El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia
Por parte hispana, los compromisos del tratado de Barcelona se cumplieron en cero coma; es lógico, puesto que estaba en nuestro interés santificar aquel pacto. Sin embargo, a pesar de que pasaban las semanas y aun los meses, Francia no movía a su gente de los condados.
La cosa tiene lógica. Los partidarios de los Beaujeu iban por ahí diciendo que se había firmado un pacto, sí; pero que los pactos se firman para romperlos. No se les puede culpar: es un punto de vista 100% francés. Pero es que, además, las cosas como son, tenían razón. Los Beaujeu, bastante más duchos en las sutilezas de la política que Carlos, un rey bastante inocente la verdad, se habían coscado perfectamente de la celada tendida por Fernando de Aragón en el tratado: el establecer que la mayor prelación de acuerdo internacional no sería con Francia, sino con el Vaticano, en realidad España se estaba reservando la capacidad de no darle a Francia aquello por lo que había entregado los condados, es decir: libertad de acción en Italia. Porque Nápoles era básicamente controlada por los aragoneses pero, formalmente, era una propiedad del Papa.
Así las cosas, Ana de Beaujeu comenzó a comerle la oreja a su hermano, hasta que lo convenció, en el sentido de que había vendido demasiado barato. El rey francés acabó exigiendo nuevas negociaciones.
Estas nuevas negociaciones son lo que conocemos como conferencias de Clará. Por Francia, allí estuvieron Jean de Langlade y Pierre de Saint André; y, por España, Juan de Mauleón y Juan de Coloma. Los franceses exigían un codicilo anexo al tratado de Barcelona en el que los españoles se comprometiesen a no hacer nada que pudiera comprometer la acción francesa en Italia; los negociadores españoles reputaban imposible firmar aquello y se enrocaban en que lo que estaba firmado, estaba firmado.
La cosa terminó en que la delegación española declarase la imposibilidad de cumplir las exigencias francesas en presencia de un notario, para que así quedase claro que cualquier ruptura era imputable a Francia. Estamos a principios de mayo de 1493, un momento en el que los condados, en teoría, debían de haber dejado de ser franceses semanas atrás. En el Rosellón, Caramán redoblaba los esfuerzos profranceses y la represión de las fuerzas proaragonesas. Hizo traer el francés nuevas tropas a la guarnición de Perpiñán, lo que levantó la suspicacia de los locales. De hecho, la chulería de Caramán acabaría por provocar que grupos de perpiñanenses acabasen por acordar la formación de un complot para echar a los franceses antes de que las negociaciones diplomáticas pudieran llegar a ningún acuerdo.
El jefe de los conjurados era un catalán llamado Joan (creo) Sarriera. Este tipo, al parecer, se dedicó a hacer minería de datos entre los mandos militares de la plaza para encontrar alguno que estuviese encabronado; hasta que encontró a un italiano, el capitán Bernaldino, que estaba, por lo que se ve, muy malquisto con los franceses. Bernaldino era muy colega de otro capitán, llamado Carriach, que comandaba la guarnición del mismísimo castillo de Perpiñán.
Los conjurados trataron de conseguir la conexión con la gente de Clará, enviando a un tal Planella, teniente de las tropas comandadas por Bernaldino, a la villa. Planella le explicó a Juan de Coloma que era posible dar un golpe de fuerza en Perpiñán.
La reacción de Coloma yo creo que se puede describir adecuadamente con el concepto de que pretendió, como Carlos Arguiñano, reservar aquella cebolla pochada. No quería usar de la conspiración porque en ese momento españoles y franceses todavía estaban negociando y su obsesión era no aparecer como el cabrón que rompía el tablero; pero tampoco le dijo a Planella que no mamase, porque no estaba cierto de que aquélla no tuviera que ser la solución que finalmente se adoptase. Coloma, sin embargo, no estaba seguro en ese momento de que todo pudiese terminar en un rompimiento.
La razón de que Coloma no desmintiese las intenciones de Planella era que, en realidad, los españoles ya se estaban preparando para algo así. Bernat de Milamarí, Almirante de Aragón, estaba con sus barcos siempre a la vista de Colliure, mientras que, en El Ampurdán, los aragoneses estaban acumulando tropas de la forma más discreta que eran capaces.
Coloma se trasladó a Figueras, donde lo visitó el mismo capitán francés Bellegarde, personaje fundamental en la ciudadela permiñanense, para ofrecerle la fortaleza.
Estas movidas, sin embargo, no fueron necesarias. Tal y como esperaba Coloma y por eso era tan cauto, el rey francés acabó cediendo. Intentó abrir unas nuevas negociaciones, pero los españoles, yo creo que bien informados de que, en ese momento, Carlos temía que se abriese una guerra abierta con España en el teatro italiano que acabase barriéndole allende los Alpes, exigieron el puro y duro cumplimiento del tratado de Barcelona; y el rey francés, finalmente, hubo de honrar su palabra. Paladead el momento, que no hay muchos de éstos.
Carlos decidió puentear las negociaciones de Clará, donde la sombra de su hermana era muy larga, y envió a su grand panetier (el título puede parecer una chorrada, pero era uno de los principales elementos en aquella Corte) a Barcelona. El 10 de agosto, Juan de Mauleón y Juan de Albión recibieron los condados de manos del obispo de Albi. Días después de la entrega, Caramán desapareció de Perpiñán, así pues el mosén Pina, primer cónsul o concejal, asumió el control de la ciudad. El día 2 de septiembre, los españoles volvían a controlar la población. La raya de Francia volvía a situarse en el paso de Salces, donde Jaime el Conquistador y San Luis la habían trazado en el tratado de Corbeil, en 1258.
El cortejo con los reyes salió del Nou Camp el viernes 6 de septiembre y llegó a Perpiñán el viernes siguiente. Aquel 13 llovía a mares sobre la ciudad, pero aun así los reyes de Castilla y de Aragón entraron en la ciudad entre los vítores de los locales que, como buenos catalanes, los consideraban sus reyes (yo, como siempre: haciendo amigos).
Lo que debes entender tú, que estás leyendo estas notas, máxime si eres uno de esos licenciados en Historia que estás todo el día con el mantra de stick to the sources y que las cosas hay que interpretarlas en su contexto y todo ese discurso básicamente superficial, es que, para los hombres, las mujeres y los niñes decimoquintofiniseculares, la recuperación de los condados pirenaicos que pertenecían en justo derecho a la corona de Aragón fue un hecho de la misma importancia que la entrada de los reyes castellano-aragoneses por las puertas de Granada. Con el tiempo y, quizás, debido al hecho de que esos mismos condados han terminado por ser una terminal más de la Patria Borde, también llamada Ille de France, esto se ha tendido a olvidar. Bueno, por eso y porque, la verdad, a muchos relatos presentes, ir por la vida diciendo que la unión dinástica castellano-aragonesa puso toda la carne en el asador por sustantivar una reivindicación básicamente catalana, pues como que no cuadra.
Así pues, cuando alguien te hable, desde una tarima o con una cerveza de por medio, del año 1492 y te cite la toma de Granada y el viaje de Colón como sus elementos, ya puedes ir pensando que ese alguien o tiene, cosa que es frecuente; o quiere tener, cosa que también lo es, información muy parcial. Y que, claro, por fas o por nefas a esa persona le costará entender el papel activo que juega el principado catalán en la formación de esa idea que llamamos España, porque para él todo lo que sostiene a España es haberle encendido el pelo al moro y haber dado el braguetazo de la plata de Potosí.
El prestigio mundial (léase europeo) que obtuvieron los reyes católicos con la devolución de los condados pirenaicos fue incluso superior al que obtuvieron culminando la gesta granadina. De mucho tiempo atrás, en las cancillerías europeas todo el mundo tenía claro que la única duda que existía sobre la obtención por parte de Castilla, sola o en compañía de otro, de pleno control sobre los solares otrora islamitas, era sólo cuestión de tiempo. Nadie en sus cabales apostaba ya por una reversión de la situación. Pero, ay, lo de Francia ya era otra cuestión. El tema de los condados pirenaicos era el tema del rey de una nación pujante, cada vez más ancha, cada vez más poderosa, habiéndole guindado dos fincas a una monarquía poderosa pero, al tiempo, peligrosamente situada en medio de la pinza formada por dos naciones: Francia y Castilla que, no se olvide, al comienzo de esta polémica, eran aliadas de tiempo atrás y con muchos intereses comunes. El mensaje que lanzaron castellanos y aragoneses uniéndose bajo una misma pareja de reyes y defendiendo sus intereses comunes (aragoneses nutriendo las tropas que bajaban al sur expulsando al moro, castellanos implicados en total sintonía en las negociaciones con Francia para la devolución de los condados); el mensaje que lanzaron, digo, se escuchó alto y claro en los palacios y las cancillerías de Europa; por mucho que hoy en día, en los cascos Bluetooth del licenciado en Historia average, sean un mero susurro molesto.
Terminados los negocios nazarí y condal quedaba, sin embargo, otra pieza. Hablamos, claro, de Navarra.
Juan II de Aragón, ya lo habéis podido leer en estas notas, había hecho todo lo humanamente posible, y también lo inhumanamente, por ser un rey de Navarra con capacidad para dejarle el momio a su hijo. Sin embargo, los temas se le torcieron en esto. Para poder alcanzar con Francia el famoso acuerdo de los 300.000 escudos que necesitaba para cerrar la vía de agua catalana, Juan necesitó de la ayuda de su yerno Gastón IV de Foix, sacrificando en el altar de la alta política a su hija Blanca de Navarra para que la sucesión de la tierra de la chistorra fuese para su hija menor, Leonor de Foix. El hijo de Leonor, Gastón, vizconde de Castelbón, fue también Príncipe de Viana y Juan II, durante toda su vida, ostentó el título de rey de dicho reino.
Gastón de Viana casó con Magdalena de Francia, hermana de Luis XI; pero acabaría falleciendo sin llegar a ser rey de los navarros. Así las cosas, sus derechos dinásticos los transmitió a su hijo Francisco o François (hoy en día, lo mismo también Franzistko) Febus.
Cuando Fernando de Aragón heredó los Monegros, en 1479, ni hizo gesto alguno por reclamarle a su hermanastra Leonor la corona aragonesa. Es probable que supiera que la pobre mujer estaba cascadísima, pues, de hecho, murió en Tudela ese mismo año, el 12 de febrero. Puesto que su padre, el rey Juan, la había roscado el 19 de enero, hemos de concluir que a Leonor no le dio tiempo ni de hacer una contrarreforma laboral, puesto que fue reina de Navarra unas tres semanas. La corona, pues, fue para Paco Febus pero, como no tenía pelos en los cojones, reinó bajo la tutela de su mamá, la Magdalena.
Los Foix fueron, pues, la tercera casa francesa que reinó en Navarra, después de los Champagne y de los Evreux. Los Febus eran ya poseedores de importantes predios tanto en Foix como en Béarn, un estado soberano.
En 1479, como ya he dicho, Fernando de Aragón no tenía la cabeza para aquellos ruidos. Estaba implicado de hoz y coz en la sucesión castellana, por lo que, realmente, lo mismo hasta le costaba recordar dónde quedaba Pamplona.
Febus, en cambio, tenía la salud frágil; o, tal vez, le faltaban capas en el estómago para procesar la chistorra. El caso es que, rey de Navarra en 1479, el 29 de enero de 1483 la roscó. Esta muerte tan prematura dio al traste con un proyecto un tanto loco, de casarlo con La Beltraneja. Y no fue el único, pues también se pensó, en aquellos momentos, en ceder el reino a Juana, la hija de los reyes, que acabaría siendo conocida como Juana la Loca.
Sin sucesión masculina, la corona navarra quedaba en manos de Catalina Febus, su hermana, que tenía 13 años en el momento en que su bro se fue. El hermano de Gastón de Foix y tío de Paco Febus, Juan de Foix, intentó postularse para el puesto, pero nadie, y ese “nadie” quiere decir, fundamentalmente, Francia, se mostró lo suficientemente interesado en la idea como para apoyarlo.
Catalina Febus, pues, heredó Navarra, Béarn, la Bigorra y Foix. Magdalena de Francia siguió siendo regente, pero el día a día del reino lo llevó otro de la familia, el cardenal de Foix. El tema gordo era casar a la niña.
A Catalina Febus, con esa dote, no le faltaban pretendientes: el príncipe de Tarento, hijo de María de Foix y de Guillermo V de Montferrat, primo hermano de la casadera; Carlos de Orléans, conde de Angulema; el hijo del conde de Boulogne; Jean, el vizconde de Tartas, hijo de Jean d'Albret; y, last but not least, Juan, el hijo de los reyes católicos. En realidad, todo aquello se resumía a una competencia entre Jean de Tartas y Juan de Castilla y Aragón, esto es: entre el candidato avalado por Francia y el candidato avalado por España.
Fernando e Isabel estaban dispuestos a lanzar la Operación Chistorra para hacerse con el control del solar navarro. Sin embargo, chocaron con la actitud de los propios navarros. Éstos, siempre forales al fin y al cabo, recelaban de una solución que colocase la corona navarra en las mismas sienes que estaban portando las de Castilla y Aragón; así pues, prefirieron a los franceses.
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