Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado
La carta de Stalin buscaba dos cosas, y las dos las encontró. En primer lugar, se estableció a sí mismo como primer historiador de la URSS. En segundo lugar, levantó el mito de la infalibilidad de Lenin; un mito que él necesitaba, pues el culto a la personalidad que había diseñado para sí mismo no era el culto al primer marxista-leninista, sino al mejor intérprete de ese primero, que era Lenin.
En su desequilibrada pelea contra Slutsky, Iosif Stalin dio carta de naturaleza a un concepto que sería muy importante para la historiografía soviética y que, de alguna manera, sigue presente en las maneras de muchos de los presentes licenciados en Historia: lo verdaderamente importante para un historiador no son los datos y los hechos, sino la conclusión a la que pretende llegar. El trabajo del historiador, de esta manera, se convierte en la paciente construcción de un edificio argumental que venga a coincidir con la tesis final que se quiere defender. En consecuencia, Stalin estaba haciendo una llamada para que los hechos, los escritos, las cartas, los juicios históricos que no cuadrasen con una determinada verdad predefinida fuesen preteridos en la investigación o, incluso, falsificados. Algo que se hizo sistemáticamente con algunas de las posiciones tomadas por Stalin, especialmente en sus primeros años como revolucionario.
La carta de Stalin fue un tsunami para el mundo intelectual historiográfico soviético. La revolución proletaria dejó de publicarse unos meses y, para cuando reapareció, su equipo editorial era completamente nuevo. Todas las publicaciones soviéticas recibieron orden de publicar la carta de Stalin, y de escribir editoriales apoyándola. El Presidium de la Academia Comunista se reunió el 31 de noviembre de 1931 para estudiar cómo habían respondido sus miembros a la carta del secretario general. La Sociedad de Historiadores Marxistas le declaró la guerra a las visiones historiográficas trotskistas; guerra en la que comenzó a lanzar críticas hacia tres miembros de la alta política del país: Minei Izrailevitch Gubelman, conocido como Yemelian Milhailovitch Yarovslavsky, él mismo un historiador fuertemente criticado por Stalin; Karl Berngardovitch Radek; e Isaac Izrailevitch Mints, también historiador. Además, las organizaciones de escritores exigieron que las teorías literarias soviéticas fuesen revisadas a la luz de la carta; y los economistas hicieron lo propio con la teoría económica. Los intelectuales, siempre tan proclives a la crítica miserable y al comepollismo en modo experto, comenzaron a lanzarse como hienas sobre cualquier “colega” que osase publicar un artículo o libro en el que las aportaciones teoréticas de Stalin no estuviesen adecuadamente recogidas.
A decir verdad, hubo algunos viejos bolcheviques que se acabaron por dar cuenta de que la carta de Stalin era usada como una especie de Evangelio y que, consecuentemente, aquello venía a ser un prólogo para su glorificación. Gentes como el propio Yarovslavsky, Milhail Stepanovitch Olminsky, Vilgelm Georgievitch Knorin o Nikolai Milhailovitch Lukin, todos ellos fuertemente ligados a la historiografía. Sin embargo, Stalin no se quedó quieto. El 1 de diciembre de 1931, décimo aniversario del instituto de Profesores Rojos, Kaganovitch les dio un discurso; discurso que apareció días después en Pravda para que todo el mundo lo pudiese leer.
Esta intervención de Kaganovitch vino a marcar la forma en la que se debía adoptar e interpretar la carta de Stalin. Yendo de menos a más, Kaganovitch explicó que el objetivo de la carta no era contrarrestar a Slutsky, para entonces convertido en un ex menchevique con ínfulas; sino a los editores de la revista y, en general, a cualquier literatura revisionista. Muy especialmente, Kaganovitch atacó la Historia de la Revolución en cuatro volúmenes escrita por Yarovslavsky; una obra que, para desgracia de su autor, tenía el pecado de haber recogido como fueron algunos pronunciamientos de Stalin en 1917 de los que ahora quería olvidarse. Kaganovitch, además, atacó duramente a los historiadores que se dedicaban a buscar citas literales de Lenin sobre esto o aquello, argumentando que Lenin, como todo pensador complejo, era alguien a quien había que saber interpretar. Y si alguien sabía hacer eso, claro, ése era Stalin.
En las dos semanas siguientes al discurso de Kaganovitch, Pravda fue publicando, como en un rosario, una serie de cartas de arrepentimiento por parte de los autores ahora malditos: Radek, Yarovslavsky y el también historiador Konstantin Andreyevitch Popov. Admitieron ser culpables de todos los errores de los que les había acusado Kaganovitch, y criticaron abiertamente lo que ya se conocía como luxemburguismo. Yarovslavsky reconoció que su análisis sobre los posicionamientos del Partido Bolchevique en la primavera de 1917 (es decir, aquéllos en los que Stalin había errado juzgando la estrategia del SPD y la propia) habían estado teñidos de trotskismo; y, de hecho, centró sus fuerzas en la redacción de la hagiografía de Stalin que se publicaría en 1930.
Automáticamente, se abrió la veda para ser más estalinista que Stalin. Un tal Olekhnovitch le escribió una carta en respuesta a la suya, que fue publicada por Bolshevik, en la que sostenía que el trotskismo nunca había sido una facción bolchevique, sino parte del partido menchevique.
En otro proceso cuidadosamente diseñado, la vida, escritos y teorías de Vladimir Lenin fueron concebidas y estudiadas de nuevo para hacerlas plenamente compatibles con la teoría de que Lenin había sido algo así como el primer estalinista; o, si lo preferís, que Stalin no era sino el siguiente, más perfecto, leninista.
La nueva historiografía soviética convirtió a Stalin en lo que no había sido: la primigenia mano derecha de Lenin. El 5 de mayo de 1932, décimo aniversario de la fundación de Pravda, el periódico publicó un artículo sobre sí mismo en el que destacaba que “durante su vida, Lenin escribió para este periódico casi cada día, siempre con el consejo del camarada Stalin”. Otro importante paso lo dio un desesperado Yarovslavsky. En un artículo escrito sobre el aniversario de la Conferencia de Praga (7 de enero de 1912), el historiador lanzado a los leones por su historia de la revolución escribió un artículo en el que, en la práctica, convertía a Stalin en el fundador del partido bolchevique. Lenin siempre había dicho, y escrito, que el bolchevismo, en su mismidad, había existido desde que, en 1907, en el II Congreso del Partido Marxista Ruso, se produjese la escisión entre bolcheviques y mencheviques. El bolchevismo, sin embargo, existía formalmente sólo desde la mentada conferencia de Praga, un lustro más tarde. Y había sido después de dicha conferencia cuando Stalin había sido aceptado como miembro del Comité Central; y, además, ni siquiera había sido elegido o votado, sino cooptado. En otras palabras: Stalin no se podía decir dirigente bolchevique antes de 1912; por eso era tan importante decir ahora que el bolchevismo sólo existía desde entonces. Esto de retrotraer "porque yo lo valgo" la fundación del Partido Bolchevique es algo que, la verdad, me recuerda mucho a los esfuerzos actuales de mucho culiparlante por convencernos de que la idea de España existe sólo desde que existe la moderna concepción de la nación española.
Yarovslavsky tenía otro problema: orillar la cooptación de su líder, que era cosa fea y cuestionaba su liderazgo, pues los líderes son aclamados, no colocados. Pero eso no fue demasiado problema para un tipo que estaba aprendiendo las maneras de los licenciados en Historia: despreciar todo lo anterior, defender que la última Historia escrita, por el hecho de ser la última, es la mejor; y sacar petróleo de esa mierda. Así pues, escribió, literalmente: “[En la conferencia] se eligió un Comité Central bolchevique en las personas de Lenin, Stalin, Zinoviev, Ordzhonikizde, Belostotsky (¿podría ser Anatoli Belostotsky?), (¿David?) Shvartsman, Goloshchekin (Filipp Isayevitch, uno de los planificadores de la masacre de la familia real rusa), Spandarian (Suren Spandari, armenio) y Sverdlov (Yakov-Aaron Milhailovitch)”. Y añadía, entre paréntesis: “(algunos de estos camaradas fueron cooptados). De esta manera, se escamoteaba la verdad: el Comité Central elegido en la Conferencia de Praga estaba formado por Lenin, Zinoviev, Ordzhonikizde, Spardarian, Sverdlov y Goloshchekin; además de Roman Vatslavovitch Malinovsky, a quien obviamente Yarovslavsky no iba a citar porque resultó ser un espía de la policía secreta zarista. En consecuencia, Belostotsky, Shvartsman y Stalin no habían sido elegidos.
En marzo de 1933 tenía que llegar otro aniversario: el medio siglo desde la muerte de Karl Marx. El periódico El historiador marxista, cuyo director era un tal S. E. Sef, lo saludó con un artículo que tituló Marx, Engels, Stalin; las autoridades, sin embargo, le obligaron a meter a Lenin en el título. En todo caso, para los historiadores y sus licenciados, el estudio de la actividad revolucionaria de Stalin en sus primeros tiempos, en Transcaucasia, se convirtió en un interesantísimo campo de investigación de la noche a la mañana. Coincidiendo con el aniversario de Marx, en la URSS se publicaron 7 millones de copias de libros de Marx y/o Engels, 14 millones de Lenin, y 16 millones y medio de Stalin.
La construcción de un Stalin gran teórico del marxismo y protagonista del bolchevismo desde sus primeros tiempos fue paralela a otro proceso de gran importancia: la construcción de la sensación de que la URSS estaba rodeada de enemigos, también internos; y que por eso el comunismo necesitaba a Stalin a su mano dura para defenderse. Un punto importante en esta estrategia fue el conocido como proceso menchevique, ocurrido, en 1931. Los mencheviques, una vez expulsados del poder en Rusia, se habían refugiado en el exilio, donde habían fundado la Delegación Menchevique en el Exterior, dirigida sobre todo por Raphael Abramovitch Rein. En el proceso, tres técnicos soviéticos fueron acusados de haber formado una unión en 1928 para, en coordinación con los mencheviques exteriores, conspirar para sabotear la URSS. También se los acusó de tener vínculos con el Partido Industrial y con un presunto Partido de los Trabajadores del Campo; una fantasmagórica formación conspiratoria que tenía hasta dirigentes: los economistas Alexander Vasilievitch Chayanov y Nikolai Dimitrievitch Kondratiev, considerados miembros de la derecha bolchevique conspiradora y procesados ya en 1930.
Chayanov, además de un más que decente economista, gustaba de escribir. Y había escrito una novelita a principio de los años veinte en la que describía una situación ideal en el campo ruso para mediados de siglo, bajo el liderazgo del Partido; pero en la que tuvo la desgracia de inventarse la figura del mentado Partido de los Trabajadores del Campo. Yakov Saulovitch Sorenson, normalmente conocido como Yakov Agranov, director del OGPU, tuvo la idea de “crear” un proceso judicial en el que diversos especialistas económicos deberían “confesar” su participación en una conspiración pro-kulak; Stalin lo aprobó y, entonces, Agranov utilizó la invención de Chayanov para implicarlo en la movida.
Así empezó la cosa. Pero para cuando el proceso menchevique había tomado cuerpo, la lista de los imputados era caza mayor: Vladimir Gustavovitch Groman, alto funcionario del Gosplan; Vasili Sher, economista del banco central; Abram Moiseevitch Ginzburg, miembro del Consejo Supremo de Economía; Milhail Petrovitch Yakuvovitch, miembro del Comisariado de Comercio; Aron Livovitch Sokolovsky, Lazar Borisovitch Zalkind, Alexander Yulevitch Finn-Yenotaevsky, Nikolai Nikolayevitch Sukhanov, Vladimir Ikov o Issac Ilitch Rubin. Los “investigadores” descubrieron que Abramovitch había hecho un viaje clandestino a la URSS en 1928 para organizar todas las acciones de sabotaje.
Obviamente, todo estaba inventado. Abramovitch demostró con facilidad que él no podía haber estado en la URSS en 1928 cuando los fiscales afirmaban que había estado. En puridad, lo único algo cierto que había en todo el juicio eran ciertos contactos de Ikov con mencheviques. Incluso, en el caso de Yakuvovitch, fue oficialmente acusado de haber desviado los envíos de bienes de equipo para dos fábricas. Pero el hecho es que la orden de proceder así había provenido de su jefe directo: Anastas Mikoyan, quien le había informado de que era una orden directa de Stalin. Sukhanov fue el más colaborador con los fiscales porque se creyó las ofertas de beneficios para él; fue enviado a Verkhne-Uralsk, es decir, a donde Cristo perdió el carné del Atlético de Madrid, desde donde protestó por el trato recibido. Groman fue invitado a colaborar por la vía de facilitarle pequeñas cantidades de vodka; era un alcohólico redomado. Ginzburg y Yakuvovitch fueron apaleados repetidamente puesto que se empeñaron en negarlo todo. Intentaron suicidarse y, finalmente, fueron privados del sueño hasta que decidieron confesar.
Una vez que la resistencia de Yakubovitch se hubo roto, se organizó un careo entre él y otro acusado, un tal Teitelbaum. El interrogador los dejó solos, momento en que Teitelbaum, un empleado del Comisariado de Comercio Exterior, le confesó a Yakuvovitch que había confesado haber recibido sobornos de empresas capitalistas. Se echó a llorar y le dijo que se sentía en peligro de acabar expuesto públicamente como un corrupto. Entonces, le propuso a Yakuvovitch que lo acusase de ser miembro de la Unión secreta menchevique, porque prefería ser un contrarrevolucionario que un corrupto. En ese momento el interrogador regresó y Yakuvovitch, ante los ruegos de su compañero de careo, lo acusó de ser miembro de la organización. Como declararía Yakuvovitch años después, pues sobrevivió a Stalin, “así fue cómo nació la organización terrorista”.
En el proceso de los mencheviques hubo elementos de venganza personal de Stalin. Tanto Grosman como Sukhanov habían criticado a Stalin en el pasado. Y en lo tocante a Rubin, era subordinado de una persona a la que el secretario general odiaba: David Borisovitch Goldendakh, normalmente conocido como David Riazanov. Rubin, uno de sus principales discípulos en el Instituto Marx-Engels, fue repetidamente torturado y, finalmente, colocado frente a una persona que no conocía de nada, momento en que los interrogadores anunciaron que le volarían la cabeza a esa tercera persona allí mismo si no confesaba sus crímenes. Por dos veces le hicieron lo mismo, por dos veces Rubin se negó a confesar, y por dos veces la tercera persona fue asesinada delante de él. Después de eso, finalmente cedió. En el juicio declaró que, cuando supo que iba a ser arrestado, le dio a Riazanov un sobre cerrado con material de la organización menchevique.
Riazanov, o ésta es la versión que se da por más probable, fue convocado frente al Politburo. Allí, Stalin le conminó a decir dónde estaban esos documentos, a lo que Riazanov contestó: “estarán donde los hayas colocado tú, camarada”. Fue expulsado del Partido y de su curro en el instituto y se tuvo que ir a vivir a la ciudad de Saratov; acabaría en el paredón de las purgas. El Instituto Marx-Engels, que dentro de que el marxismo en sí es un poco ful hacía cosas bastante potables, fue fusionado con el Instituto Lenin, que siempre fue un pozo de mediocridad la verdad, y puesto bajo las órdenes de uno de los intelectuales más limitaditos de su época, Vladimir Viktorivitch Adoratsky, de profesión historiador y tragapenes en modo experto.
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