas, sin embargo, había encuentros, entrevistas, banderías y capillas diversas; y en casi todas estaba implicado Vidal i Barraquer, la Bestia Negra de la España nacional, embarcado en un intento postrer de salvar de alguna manera el estatus de Cataluña en medio de aquel merdé. Este tipo de cosas, de las que lógicamente Burgos tuvo puntual información, pusieron nerviosos a los franquistas.

Fue en este contexto en el que los hombres de Franco, y tal vez incluso Franco mismo, interpretaron el nombramiento de Salvador Rial como presidente de la Junta de Vicarios Generales de las diócesis catalanas. Este nombramiento se había producido en agosto y había sido muy utilizado por la propaganda republicana, la cual pretendía hacer creer al entorno internacional de que, en Rial, el Vaticano había nombrado una especie de nuncio apostólico in pectore. Se trataba, pues, de transmitir la idea de que, apenas unos meses antes del final de la guerra, el Vaticano apostaba por las relaciones diplomáticas con la República. Una de las primeras cosas que hizo el ejército nacional cuando tomó Tarragona fue, precisamente, detener a Rial.

Los movimientos propagandísticos de la República en torno al nombramiento de Rial vinieron a combinarse, en las primeras semanas de noviembre, con las írritas audiencias del embajador Yanguas con el cardenal Pacelli, y culminaron con la decisión de éste último de no paralizar el paso de la cuestión a la Congregación de Asuntos Generales; gesto que, en sí, y como ya os he dicho, equivalía a una paralización de las negociaciones entre ambos Estados.

En esta situación, la posición más difícil era la de Gomá. El cardenal primado de España temía, con razón, que la llegada a Burgos de las noticias sobre la escasa proclividad de la Santa Sede hacia los argumentos españoles tuviera unas consecuencias catastróficas. En ese momento, en el seno del gobierno de Burgos había un enfrentamiento nada escondido entre el carlismo, que como hemos visto consideraba que España tenía que dar pasos hacia la catolicidad hiciera la Iglesia lo que hiciera; los pragmáticos, quizá representados por Jordana, que no querían modificar la legislación como parte de una estrategia negociadora; y, finalmente, los falangistas, que no le veían problema alguno al rompimiento con la Iglesia, pues estaban crecientemente influidos por la indiferencia religiosa del nazismo.

Si el gobierno de Burgos interpretaba que el Vaticano había bajado los brazos a la hora de negociar con la España nacional, en el momento en el que había dado un paso con la republicana que había sido oro molido propagandístico para ésta, el Vaticano quería situado del lado de allá del esquema binario “quien no está conmigo, está contra mí”. En ese punto, esto es lo que temía Gomá, a la cascada falangista ya no la podría detener nadie.

Manejó Gomá la posibilidad de patrocinar algún tipo de acción colectiva por parte de los obispos, centrada no tanto en la fidelidad al gobierno de Burgos como en la honda fe católica de los españoles; pero ni él mismo estaba convencido de que algo así no pudiera llegar a ser incluso contraproducente; y a Franco, cuando se la insinuaron, le pareció una idea casi rupturista. Finalmente, fue Cicognani quien decidió que lo mejor era no ser muy estridentes en ese momento; no era momento de agitar la colmena.

En este orden de actuación, Isidro Gomá solicitó una audiencia con el propio Franco, que le fue concedida el 2 de diciembre. Franco había hecho unos juicios en una audiencia con un grupo de obispos, en los que se había mostrado malquisto con la actitud de la Iglesia; y Gomá, como primera provisión, intentó quitarle de la cabeza esas malas ideas; mi opinión es que no lo consiguió; la verdad, sacarle a Franco una idea de la cabeza no era nada fácil. Más allá, le instó a construir una nueva concordia entre ambas partes; concordia que debería tener elementos fundamentales, que fue citando.

En primer lugar, se refirió a la ausencia de avances en la legislación de materia religiosa. Ante este hecho, Franco pasó palabra; lo cual nos da una buena pista de lo arraigada que estaba en el gobierno la convicción de que a los curas, en ese momento procesal, no había que darles ni agua. Acto seguido, Gomá se quejó del creciente acoso a la prensa católica, no exento de sanciones incluso a periodistas; acusación ante la que Franco no se arredró, argumentando que ese tipo de acciones eran necesarias. Gomá le dijo que temía que se tratase de ir a un monopolio de la Prensa; pero Franco, al parecer, no lo temía. También se quejó el cardenal de la labor torticera y poco ilustrada de la censura, que había llegado a afectar a escritos de importantes canónigos y teólogos; ante lo que Franco contestó que se habían hecho ajustes y que estaba todo ya bien (y una leche, pero bueno…)

Se quejó Gomá de la utilización de sacerdotes para labores ajenas a su misión apostólica sin autorización de sus superiores. Franco contestó afirmando que en alguno de los casos que se conocían, como el del padre Justo Pérez de Urbel¸ éste había contado con autorización de su abad. Esta afirmación del generalísimo era falsa, y Gomá lo sabía pues disponía de comunicación del propio abad negándolo. En el caso de otros problemas protocolarios y de trato a sacerdotes, Franco dijo no saber nada y, además, les quitó importancia.

Finalmente, pasaron a la negociación del Concordato. Franco, quien claramente no quería abordar a fondo el tema con Gomá, o cuando menos no en ese momento, le dijo al primado que desconocía que la negociación estuviese parada. Gomá le dijo entonces a Franco que la negociación era difícil por dos grandes razones: el empecinamiento español por la continuidad del Concordato; y las tendencias fascistas de Falange.

Esta apelación soltó la lengua de Franco. El general le dijo al primado de España que era consciente de que el Vaticano prefería a las naciones democráticas, puesto que nunca había entendido el alcance del Movimiento Nacional. Asimismo, argumentó, y la verdad no le faltaba razón, que si tan claro tenía el Vaticano que la actuación de la República había sido antirreligiosa, como era posible que se apoyase en ella para negarle ahora a España un derecho secular. El Estado, le dijo Franco a Gomá, no tenía intención de cabildear con los nombramientos de obispos; pero no estaba dispuesto a permitir que, en momentos como los que se estaban viviendo, pudiesen nombrarse obispos incompatibles con la línea política que intentaba renovar el país.

Inasequible al desaliento, Gomá le propuso a Franco un modo de subsistencia de ambas partes, basado en principios generales: en asuntos religiosos, el gobierno no daría pasos sin acordarlos con la Iglesia; las autoridades no hostigarían a los miembros de la Iglesia en sus funciones espirituales; la censura civil no intervendría en escritos sometidos a censura eclesiástica; las autoridades civiles no requerirían para nada el servicio de un sacerdote sin el conocimiento y aprobación de su superior; y, por último, dado que no se estaban produciendo las dotaciones culto y clero, Gomá solicitó que la Hacienda nacional cesase de reclamarle a las iglesias impuestos atrasados.

Según el cardenal, de todos estos elementos, Franco sólo objetó en el caso de la censura civil y la censura eclesiástica. Lo cual, en mi humilde modo de ver, quiere decir que, o bien Gomá se equivocó al tomar notas, o bien su interlocutor mintió como una perra.

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