Los inicios de un tipo listo
Sindona
Calvi se hace grande, y Sindona pequeño
A rey muerto, rey puesto
Comienza el trile
Nunca dejes tirado a un mafioso
Las edificantes acciones del socio del Espíritu Santo
Gelli
El hombre siempre pendiente del dólar
Las listas de Arezzo
En el maco
El comodín del Vaticano
El metesaca De Benedetti
El Hundimiento
Ride like the wind
Dios aparece en la ecuación
La historia detrás de la historia
Como suele ocurrir en estos casos, paradójicamente para
Calvi, la libertad que tanto ansiaba la consiguió siendo condenado, pues fue
liberado mientras se resolvía su apelación. No obstante, eso no significaba que
se hubiesen terminado sus problemas. De una forma también lógica, los
sindicatos representados entre los trabajadores del Banco Ambrosiano no
tardaron en exigir que todos los ejecutivos relacionados con la P2 fuesen
separados del banco.
Rosone, sin duda, pensaba que Calvi se quitaría de en medio;
pero eso no fue lo que pasó. El 28 de julio, apenas una semana después de
haberse leído la sentencia, el Ambrosiano celebró consejo, y Calvi lo presidió
como si tal cosa. El consejo, tras expresar unánimemente su creencia en los
argumentos de la apelación, votó la confirmación de Calvi como presidente y
como consejero delegado. Carlo Olgiati dimitió, lo que supuso el ascenso de
Rosone a los cargos de vicepresidente y director general. Sin embargo, Calvi no
tardó en dejarle claro a su teórica mano derecha que estaba convencido de que
había intentado echarlo del banco y que, por lo tanto, no confiaba en él.
Lo realmente increíble fue que el Ambrosiano no sólo se
recuperó del escándalo, sino que pareció irle más que bien. Durante la segunda
mitad del año 1981, las acciones del Ambrosiano se dispararon, mostrando la
confianza del mercado hacia la posibilidad de que todo aquello terminase en
agua de borrajas. La verdad, no era nada descabellada la opción, pues Italia
siempre se ha caracterizado por tener cierta resistencia a enfrentarse al hecho
de que sus instituciones financieras tienden a ser ineficientes y, en algunos
casos como aquella época, hondamente corruptas. En ese país siempre se ha
preferido dejar esas cosas pasar de una u otra manera. Es lo que el mercado
creyó, y lo que le permitió al banco incrementar su base accionarial mediante
nuevas emisiones. El año de la sentencia contra Calvi, 8.000 accionistas
entraron en el capital, hasta un total de 37.000. La cotización de las acciones
era completamente asimétrica con la importancia cuantitativa y cualitativa de
la institución dentro del mercado financiero italiano.
Hay que tener en cuenta que, además, en ese momento nadie,
fuera del estrecho círculo de Calvi y sus colaboradores (y el Vaticano, tal
vez) sabía nada de las operaciones crediticias de las sociedades de paja. Calvi
había mantenido durante años escamoteada esa realidad, aprovechando, sobre
todo, un agujero del tamaño de un cráter que había en la normativa contable
italiana, que permitía formular cuentas separadas para una casa matriz y sus
participadas. Así las cosas, el Ambrosiano formulaba su balance por su cuenta y
cada una de las sociedades que poseía por la suya; no había un balance
consolidado en el que habrían tenido que aflorar las operaciones cruzadas
intragrupo. El resto lo conseguía transfiriendo dinero y acciones de unas
sociedades a otras, buscando con ello que quien siguiese la pista de los
préstamos nunca llegase al poseedor final de las acciones.
Los primeros problemas para este sistema llegaron en 1978, cuando una de las principales firmas de auditoría de cuentas mundial, Coopers & Lybrand, practicó la revisión de las cuentas del Ambrosiano Overseas. Los auditores solicitaron información sobre las operaciones de este banco con sociedades panameñas, y se les contestó que esas sociedades pertenecían al Vaticano (quizás, una disculpa para situar las operaciones fuera del foco de la supervisión bancaria italiana). La cosa quedó en nada, pero con la detención de Calvi el tema se puso más duro. Ahora, los diferentes bancos a los que se les pedía dinero ya no se fiaban y, crecientemente, exigían que fuese el Ambrosiano de Milán el que pidiese los préstamos y se responsabilizase de ellos.
Los primeros problemas para este sistema llegaron en 1978, cuando una de las principales firmas de auditoría de cuentas mundial, Coopers & Lybrand, practicó la revisión de las cuentas del Ambrosiano Overseas. Los auditores solicitaron información sobre las operaciones de este banco con sociedades panameñas, y se les contestó que esas sociedades pertenecían al Vaticano (quizás, una disculpa para situar las operaciones fuera del foco de la supervisión bancaria italiana). La cosa quedó en nada, pero con la detención de Calvi el tema se puso más duro. Ahora, los diferentes bancos a los que se les pedía dinero ya no se fiaban y, crecientemente, exigían que fuese el Ambrosiano de Milán el que pidiese los préstamos y se responsabilizase de ellos.
La consecuencia fue que Calvi no tuvo más remedio que
utilizar el banco bueno o “limpio” para realizar las operaciones que antes
practicaba con sociedades oscuras. Hasta ese momento, cuando la cosa se ponía
mal en una de las sociedades, Calvi la vaciaba, sacando de allí todo el dinero
y las acciones, y luego la declaraba insolvente; contablemente, lo único que
tenía que reconocer como pérdida era la inversión en capital a través de su
holding luxemburguesa, que habitualmente era poca cosa. Ahora, sin embargo, ya
no podía hacer eso, porque quien pedía los préstamos era el primo de Zumosol.
Para el Banco de Italia, incluso a pesar de su pocas ganas
de meterse de hoz y coz en el tema del Ambrosiano, el detalle de que Calvi
exigiese de sus accionistas su confirmación como presidente y consejero
delegado fue una señal clara: el banquero no podía dejar su silla ante el
peligro de que quien se sentase en ella en su lugar comenzase a percibir el
olor de la mierda que seguramente había debajo. Así las cosas, los inspectores
pisaron el acelerador con las operaciones internacionales del Ambrosiano.
Sucintamente, el problema para Calvi era conseguir que las sociedades
oscuras fuesen capaces de devolver los préstamos que habían pedido; de otra manera,
todo se acabaría sabiendo. Pero eso era muy difícil por dos razones. La
primera, porque todo lo que tenían esas sociedades era acciones del Ambrosiano;
si todas procediesen a desinvertir para hacer caja, los mercados rápidamente
sabrían que algo estaba pasando, como pasaría mañana en el continuo español si,
casi de la noche a la mañana, el trading
de, por ejemplo, el Banco Santander se multiplicase por tres, o por cuatro: eso
significaría que alguien está huyendo del banco a toda costa, que algo pasa. En
consecuencia, todo el mundo vendería, las acciones bajarían y las sociedades,
que ya habían comprado muchas a precios artificialmente altos, no podrían
reembolsar los préstamos.
La segunda razón, obvia, es que esas operaciones masivas
despertarían la curiosidad de las autoridades supervisoras. Era imposible
generar una operación de generación de efectivo del tamaño de la que necesitaba
Calvi sin que se viese.
De todas las personas en la vida de Calvi a las que éste
podía acudir en una situación así, ya sólo le quedaba una a la que podía
considerar amigo: Paul Marcinckus. O no le tuvo en cuenta el renuncio que había
tenido con su hijo cuando él estaba en la cárcel, o decidió obviarlo porque no
tenía otro remedio. El caso es que lo visitó y le contó sus cuitas. Le pidió
que respondiera por él con algún tipo de aval; no pretendía con ello, al
parecer, que el Vaticano le resolviese todos sus problemas, sino tan sólo que
le permitiera ganar tiempo. El religioso estadounidense, sin embargo, le dijo a
su amigo básicamente lo mismo que le había dicho a su hijo meses antes, y
también le había dicho a Albino Luciani cuando éste se había quejado de los
tejemanejes financieros vaticanos en el Véneto: que se fuera a tomar por culo. Bueno,
sólo la puntita, la verdad, porque no le dijo que no del todo, probablemente
porque juzgó que Calvi sabía demasiadas cosas de él y de sus negocios como para
recibir una negativa total. El taimado financiero tonsurado le dijo a Calvi que
lo de la garantía se lo fuese sacando de la cabeza; pero que podía escribir
algunas cartas indicando el respaldo del Banco del Vaticano a las sociedades de
Panamá y Lienchenstein. En dichas cartas, Marcinckus, Mennini y Pellegrino de
Strobel (director de Contabilidad del IOR ),
los tres firmantes, afirman que el
Vaticano controlaba una serie de estas sociedades en paraísos fiscales,
y que estaban enterados de sus deudas.
Las cartas sirvieron. Aunque el Vaticano se había negado a
poner su patrimonio en garantía de las deudas de Calvi, aquellos textos
sirvieron para que mucha gente creyese que, sin embargo, eso mismo era lo que
estaba haciendo. Una habilidad quintaesenciada por la Iglesia católica,
apostólica y romana: hacer media para que todo el mundo crea que está haciendo entera.
En el momento en que Calvi y Marcinckus se entrevistaron,
Pablo VI ya se había ido con la Paloma, y también lo había hecho su breve sucesor,
el pobre diablo que un día había pretendido que Marcinckus le explicase sus
manejos. Estaba sentado en la sede apostólica Karol Wojtila, Juan Pablo II. Al santo
de la Iglesia le preocupaba un poco el merdé que se había organizado con el
caso Sindona. Eso de que la Iglesia hubiese tenido un asesor áulico al que
ahora apelaban de estafador y, lo que es peor, de vulgar asesino, no le hacía
pandán. Así que nombró, algunas semanas antes de la entrevista, una comisión de
quince cardenales para que revisasen la situación y la política financiera del
Vaticano. Los cardenales concluyeron que lo que tenía que hacer el Vaticano era
huir de operaciones oscuras y especulativas.
Ja.
Calvi, una vez que las cartas le sirvieron para ganar
tiempo, se aplicó a hacer algo para resolver la situación de sus sociedades de
paja. Para ello, contrató, a través de Pazienza, a un nuevo conseguidor: Flavio
Carboni. Carboni era un hombre de negocios sardo, dedicado sobre todo al
negocio inmobiliario. Exactamente igual que Gelli y que el propio Pazienza,
tenía una gruesa agenda de la que se decía capaz de tirar para resolver casi
cualquier problema. Era, pues, el tipo de persona que empalmaba a Calvi.
A finales de aquel año de 1981, Calvi se convirtió en
financiero de Carboni, que tenía un proyecto de construcción en su Cerdeña
natal. Para entonces, el banquero estaba perdiendo la confianza en Pazienza, y
necesitaba una nueva persona de referencia. Carboni se convirtió, rápidamente,
en el jefe de relaciones públicas del Ambrosiano.
Con éste y otros asesoramientos, Calvi se aplicó a la
búsqueda de un hermano mayor que le ayudase con los muchos problemas de su
banco; alguien que pusiera, a ser posible sin ser demasiado consciente de lo que estaba haciendo, su dinero bueno encima
del dinero malo del Ambrosiano. Había muy pocos candidatos así en Italia, pero
eso no lo desanimó.
En los últimos días de octubre de aquel año de 1981, Francesco
Micheli, un ejecutivo de finanzas que trabajaba para el grupo De Benedetti,
pidió una entrevista con Calvi. Lo que quería era bastante rutinario; estaba
buscando compradores para una emisión de bonos convertibles de su grupo
industrial, y había pensado en el Ambrosiano. Para su sorpresa, Calvi le
contestó que, tal vez, al financiero milanés podría interesarle ir más allá: le
ofreció un paquete de acciones del banco.
Carlo de Benedetti no le hizo ascos a la oferta. Ya he
escrito que, en ese momento, al Ambrosiano le iba de cine en la Bolsa y que el
consenso del mercado era que tenía muchas posibilidades. Así pues, aceptó que
los ejecutivos de ambos grupos se reuniesen y, al final, se acordó que el grupo
De Benedetti compraría aproximadamente el 2% del capital del banco. El propio
De Benedetti sería vicepresidente y Micheli consejero de La Centrale.
Calvi veía una luz al final del túnel. Pero todavía no sabía
si era otro tren que venía de frente.
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