La discusión en torno a las
pretensiones inglesas no sirvió sino para ahondar las diferencias
entre la Regencia y las Cortes, lo cual quiere decir que la
convicción dentro de éstas sobre la necesidad de neutralizar
aquélla se hicieron cada vez más fuertes. El ambiente de la opinión
pública gaditana operaba claramente como caja de resonancia para
este fenómeno, con una actitud anti-Regencia cada vez más acusada.
En julio de 1811, esta situación se acrisoló mediante una serie de
rumores muy fuertes en el sentido de que la Regencia proyectaba
disolver las Cortes, rumores de los que se hicieron eco varios
diputados en sede parlamentaria. El 17 de aquel mes, el gesto de
Císcar de presentar su carta de dimisión hizo pensar en una
rebelión en toda la regla.
Aunque aquellos rumores no llegaron a
nada, las Cortes decidieron crear un comité de enlace entre ellas
mismas y los regentes. Para tal misión crearon una comisión de la
que formaban parte los diputados Jaime Creus Martí, de tendencia
realista; Diego Muñoz Torrero y Manuel García Herreros, de
tendencias más liberales. Esta comisión acabaría por descubrir que
en la Regencia no se albergaba ningún proyecto de rebelión, pero
pudo, sin embargo, tomarle el pulso al creciente malestar que había
entre los gobernantes en nombre del rey hacia las constantes
intromisiones de las Cortes en su labor. Esta aclaración moral, en
todo caso, sirvió de poco, porque el problema era esencial. El
problema era que la máquina estaba mal concebida y mal montada; unas
circunstancias en las que era prácticamente imposible que funcionase
bien. Las Cortes, de hecho, siguieron pidiendo con cierta
periodicidad la remoción de los miembros de la Regencia, y si las
propuestas no salieron adelante fue tan sólo porque en su seno había
serios desacuerdos. Los realistas querían una Regencia mejor dotada,
cinco miembros, y además personas más cercanas a los planteamientos
del Antiguo Régimen. Los liberales querían exactamente lo
contrario. En ese desequilibrio se cimentó la longevidad en el cargo
de Ciscar y sus compañeros.
El deterioro, sin embargo, era
continuado, y ya poco se podía hacer por aquella Regencia a finales
de 1811. La composición del gobierno de España se había quedado
sin defensores. En primer lugar, el que quizás era el primer fautor
del equipo de gobierno, el general Blake, no se encontraba en Cádiz
por haber tomado el mando del Tercer Ejército. En segundo lugar, las
fuerzas más liberales, que como hemos contado habían sido los
padres de la idea de una Regencia con pocos efectivos, ya tampoco
creían en la fórmula que ellos mismos habían inventado. España,
además, está perdiendo la guerra y, en términos generales, no ha
conseguido que el Estado funcione mínimamente, no digamos ya a la
hora de responder a las muchas necesidades de una Administración en
guerra.
El país, representado en ese momento
por su Cortes en Cádiz, comenzaba a coquetear con la idea de una
derrota. Una de las consecuencias de esa idea era la convicción
sobre la necesidad de sustituir a la Regencia, y a ello se aplicó
desde noviembre de aquel año tan difícil. Por otra parte, los
ingleses, que lógicamente habían quedado malquistos por el
tratamiento que les habían dado los regentes en sus pretensiones de
mando militar, tampoco le hacían ascos a los cambios. Las cosas
fueron yendo en zigzag hasta que, el 22 de enero ya de 1812, se tomó
la decisión. En el caso de Ciscar, sin embargo, habría de
permanecer en Cádiz, puesto que las Cortes reservaron para él esa
ración de árnica que todavía hoy le recetamos a los primeros
ministros salientes: un puesto en el Consejo de Estado.
El año 1812 fue un año muy importante
para España, sobre todo por lo que ocurrió a muchos kilómetros de
aquí. Como bien saben los aficionados a la música de Tchaikovsky,
el de 1812 fue el año de su famosa obertura, la de los cañoncitos,
en la que se celebraba la victoria de los rusos sobre Napoleón. Esto
convierte a 1812 en un año en el que al precioso jarrón chino que
era el ejército imperial francés se le descubrió una grieta que,
desde entonces, no hizo sino hacerse más grande cada vez.
No por casualidad, 1812 es el año de
la proclamación de la Constitución de Cádiz, un proyecto
básicamente liberal cuyos patrocinadores no se habrían atrevido a
sacar adelante en una situación más comprometida para la guerra de
España. Pero lo cierto es que en ese año, y a pesar de que los
irredentos de Cádiz estaban muy lejos todavía de poder soñar con
una victoria segura contra el francés, las fuerzas liberales se
sintieron lo suficientemente apoyadas como para sacar adelante su
proyecto político.
La proclamación de la Constitución de
Cádiz llevaba lógicamente implícita la labor de realizar las
reformas y cambios para el país que el texto constitucional le
recetaba. Esto es lo que hace, en realidad, mucho más interesante el
año 1813 que el más mediático de 1812. Fue, efectivamente, en 1813
cuando los liberales despliegan su programa, bosquejado en la
Constitución, comenzando por el 22 de febrero con una medida que
ciertamente tenía ya para entonces un significado más simbólico
que real: la abolición de la Inquisición. Lo realmente importante
de dicha norma es que abordó una medida de directa afección a la
Iglesia católica sin consultarle como tal, mucho menos establecer
negociaciones diplomáticas con el Vaticano, que habría sido lo
teóricamente lógico. Aquí reside su importancia. No se trata de
que los liberales de Cádiz quisieran acabar con la gente metida en
sucias mazmorras o mucho menos quemada en plazas públicas porque, la
verdad, eso a principios del siglo XIX era ya como de coña y, de
hecho, hasta había algunos autos de fe que usaban llamas de papel.
Se trata, sobre todo, de lanzar a los poderes eclesiásticos el
mensaje de que, en aquellos temas propios de la Iglesia con afección
al Estado, el Estado tiene la última palabra y, por lo tanto, puede
llegar a decidir por sí solo porque la Iglesia, lejos de ser un
poder superior como siempre se había postulado, era, es, un
administrado más.
A la Iglesia lo de la Inquisición le
importó poco porque, como digo, poco poder se le cercenaba atacando
a una institución cuyo poder ya no es el que era. A la Iglesia lo
que le jode, habitualmente, es que le toquen el bolsillo. Por eso,
cuando realmente reaccionó fue en el siguiente escalón reformador,
un escalón en el que, la verdad, los gobiernos españoles habrían
de enfangarse, de una manera o de otra, durante más de cien años:
la reforma de las órdenes religiosas.
Buena parte del poder temporal ejercido
en España por esa institución espiritual llamada Iglesia, lo hacía
a través de las órdenes religiosas. Eran éstas las que poseían
señoríos, aldeas, predios, fábricas, rebaños, arriendos. Si en la
España de principios del XIX había una institución que funcionaba
mediante un sistema más o menos de cupo (esto es: en el fondo, yo
decido los impuestos que te voy a pagar), ese alguien no eran los
territorios vascos y navarros: era la Iglesia, la cual disfrutaba de
unos privilegios fiscales y de otras naturalezas que, en la práctica,
la convertían en un ente anticompetitivo, que le ponía las cosas
muy difíciles a todo aquél que quisiera emprender en los mismos
terrenos donde ella estaba emplazada, pero al tiempo tampoco tenia
ningún incentivo para evolucionar hacia la modernidad. Los derechos
de la Iglesia para hacer esto, por cierto, eran bastante más
antiguos que los de los vascos o navarros; así pues, hay que tener
cuidado al echar mano del pasado para sustantivar un derecho
presente, porque uno se puede encontrar con la sorpresa de que, en
aras de dicho principio, debería seguir manteniendo cosas como el
diezmo eclesial.
La pretensión gaditana de reformas las
órdenes religiosas, en todo caso, partió el país en dos, puesto
que la Iglesia lo combatió con todo lo gordo, como ocurre, como
digo, siempre que le tocan el bolsillo.
Las Cortes, sin embargo, necesitaban,
para llevar a cabo este proyecto regalista, un gobierno sintonizado
con ellas y con capacidad de actuación. Por esta razón los
anteriores regentes fueron sustituidos por Juan Villavicencio, el
duque del Infantado, Joaquín Mosquera, Ignacio Rodríguez de Rivas y
Juan Pérez Villamil. Una Regencia de cinco miembros diseñada para
llevar a buen puerto los proyectos regalistas liberales pero que, sin
embargo, de nuevo le salió rana. El gobierno español, para empezar,
adoleció de parecida inoperancia a la que había mostrado la
Regencia anterior, porque el problema no eran sólo las personas sino
el sistema en sí. En segundo lugar, los regentes, poco a poco,
fueron comulgando con las ideas menos liberales, con lo que a las
Cortes, en realidad, el tiro les salió por la culata.
La abolición de la Inquisición fue la
prueba del algodón donde se vieron estos temas. Las Cortes, tras
aprobar la norma, dictaminaron que debería ser leída en todas las
misas mayores de España durante tres semanas seguidas. El clero
reaccionó con la resistencia civil, negándose a realizar dicha
previsión. Cuando las Cortes volvieron el rostro hacia el Gobierno
de la nación para hacer valer la condición legal de su norma, se
encontraron con un gobierno que básicamente no hizo nada para hacer
cumplir la obligación y que, de hecho, en el mismo Cádiz permitió
que se levantase un importante movimiento contra el decreto. De
hecho, como probablemente no habían previsto los liberales, que ya
por entonces adolecían del buenismo Bambi que ha sido enfermedad
común en todos sus sucesores, la clase obispal española se unió
como un solo hombre en oposición al decreto inquisitorial, y muy
pronto esa unión cuajó para otras cosas y amenazó con convertirse
en un movimiento político de envergadura; de tan magna envergadura
que buena parte de él acabaría refugiada en la causa carlista y es,
en buena parte, razón de la capacidad de resistencia de la misma.
En los principios de 1813, los
diputados liberales temían un golpe de Estado desde el propio
Estado. Estaban convencidos de que los regalistas querían imponer
una Regencia en la persona de Carlota Joaquina, hija de Carlos IV
casada con Joao, el regente de la corona portuguesa. De alguna
manera, esta candidatura antiliberal se coordinaba, aunque fuesen
fenómenos diferentes, con la ofensiva de los curas, quienes,
agarrados a la norma de supresión de la Inquisición, acusaban a las
Cortes de Cádiz de querer eliminar la religión en España. En esas
condiciones, los liberales no podían permitir que la Regencia
estuviese en manos no controladas por ello, y por dicha razón
movieron los hilos para que fuese cesada, hecho éste que ocurrió el
8 de marzo de aquel año. Para nombrar un nuevo gobierno más
proclive a sus ideas, los liberales idearon el truco de hacer que los
tres miembros de la Regencia no fuesen personas designadas para ello,
sino por razón de su cargo. Serían regentes, así, los tres
miembros más antiguos del Consejo de Estado. Éstos eran Pedro Agar,
Gabriel Ciscar y el cardenal Borbón.
Esta artimaña, que no otra cosa era
para conseguir una Regencia más liberal, tenía la virtud de ser
cuando menos formalmente coherente con la Constitución de Cádiz. La
Pepa, en su artículo 189, regulaba la formación de la Regencia con
los siguientes elementos: la reina madre, si existiese; los diputados
más antiguos de la diputación permanente de las Cortes; y dos
miembros del Consejo de Estado, más un tercero, añadido por
antigüedad, en el caso de no existir reina madre. Puesto que las
Cortes habían aprobado desde el inicio de sus sesiones que ningún
diputado ocuparía funciones ejecutivas, la elección de la Regencia
era plenamente constitucional.
Todo era, sin embargo, un truco, un
juego de manos, para montar una Regencia según los deseos de las
Cortes gaditanas. Éstas se garantizaban la presencia de dos
elementos abiertamente liberales como Agar y Ciscar y, además, le
daban al gobierno de España una imprescindible pátina católica con
la presencia del cardenal Luis de Borbón y Vallabriga. Además de
ser primo del rey, puesto que era hijo del infante don Luis, hermano
de Carlos III, el cardenal tenía la valiosa característica de ser
primado de España. Con una persona así en el gobierno del país,
nadie en sus cabales podría sostener la idea de que el gobierno era
contrario a la religión. Su condición de Borbón, por último,
neutralizaba a las fuerzas que hubieran querido ver de regente a
Carlota Joaquina precisamente por ser miembro de la familia real.
Como siempre, las cosas no podían ser del color de rosa, puesto que
Luis de Borbón también tenía sus cositas. Muy en particular, el
cardenal era persona de escasa inteligencia política y muy poco
empuje personal, lo cual, por cierto, acabaría por ser letal para
España en el momento en que Fernando VII, persona mucho más
decidida que él, decidiese dar el paso al frente para reinstaurar la
monarquía antigua.
Por lo que se refiere a Ciscar, por las
palabras que han quedado escritas de los prohombres liberales de
Cádiz da la impresión de que nadie lo consideraba un liberal
acérrimo. Ya hemos dicho con anterioridad que Gabriel Ciscar, en
realidad, había hecho una buena carrera como marino y como servidor
público dentro del Antiguo Régimen; por no mencionar que había
sido ese Antiguo Régimen el que le había procurado la mayor gloria
de su vida, que había sido estar presente en París como
representante español en el nacimiento del sistema métrico decimal.
Sin embargo, lo que no le negaba el progresismo gaditano patrio eran sus compromiso y eficiencia precisamente como servidor público. Es
indudable que esto, para unos hombres que comenzaban a barruntar la
idea de que tal vez el gobernante no es aquella persona que se
enriquece con su gobierno sino una persona que se sacrifica en pro
del bien público (ese discurso que hoy todos los políticos
sostienen en Twitter), era de gran valor.
A pesar de que el nombramiento de la
nueva Regencia era con timbre de provisionalidad, el cargo fue hecho
pleno y permanente a los pocos días, como reacción de los liberales
a los movimientos todavía existentes entre los menos liberales en
favor de Carlota Joaquina. Presionados por las circunstancias, y a
pesar de saber que en la nueva Regencia había dos miembros (Agar y
Ciscar) con las que se las habían tenido tiesas apenas unos meses
antes, así pues las garantías de que todo fuese a salir bien no
eran totales, los diputados liberales aprobaron normas que
consolidaban y ampliaban el ámbito competencial de la Regencia,
reforzándola. En concreto, cabe citar el nuevo reglamento de la
Regencia, de 8 de abril, que establece la responsabilidad de los
actos de gobierno en los ministros, mientras que los miembros de la
Regencia reciben una consideración parecida a la del propio rey.
Renuentes a soltar sus propios privilegios y jerarquías, los
diputados de Cádiz, sin embargo, se “olvidaron”, una vez más,
de regular a fondo las relaciones entre el gobierno y las Cortes.
Hay que decir, en todo caso, que la
Regencia de la que formó parte Ciscar sabía muy bien por qué había
sido nombrada, y actuó en consecuencia. Nada más comenzar su
mandato, se aplicó con toda celeridad a perfeccionar la puesta en
vigor de la abolición de la Inquisición, denunciando los
movimientos en contra de ello que había iniciado el nuncio del
Vaticano en Cádiz. De hecho, ordenó la salida de España del propio
nuncio, y tampoco le dolieron prendas en expulsar de Mallorca a siete
obispos que habían firmado una pastoral en términos encendidos.
Desempolvando una orden de la época de Carlos III que prohibía al
clero criticar al gobierno, actuó con eficacia contra diversos
ataques sacerdotales contra la política liberal. Diseñó la
Regencia una nueva normativa para la elección de obispos en sedes
vacantes que de hecho habría permitido que en la designación de
éstos interviniese con más fuerza el poder temporal, aunque no tuvo
tiempo de ponerla en marcha. Asimismo, también secundó las ideas
liberales en materia de racionalización de monasterios y
conventos, aunque eso es algo en lo que, como sabemos, tampoco llegó
a mucho, pues más adelante en el siglo hubieron de tomarse varias
medidas en este sentido.
Con todo, aquella Regencia fue
responsable de novedades normativas de importante corte liberal.
Eliminó, por ejemplo, la obligación sobre la información de
nobleza para el ingreso en los colegios de la Armada; suprimió todos
los símbolos de vasallaje que todavía existían en los pueblos; y
legisló contra las trabas gremiales para la actividad económica
libre. Probablemente su labor de mayor calado fue el diseño de
nuevas normas en materia de Hacienda. La reforma de la deuda pública
contenía interesantes medidas desamortizadoras y, en lo tocante a
los impuestos, creaba, por primera vez en España, una contribución
única, una figura sin privilegios. Sin embargo, estas normas fueron
ya diseñadas cerca del mes de septiembre de aquel año, y
lógicamente decayeron con el final de la legislatura extraordinaria
y el traslado tanto de las Cortes como del gobierno a Madrid.
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