Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado
Ya durante los años veinte, el debate de ideas había tenido gran importancia en el seno de los enfrentamientos del comunismo. La cuestión importante entonces no era tanto la elaboración e interpretación del marxismo, tema que se convirtió en principal en momentos como el que ya relatamos, de madurez del régimen; como la praxis y posibilidades de la construcción del socialismo. En aquellos tiempos, publicaciones como Pravda o la revista doctrinaria por excelencia, Bolshevik, estaban trufados de artículos de Trotsky, Zinoviev, Kamenev, Stalin, Kalinin o Yarovslavsky. Sólo en los diez años posteriores a la revolución, León Trotsky publicó 21 volúmenes doctrinarios. El 4 de diciembre de 1924 se anunció que la oficina leningradense de la Editora Nacional soviética iba a abordar la publicación de los trabajos de Zinoviev; algo que esperaba le ocupase 22 volúmenes.
Ya en aquellos tiempos, a Stalin le costó lo suyo mantener el ritmo de unos tipos que tenían una verborrea mejor que la suya y más conocimiento de las cuestiones teóricas. Sin embargo, durante la década de los veinte la cosa le fue fácil, porque sus artículos estaban más dedicados a polemizar con sus contrarios políticos que a profundizar en el leninismo. La gran transformación que se produce entonces en Stalin es que se convierte en un retórico y en una persona con grandes capacidades a la hora de polemizar. Por decirlo así, lo que supo hacer, o le enseñaron, fue a convertir su rudeza, a todas luces excesiva según él mismo habría de reconocer, en su principal arma. Como dicen los profesores de escritura creativa, Stalin encontró su voz.
La entrada de Stalin en el terreno teórico se produjo en esos años de forma muy intensa. Como ya he comentado, los años contemporáneos y posteriores al XIV Congreso son los años en los que Stalin comienza a citarse a sí mismo en muchos discursos, como una consecuencia lógica de su estrategia de formar un ticket histórico con Lenin, buscando que el socialismo no tenga más referencias que ellos dos. La entrada de Stalin en el terreno teórico, por otra parte, tuvo la consecuencia de influir sobre la interpretación soviética del marxismo, alejándola de algunos elementos que la habrían hecho, en mi opinión, más interesante. Stalin, por su propia forma de ser y de concebir el poder y los movimientos sociales, no estaba en condiciones de asumir los ya de por sí escasos elementos humanísticos del marxismo. Lo suyo fue señalar la vertiente “sacrificial” del socialismo, algo que se reflejaría también en su praxis.
Otro terreno en el que durante esos años fue muy activo Stalin fue en la puesta en práctica de sus ideas sobre el control total de la cultura por parte del Estado o, más bien, del Partido. En junio de 1925, el Politburo aprobó una propuesta Sobre la política del Partido en el campo de la literatura creativa, que sentó las bases de ese control. Stalin era muy aficionado al teatro y al cine, y no solía perderse los espectáculos del Bolshoi; por otra parte, igual que otros líderes políticos, como Winston Churchill o el general Franco, gustaba de ver cine en privado, tanto en el Kremlin como en sus dachas.
Lo realmente importante es que el secretario general creó un estado de cosas en el que muchos, si no todos, los escritores de cierta nota en la URSS aprendieron que lo mejor que podían hacer con los borradores de sus obras era pedirle al camarada su opinión antes que nada. Recibir, como le pasó a Alexander Illitch Bezimensky, una nota de Stalin tras leer su borrador de Un día de nuestra vida aseverando que no había “nada pequeñoburgués” en el texto, era la garantía que todo escritor buscaba para publicar sin ser molestado. Stalin estaba, incluso muchos años antes de las purgas y del Estado policial, meticulosamente informado de la vida y milagros de los autores soviéticos; al juzgar sus obras, los juzgaba también a ellos, y eso era algo que todos sabían. Aunque siempre hay gente que se enfrenta. Yevgueni Ivanovitch Zamiatin encabronó en modo experto a Stalin por la publicación de un artículo, Tengo miedo, a pesar de que se produjo en una revista muy poco leída de Leningrado, Dom Iskusstv. Zamiatin escribía cosas como “la verdadera literatura sólo existe cuando la crean locos, eremitas, herejes, soñadores, rebeldes y escépticos, y no por funcionarios haciendo su trabajo”; por lo que desconfiaba de que lo que se estaba creando en la URSS pudiera llamarse arte. En 1932, fue autorizado a abandonar la URSS, a la que nunca regresó. Otro opositor importante fue Alexander Bogdanov, viejo colaborador de Lenin, quien, como Zamiatin, consideraba que sólo se podía crear si la creación no era contaminada por pies forzados ideológicos.
Stalin, obviamente, no era de esa opinión, y casi desde el primer día en que se consideró al mando de la URSS buscó la manera de controlar la cultura. Pero, una vez más, como otras muchas a lo largo de estas notas, hemos de decir que la imagen de Stalin como una persona enloquecida en sus convicciones que hacía cosas que los demás no hacían es totalmente falsa; es, de hecho, una fabricación del comunismo post estalinista para no tener que lavar sus zurraspas. Durante la enfermedad de Lenin, en un momento pues en el que Stalin estaba muy lejos de tener todo el poder, el Partido tomó la decisión de hacer una lista de 160 artistas y científicos soviéticos que fueron expulsados del país. La expulsión se vio seguida por un artículo en Pravda, titulado de forma bien directa El primer aviso, en el que se anunciaba la lucha contra la creación y la ciencia contrarrevolucionaria. Era el 31 de agosto de 1922. De hecho, pasados los años, Stalin acabaría por ayudar a algunos escritores soviéticos emigrados a regresar, como ocurrió con Alexei Tolstoi (que luego prestaría grandes servicios a eso que damos en llamar movimiento de escritores antifascistas) o Alexander Ivanovitch Kuprin. Cuando en 1933, el hoy injustamente olvidado Iván Alexeyevitch Bunin ganó el primer Nobel para un ruso, a Stalin sólo le interesó preguntar de qué había hablado en su discurso; y comentó sombríamente: “ahora ya no querrá volver” (la verdad es que, para entonces, Bunin estaba bastante más que convencido de no volver).
Las ideas de Stalin respecto de la cultura siempre fueron centralizadoras. Y, precisamente por eso, al secretario general no le gustaba nada el apretado dédalo de asociaciones y grupos que se creaban casi cada día en los diferentes elementos culturales y científicos de la vida soviética. Todos eran comunistas, ciertamente; pero eran demasiados y, cuando hay demasiado de algo, es difícil de controlar.
Regresando a 1930 y a la necesaria eclosión de Stalin como pensador de altura, la filosofía marxista-leninista había estado dominada, hasta entonces, por una escuela de pensadores hegelianos liderada por Abram Moiseyevitch Deborin, un longevo intelectual que sobreviviría diez años al propio Stalin. Deborin era considerado un poco como el Engels de Lenin. Stalin tenía el privilegio intelectual de que uno de sus primeros truños, Los problemas del leninismo, era lectura obligada para los estudiantes para la Academia Comunista de Filosofía; pero ahí terminaba su papel. El resto de las lecturas estaba formado por las obras de Marx, Engels, el casi mítico Georgi Valentinovitch Plekhanov y, por supuesto, Deborin.
La dialéctica, que es el centro de la filosofía de Hegel, no es algo fácil de aprehender; y si le quitamos la hache al verbo, la cosa no se hace más fácil. Stalin tenía claro que necesitaba mejorar su tono dialéctico, su conocimiento de la tesis, antítesis y la puta síntesis, para poder hacerle sombra a los filósofos oficiales. Así que decidió algo parecido a tomar clases particulares. Su coach fue Yan Ernestovitch Sten, uno de los grandes discípulos de Deborin. Desde 1925, es decir en fecha muy temprana, y durante tres años, Sten le daba clases de dialéctica; tres por semana (justo lo que estás pensando: el hecho de que fueran tres se presta a un sutil chiste hegeliano). Un año después, en diciembre de 1929, durante su espich en la conferencia de agricultores marxistas, Iosif se encontraba ya lo suficientemente fuerte en materia dialéctica como para empezar a decir cosas en ese terreno; y le dijo a los agrónomos rojos que la filosofía debía de estar apegada a la realidad. Nadie lo entendió así en ese momento; pero, en realidad, esas palabras marcaron el comienzo de la estrategia del secretario general del PCUS para convertirse en un intelectual de altura.
Poco tiempo después de aquel encuentro, tres profesores miembros del Instituto de Profesores Rojos, una importante Escuela Normal de enseñantes del partido, publicaron un artículo en Pravda. Se trataba de Pavel Fiodorovitch Yudin, Mark Borisovitch Mitin y V. Raltsevitch. Su tesis era calcada a la de Stalin: la filosofía debía cambiar para adaptarse a los problemas del mundo real y actual; y estaba, además, salpimentada con alabanzas a la persona del secretario general. Para ellos, la lucha abierta por Stalin frente a izquierda y derecha bolchevique reflejaba su “profundo entendimiento de la dinámica dialéctica”; en otras palabras, los filósofos lanzaban la idea de que Stalin era la perfecta síntesis hegeliana de las tendencias del marxismo-leninismo moderno (entendiendo moderno por aquel tiempo).
Aunque el artículo no citaba el deborinismo, lo atacaba como un punto de vista excesivamente teórico, inhábil ante los problemas reales. En un ejemplo poco común, el artículo tenía una coda en la que Pravda declaraba: “los editores de este periódico se asocian personalmente con las proposiciones de este artículo”.
El 9 de diciembre, Stalin se dejó ver en un coloquio con filósofos, todos ellos del Instituto de Profesores Rojos. Allí, si hemos de creer el relato que Mitin hizo del encuentro, Stalin afirmó que era necesario “rastrillar todo el estiércol acumulado del deborinismo”, que calificó de “idealismo menchevique”. Más aún: envalentonado, dijo que incluso Plekhanov había defendido varias proposiciones erróneas, que resultaba necesario corregir. Stalin había comenzado la carrera para convertirse en el primer filósofo de la URSS; poco tiempo después, los textos de Deborin dejaron de ser lecturas obligadas en las facultades.
Abram Deborin, ya os lo he dicho, sobrevivió a Stalin. Esto le dio la oportunidad de escribir una carta a Nikita Khruschev en la que, entre otras cosas, le refirió que, en aquellas semanas de 1929, un dirigente del Comité de Agitación y Propaganda del Comité Central del Partido le había informado de que se iba a establecer una sola autoridad en todos los campos del saber; y que esa autoridad era Stalin. Después de ese encuentro, el trío de la bencina de Pravda: Yudin, Mitin y Raltsevitch, le visitó y le conminó a denunciar públicamente a sus discípulos como enemigos del pueblo y afirmar la superioridad filosófica de Stalin. Deborin les mandó a la mierda, con lo que consiguió ser él mismo denunciado.
Cautiva y desarmada la filosofía, Iosif Stalin fue a por la Historia. Y, más concretamente, la Historia de su Partido y de la revolución.
En aquella URSS, donde todavía se investigaba y especulaba con cierta libertad, siempre claro dentro de los límites de la creencia marxista, había algunos puntos de especial interés por su carácter polémico. El principal de ellos era la relación entre el comunismo marxista y el Partido Socialdemócrata alemán y, en general, la Segunda Internacional. Este tema era tan importante que el Instituto Soviético de Historia había creado un grupo de estudio específico sobre la materia, coordinado por un historiador llamado A. G. Slutsky.
Este Slutsky publicó un artículo en octubre de 1930 (en la revista La revolución proletaria) en el que analizaba la posición de Lenin sobre las discusiones ocurridas en el SPD antes de 1914, cuando una tendencia revisionista, dirigida por Eduard Bernstein, se enfrentó a los centristas mayoritarios, liderados por Karl Kautsky y August Bebel. El punto de vista de Kautsky y Bebel fue considerado como revolucionario, tesis ésta que Lenin compartió, dejando de lado, por lo tanto, a la facción izquierdista de Rosa Luxemburgo. Según explicaba Slutsky en su artículo, Rosa Luxemburgo había tenido una visión muy clara de la política de Kautsky, a la que ya en 1907 había calificado de meramente oportunista; pero que, sin embargo, Lenin había seguido años creyendo en ella.
Los editores de La revolución proletaria dan toda la impresión de haberse dado perfecta cuenta de los peligros que arrostraban publicando un artículo que venía a decir que Lenin se equivocó, porque lo hicieron acompañar de esa típica nota en la que recordaban que no necesariamente se identificaban con los puntos de vista del autor. Es difícil, sin embargo, que esperasen la reacción que se produjo.
Encabronado, Stalin escribió una carta de refutación, que fue publicada a finales de aquel octubre por la misma revista y por la revista Bolchevique.
Para Stalin, afirmar que Lenin no había sabido ver los peligros inherentes al centrismo socialdemócrata equivalía a afirmar que Lenin no había sido un verdadero bolchevique, cuando menos antes de 1914. El bolchevismo, continuaba, no es sino la lucha a muerte contra el marxismo centrista (o lo que entonces se llamaba así), por lo que, decía, los editores de la revista nunca deberían haber publicado aquella mierda. En su opinión, lo que Slutsky, de alguna manera, estaba insinuando en su artículo, era que Lenin mejor habría hecho de aprender algo de Rosa Luxemburgo; lo cual era un ultraje.
La carta de Stalin, por cierto, puede ser consultada en internet. Stalin debió de escribirla en tal estado de agitación que ni siquiera tiene el mínimo gesto de cortesía de referirse a Slutsky con su nombre y patronímico completos; razón por la cual, cuando menos hasta ahora, yo no he conseguido averiguarlos (hay un Slutsky -Evgeny Evenievitch- pero era economista).
En la práctica, defender la idea de que, antes de que estallara la Gran Guerra, Lenin no era todavía un verdadero bolchevique, equivalía a sugerir que era la guerra la que lo había convertido en tal cosa. Pero entonces, si Lenin se había convertido en un bolchevique tardío, por así decirlo, tenía que haberlo hecho cabalgando la principal teoría marxista acunada por el bolchevismo en aquellos años, es decir, la conversión de revoluciones burguesas democráticas en revoluciones marxistas. Pero, claro, esa teoría no era de Lenin; era de Trotsky. Esta conclusión, por lo tanto, convertía la versión de Slutsky sobre el pasado del marxismo-leninismo en la insultante insinuación de un fondo trotskista. Por ello, terminaba Stalin, resultaba intolerable que los editores de la publicación hubiesen dado aquella muestra de “liberalismo podrido” aceptando el original de Slutsky. Días después de publicarse el artículo, Slutsky fue arrestado; acabaría arrostrando más de dos décadas de exilio.
Un ucraniano en el 2000 y nacido en los cincuenta me dijo que Stalin fue un buen gobernante. No indagué mucho, sólo le pregunte ¿Iosif? por si no lo entendí bien.
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