lunes, diciembre 28, 2020

La Armada (16: ni sivuplé ni hostias)

 quí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.

La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode


En las 48 horas aproximadas que siguieron a la entrada de Enrique de Guisa en París, el rey Enrique de Valois habría de llegar a una conclusión clara o, más bien, dos. La primera, que no sería posible llegar a ningún tipo de componenda con la Santa Liga; la cual, claramente, no pretendía sino machacarlo y tirarlo al albañal de la Historia; y, la segunda, que había perdido el control de las calles de París.

Porque Guisa regresó al Louvre poco después; esta vez, sin embargo, aprendiendo algo de la experiencia anterior, lo hizo acompañado de cuatrocientos caballeros armados. Ornano, por mucho que lo pretendiese, ya no podía cumplir sus promesas con tanta facilidad. Enrique intentó, en la mañana del día 11 de mayo, limpiar París de recién llegados. Era una labor relativamente sencilla; la ciudad era relativamente pequeña, sin duda abarcable; y las gentes nuevas se reconocían con facilidad allí donde se habían alojado. Sin embargo, la eficiencia de la medida fue cero. La Liga había metido en la ciudad a unos 2.000 soldados que se distribuían por las plazas y las tabernas; algunos de ellos incluso montaban escándalos debajo de los ventanales del propio Louvre. Algunas de las unidades que recibieron órdenes de salir a la calle a disolver las patotas, simplemente, desertaron. El ambiente estaba claramente contra el rey. Fue en este orden de cosas que, justo antes de la medianoche, Enrique III tiró de los efectivos de los que sabía que podía confiar, las bien pagadas guardias suiza y real, ambas acuarteladas en las afueras de la ciudad, para que se movilizasen hacia el interior.

Las tropas, como ya he contado, se desplegaron, con la llegada del día, por la Rue Saint-Honoré y el cementerio de los Santos Inocentes. Armand de Goutaut, baron de Biron, iba al frente de las tropas subido en su caballo. Desde el cementerio, Biron envió soldados a la plaza de Grève, frente al gobierno local, donde los integrantes de éste, fieles al rey, lo esperaban junto con el primer magistrado de la ciudad, el conocido como Prévost des Marchands. Otras tropas fueron enviadas al Petit Chatêlet y el Puente de San Miguel, es decir, los dos puentes que en ese momento conectaban la Isla de la Cité con la rive gauche. Otras tropas recibieron orden de concentrarse en el denominado Mercado Nuevo, no lejos de Nôtre-Dame.  Por fin, un importante destacamento fue enviado a la plaza Maubert, puesto que era el lugar preferido para juntarse los estudiantes de la Sorbona (más bien de la Sobona, porque estaba llena der putas). Una fuerza bastante respetable permaneció en el propio cementerio.

A partir de cierto momento, como ya he contado, todo este despliegue se hizo con gran alharaca de tambores, así pues no fue, en modo alguno, clandestino. La idea, cumplida, era la de despertar al pueblo de París con aquel despliegue. Por eso, a las tropas del rey no les pudo coger por sorpresa que las diferentes terminales de la Liga en los diversos barrios y distritos de París comenzasen su labor agitadora tout de suite.

Bueno, en realidad, no tanto. Uno de los problemas de la conspiración católica fue, precisamente, la tardanza con la que se levantaron las primeras barricadas en las calles de París. Lo cual es sorprendente y ha de ser apuntado en el haber de la audacia del rey, a quien, la verdad, nadie (ni siquiera su pastelera madre) consideraba audaz. A pesar de que muchos de los que tenían que implicarse en aquella resistencia llevaban incluso años preparándose para aquel día, hubo algo que los dejó helados, cuando menos durante un tiempo: nunca habían esperado tener que enfrentarse a una tropa tan nutrida. Una tropa que, además, pasaba por debajo de los balcones de las casas gritando “¡burgueses, poned sábanas limpias en vuestras camas, pues esta noche dormiremos con vuestras mujeres!” Repentinamente, los conspiradores que habían reputado todo aquello como una rebelión sencilla y que iría como la seda, comenzaban a temer la sucesión de ejecuciones sumarias. El personal se acojonó comme il faut.

El rey Enrique tenía las cosas más previstas de lo que Guisa nunca pudo imaginar. El Valois tenía un as en la manga en la persona de Nicolás Poulain, que había sido uno de los fundadores de la Santa Liga en París pero se había pasado en secreto al bando real. Gracias a Nico, Enrique tenía información precisa de quiénes eran los líderes del movimiento en París, dónde se escondían y dónde escondían sus armas. En términos futbolísticos, pues, el rey estaba en condiciones de colocar a sus tropas de manera que cortocircuitasen todas las líneas de pase de su rival, conservando las propias. Con un número irrisorio de piqueros, en unas horas podía tener en sus calabozos a los predicadores más peligrosos, a la mayoría de los Dieciséis, y a sus capitanes más importantes. Muy particularmente, los dos cuarteles generales liguistas, el Hôtel de Guise y el Hôtel de Montpensier, estaban estancos el uno del otro merced a un inteligente tampón de tropas suizas colocado entre ambos. Enrique tenía en los tribunales de París a la mayoría de los jueces de su parte, deseando recibir a todos aquellos prisioneros para mandarlos al cadalso por el procedimiento de urgencia o, podríamos decir con propiedad, método francés.

Sin embargo, cuando Catalina de Medicis dudaba, en la soledad de su retrete, de que su hijo tuviese lo que hay que tener para ser rey, puede que no se equivocase. Una vez que salió del Louvre en su caballo y se presentó en Saint-Honoré, Enrique III no dejó de repetirle a los capitanes de las guardias real y suiza una instrucción: estaban allí para proteger París, no para destruirla. Bajo ningún concepto, les dijo, tal vez escandalizado por los cánticos que os he referido, dañaréis a un solo ciudadano de París, ni sus posesiones. Quizá, como digo, Catalina tenía razón en que su hijo quería, como cualquier rey, hacer tortilla; pero sin huevos.

El rey Enrique pensó, probablemente, que todo lo que necesitaba para aplacar a las hienas que venían a por él era hacer eso que hizo Cisneros: abrir una ventana, enseñar a las tropas en el patio, y musitar: éstos son mis poderes. Quería exhibir músculo; pero no usarlo. Tampoco debemos reprochárselo. Puede que fuese un nenaza, ciertamente. Pero lo que también es cierto es que estaba sentado encima de una pirámide de nitroglicerina. Francia, en su momento, era un polvorín a punto de estallar; de hecho, podía estallar por varios flancos diferentes, y todos ellos, Enrique lo sabía, estaban esperando que él diese un mal paso para justificarse. Enrique, pues, lo que quería hacer era retorcer el brazo de la ciudad de París, pero sólo hasta que se tranquilizase. No quería partírselo, porque sabía que, si lo hacía, las consecuencias podían ser catastróficas.

Pero, claro, de nada sirve enseñarle la zapatilla a un niño si, acto seguido, no se usa para realizar varios impactos de la misma en su culo. De hecho, si no la vas a usar, casi mejor que te la guardes. Era sólo cuestión de tiempo, y eso fue lo que fue ocurriendo durante el día, que los parisinos se diesen cuenta que las ejecuciones sumarias en cualquier plaza no se iban a producir. Es más: que aquellas tropas no les iban a tocar un pelo.

A esta seguridad vino a unirse la reacción de las tropas. Se les había ordenado, como he dicho, no agredir a nadie. Pero ellas tenían un problema: eran como las cuatro y pico de la tarde, una hora a la que un francés, no digamos un suizo, hace mil años que ha almorzado; y los carros con el cáterin no habían llegado. En ese momento, París era un florilegio de barricadas, así pues era imposible que los carros, que venían de los cuarteles fuera de la ciudad, pudiesen allegarse a donde estaban las tropas. En el Mercado Nuevo, que como su propio nombre indica era un mercado, los soldados se cansaron de esperar, así pues se dirigieron a los puestos que tenían cerca, y los saquearon. La promesa del rey, incumplida.

Para entonces, hasta el propio Enrique se daba cuenta de que no podría mantener su estrategia. Tenía decenas de mensajes de sus capitanes hablando de barricadas aquí y allá, y si algo tenía claro es que los burgueses que se parapetaban con ellas no las iban a levantar porque él se lo pidiese s'il vous plait. Ni sivuplé ni hostias: tendría que echar mano de la violencia.

Lo más probable, contando lo que dicen las crónicas, es que la movida empezase en la plaza Maubert; donde los estudiantes, pues. Era mayo del 88, así pues, aunque los protagonistas no lo supiesen, tal vez estaban iniciando un patrón. Según a quien leas, el autor del primer disparo fue un guardia suizo, o fue uno de los agitadores católicos. Lo que es un hecho incontrovertible es que la bala impactó en el cuerpo de un mediopensionista que estaba en la puerta de un comercio viendo la escena, y se lo cargó.  A partir de ahí, fuego a discreción.

Los guardias suizos pecaron de pollas. En la misma plaza, al fin y al cabo un lugar abierto, un ambiente diáfano, tuvieron pocos problemas a la hora de superar las barricadas y obligar a sus defensores a retroceder. Sin embargo, luego los quisieron perseguir hasta el río, probablemente pensando que allí los pillarían en una ratonera; pero para hacer eso tuvieron que meterse por calles muy estrechas y, al entrar en ellas, les comenzó a llover de todo. Tomaron por la Rue Saint-Jacques para ganar el Petit Pont, que inocentemente consideraban que estaba libre de combatientes; pero, claro, se lo encontraron encastillado por varias capas de barricadas, tras las cuales estudiantes y soldados de la Liga los hostigaban con eficiencia. Más o menos en ese momento, en todas las iglesias de la rivera izquierda comenzaron a sonar las campanas de alarma.

Las tropas enviadas por Enrique eran impresionantes, pero finitas. Además, estaban muy bien pagadas, lo cual quiere decir que sus integrantes no eran la carne de cañón típica que puebla la Historia de la Humanidad, dispuesta a morir por su señor porque, la verdad, lo que viene siendo la vida tampoco le ofrece grandes atractivos. Éstos, sobre todo los suizos, era pijoperas de la milicia, putos alféreces de las Milicias Universitarias, y aspiraban a sobrevivir a sus movidas. El pueblo de París es mucho pueblo, como han podido comprobar, y siguen comprobando, sucesivas generaciones de fuerzas del orden; y, sobre todo, cuando comenzó la llamada eclesial de alarma, se convirtió en una masa humana imposible de controlar antes del descubrimiento de la fisión del átomo. Así las cosas, en diversos enfrentamientos los guardias suizos, que la verdad tampoco se encuentran entre las tropas más valientes del mundo mundial, comenzaron a tirar las armas y a pedir clemencia. Los que los tenían, sacaban sus rosarios y sus crucifijos para demostrar que eran católicos. En el Mercado Nuevo, donde había empezado todo, no tardaron en rendirse con armas y bagajes.

Al contrario de lo referido, en la plaza de Grèves y en el cementerio de los Santos Inocentes se encontraban tropas más aguerridas y disciplinadas, que supieron contestar a la ira con plomo y, consecuentemente, sufrieron muy pocas bajas. Sin embargo, incluso los capitanes más aguerridos sabían que el ejército contrario tenía refuerzos casi infinitos y que, por lo tanto, una vez que les habían cerrado el paso al Louvre, donde todavía se podían considerar seguros, era sólo cuestión de tiempo que les pasaran por encima. El rey Enrique, pues, no tuvo otra que enviar a Biron al encuentro de Enrique de Guisa, para rogar por la vida de sus hombres.

Una prueba de lo intensamente desenfocada, cobarde y nenaza que había sido, en el fondo, la estrategia del rey, es el hecho de que Enrique de Guisa, en todo el día, no se había movido de su residencia, donde todo París sabía que estaba y donde hubieran podido ir a prenderlo o matarlo. El taimado conde, que a su edad las había visto ya de todos los colores y que sabía bien, por ello, que los fervores políticos basados en conceptos religiosos hay que dejarlos que den dos o tres hervores por sí mismos, había esperado su momento a ése en el que le viniesen a informar que el rey estaba a sus pies. Sus cálculos, y los de Bernardino de Mendoza, eran ciertos: nadie podría con el pueblo de París. La mejor jugada para la Santa Liga era, sin duda, desplazar la guerra de los Enriques desde los enfrentamientos en campo abierto, donde sus ventajas se disolvían, a las calles de la capital, donde mandaban los púlpitos. Cuando Guisa salió a la calle fue vitoreado por las gentes, y no pocos de ellos comenzaron a gritar ¡Á Rheims, á Rheims!, queriendo decir que era momento de coronar al duque como rey de Francia. 

Era un movimiento bien calculado para permitir a Guisa hacerse el humilde y pedirle a esos mismos hombres que diesen vivas a su rey. Esto lo hizo mientras realizaba una tournée que lo llevó a la plaza de Grève, al cementerio, y luego al Mercado Nuevo, siempre ordenando que las barricadas que se encontraba fuesen levantadas. Ese gesto salvó a las tropas del rey y no hizo sino incrementar la popularidad de Guisa, quien se fue camino del Louvre en medio de una multitud que lo aclamaba.

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