quí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.
La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode
Felipe II quería que Álvaro de Bazán saliese ya de la bocana del Tajo para encenderle el pelo a los ingleses y hacer posible la invasión del país por las tropas de Parma. Bazán, sin embargo, no las tenía todas consigo. El experimentado marino había calculado que, para poder dominar a la flota inglesa, necesitaría, como poco, medio centenar de galeones, y apenas tenía trece; y uno de ellos estaba tan hecho polvo que el almirante dudaba de que se pudiera hacer a la mar. Además, quería disponer de un centenar más de barcos grandes, fuertemente armados, además de una cuarentena de naves de aprovisionamiento, seis galeazas, cuarenta galeras y otros barcos de menor tamaño. En lugar de esto, a finales de enero todavía contaba sólo con cuatro galeazas, más una abigarrada macedonia de sesenta y setenta barcos más de diversos tipos; literalmente, lo que se había podido alquilar al norte y al sur de Europa. Muchos de estos barcos no estaban ya en el mejor de los momentos de su existencia y eran, además, notablemente lentos para las demandas de una operación como aquélla. Los mejores de entre todos eran los barcos vascos, al mando de Oquendo y Recalde; pero estaban pobremente armados.
Santa Cruz hizo lo que pudo. En el campo, en los hospitales, en los presidios del área de la capital portuguesa, trató de realizar levas lo más eficientes posible para completar tripulaciones, la mayoría cojas. Así las cosas, estaba en condiciones de salir a la mar aproximadamente a finales de febrero; pero, como ya hemos contado, en dicho mes murió.
La noticia no pilló al rey desprevenido. Frío y calculador, Felipe ya había tenido en cuenta, o al menos ésos son los indicios, la eventualidad de que quien estaba llamado a ser su almirante mayor la cascase antes de poder serlo. El mismísimo día en que la noticia de la muerte de Álvaro de Bazán llegó a El Escorial, Felipe envió instrucciones redactadas tres días antes en las que nombraba a Alonso de Guzmán el Bueno, duque de Medina Sidonia y Capitán General de Andalucía, como Capitán General de la Mar Océana.
Guzmán recibía así, por así decirlo, el crédito de haber sido el militar salvador que, con su llegada al frente de las milicias locales, había salvado Cádiz, o parte de Cádiz, de la rapacidad de Drake. Era Medina Sidonia, sin lugar a dudas, el responsable de la relativa paz que venía experimentando una región como Andalucía, por lo demás levantisca y muy difícil de gestionar desde el punto de vista de la paz y el orden público, cuando menos hasta la invención de la Guardia Civil y el Plan de Empleo Rural. Sin embargo, y éste es un factor que a nosotros nos podrá parecer absurdo pero que tiene una intensa importancia, más que probablemente, el principal mérito de Alonso era su alcurnia. Descendiente de Guzmán el Bueno, una de las casas nobles con mayor solera y poder de Castilla, Alonso de Guzmán era eso que llamamos un grande de España; un tipo sentado en un puteal tan alto en la escala de la nobleza española que ninguno de los supuestos candidatos a sustituir a Bazán en su mando indiscutible osaría dudar de sus méritos para ello.
Sabemos que Guzmán, sin embargo, trató de quitarse de encima el marrón. A la recepción del mando, se apresuró a escribirle a Idiáquez, el secretario del rey, una carta que va mucho más allá de la falsa modestia de quien pretende sentirse abrumado por el peso de un mando que en realidad ambiciona. Lejos de ello, Medina explica en su misiva, una por una, todas las razones por las que debe ser relevado del mando. En primer lugar, su salud, no muy buena; agravada por el hecho de que “en las pocas veces que he estado embarcado he sufrido siempre los males del mar y he cogido enfriamientos”. En segundo lugar, estando su familia endeudada en 9.000 ducados, sus posibilidades de invertir de su propio peculio en la expedición son nulas, dice. Pero, sobre todo, el duque exhibe su inexperiencia en la mar, y el hecho de que lo desconoce todo sobre los preparativos llevados a cabo por Bazán, por lo que, dice, “me veré obligado a apoyarme en el consejo de otros, sin distinguir lo bueno de lo malo”. Incluso le insinúa al rey que debería nombrar en su lugar al Adelantado Mayor de Castilla.
A pesar de esta confesión tan clara, y tan poco común en la alta nobleza europea de la época cada vez que recibía el mando de alguna expedición militar, el rey insistió ante Alonso en que debía ser él quien tomase el mando, y él aceptó, pues sabía que, insistiendo el rey, era su obligación.
Cuando Guzmán llegó desde Sanlúcar a Lisboa, lo que se encontró fue eso que los ingleses suelen llamar a bloody shambles. Una semana antes de morir Bazán, tripulaciones y barcos habían sido puestos urgentemente a disposición de una salida inmediata; pero todo había sido muy precipitado, por lo que había marineros y soldados que estaban mal pertrechados o armados. El dinero escaseaba. Algunos barcos tenían más armas que las que podían llevar, mientras otros estaban hueros. En muchos casos, había cañones pero no balas, en otros balas pero no cañones... o sea, el chiste del Infierno español, pero hecho carne. Y esto no quiere decir que la flota surta en Lisboa estuviese en una situación de anarquía; muchos de los oficiales veteranos allí presentes eran totalmente conscientes de la ineficiencia que se producía. Pero lo que pasaba es que, desde que Álvaro de Bazán se había metido en la cama, nadie tenía autoridad para imponerse a nadie.
La flota estaba a punto de sufrir una de las consecuencias de la gestión personalista de los hechos militares que era común en el mundo antes de la llegada de los Estados-nación; si no lo sufrió, fue por la rapidez de Guzmán, quien se apresuró a obtener del rey un permiso para impedir que el secretario del fallecido Bazán se marchase de Lisboa con todos los papeles de su jefe, los planes de batalla, los informes de inteligencia, todo. Puede parecer absurdo a los ojos de un lector moderno, pero lo cierto es que toda esa documentación no le pertenecía al Ejército español, ni siquiera a España; era de quien la había obtenido y acopiado. Formaban parte de su archivo privado, y por eso, hoy por hoy, para tantos historiadores (de los de verdad, no los meramente licenciados o los subvencionados), resulta crítico el acceso a aquellos archivos personales que no han sido donados al Estado.
Lo siguiente que hizo Alonso de Guzmán fue formar su equipo. Ciertamente, todavía no pudo tener a su lado a Diego Flores de Valdés, quien acabaría por convertirse en su principal baluarte; Valdés estaba todavía en Cádiz, comandando los galeones que escoltaban los trayectos desde América. Sin embargo, sí tenía ya a mano a Diego de Maldonado y al capitán Marolín de Juan, ambos excelentes marinos. Alonso de Céspedes se encargó de las fuerzas artilleras. El Consejo de Guerra o estado mayor fue formado con los tres capitanes más expertos de que disponía la flota española: Pedro de Valdés, Miguel de Oquendo y Juan Martínez de Recalde.
Este equipo fue el que afrontó la tarea, nada fácil, de redistribuir fuerzas, hombres, armas y carga de un forma racional entre todos los barcos que componían la Armada; acabar, pues, con la distribución anárquica de pertrechos que se había producido como consecuencia de que un moribundo Álvaro de Bazán hubiese dejado de ocuparse del día a día de una labor tan compleja. Hicieron lo que pudieron, pero ningún experto marino habría quedado satisfecho con el resultado final, menos aun cuando la misión era enfrentarse a la flota más poderosa del mundo. Por muchos esfuerzos que se hicieron, no se pudo evitar que, al fin y a la postre, la mayoría de los refuerzos de los barcos que no tenían armamento se hiciesen mediante juegos de suma cero, esto es: desvistiendo otros barcos quizá menos importantes. Y, aun así, a los comandantes de aquella expedición siempre les preocupó, ya desde antes de hacerse a la mar, el hecho de que la primera línea de combate de su flota adolecía de una falta excesiva de armamento de larga distancia. En otras palabras, la flota española carecía de medios para impedir que los barcos ingleses, por definición más rápidos y maniobrables, se les pudiesen acercar.
Dicho sea esto, lo que sí está claro es que, a las alturas de mayo, cuando los barcos se hicieron a la mar, el número de naves, y sobre todo de naves de combate, se había incrementado de una forma significativa; eso sí, a base de cosas como que los galeones de escolta del comercio de Indias fuesen adjuntados a la misión.
No es por sacudirse culpas como español, pero lo cierto es que una parte importante de los problemas experimentados por la fuerza filipina venía de Portugal. Los Aviz, en 1588, llevaban ya bastantes años tascando el freno de la inversión naval; los famosos recortes. Ciertamente, cuando Álvaro de Bazán puso proa hacia las Azores con la intención de cazar a Drake, había podido aprovisionarse de doce galeones lusos, aunque alguno de ellos no era ninguna maravilla. Uno de ellos ni siquiera llegó a las costas peninsulares, y otro lo hizo en tan mala condición que lo dejaron en una playa. Del resto, no pocos eran escasamente hábiles para el combate; por ello, fueron colocados al final de la lista en la provisión de armamento. Sin embargo, Bazán se había aprovisionado de un gran galeón, el Florencia. En 1588, este galeón era lo último de lo último y, de hecho, era el más poderoso de los barcos de la Armada con diferencia. Se llamaba así porque era un préstamo del duque de Toscana, que se lo había dejado al rey español arrastrando el escroto. Los italianos lo llaman el San Francesco, pero los españoles lo rebautizaron para no liarse.
Con este excelente barco y los incorporados de la guardia de Indias, Guzmán tenía 20 galeones, una fuerza equivalente a la que disponía Her Majesty. Con las cuatro galeazas de Nápoles y otros cuatro barcos mercantes tuneados en barcos de guerra, los españoles tenían su primera línea de ataque. La segunda línea la formaban cuarenta barcos mercantes tuneados y, si bien estaban probablemente peor armados que la segunda línea inglesa, tenían la ventaja de ser más grandes; en realidad, más grandes casi que cualquier barco, salvo dos ingleses, el Triumph y el White Bear. Todo ello gracias a que Guzmán había podido disponer de una gran carraca veneciana, otro barco genovés y media docena de barcos más de puertos vizcaínos. Entre unas cosas y otras, a finales de abril la Armada tenía unos 130 buques a su disposición. Además de todo esto, la indudable capacidad organizadora de Medina Sidonia y su equipo había permitido un trabajo nada fácil de reparación de los barcos, que los había dejado en mucha mejor situación que apenas dos meses antes. Y en apenas mes y medio consiguió normalizar el aprovisionamiento de armas para el combate de los soldados.
El tema de catering ya era otra movida. En octubre de 1587, la carne, el pescado y el bizcocho que suponía la alimentación básica de los embarcados había sido cuidadosamente empacada y almacenada. Sin embargo, cinco meses después aquellas provisiones eran una masa ponzoñosa que ni las ratas se comerían. Estas condiciones de vida, unidas a las pagas intermitentes, hicieron de las deserciones el principal problema de la Armada como proyecto durante el mes de abril de 1588. Finalmente, y aunque había asegurado lo contrario en la carta a su rey, Medina Sidonia tuvo que poner pasta para parar la sangría.
Los últimos preparativos de la Armada se hicieron bajo la atenta mirada del legado papal. Nadie más que Sixto V tenía interés en aquella expedición. Era mucho lo que se jugaba España en ella pero, en realidad, era mucho más, y con consecuencias mucho más permanentes, lo que se jugaba el papado. Sin embargo, hay que decir que ni siquiera en estas circunstancias los Francisquitos perdieron el norte de su brújula particular. Sixto le prometió a Felipe un millón de ducados del propio peculio del Vaticano para ayudarle en su empresa. Pero, eso sí, le prometió darle ese dinero cuando el primer soldado español pusiera un pie en Inglaterra. El Vaticano, como siempre, a pelo y a pluma, y dejando que otros se gasten antes que él.
A pesar de todas estas mejoras conseguidas por Guzmán, la verdad es que la Armada, from the spot, no es que tuviese ninguna posibilidad de enfrentarse con éxito a los ingleses; pero, cuando menos en mi opinión, tenía más oportunidades de cagarla que de mearla. Los propios capitanes lo sabían. Según una conversación referida precisamente por el enviado papal, Juan Martínez de Recalde, probablemente el marino más dotado de todos los que se subieron a los barcos en el puerto de Lisboa, justificaba las posibilidades de victoria española en el Canal a... la ayuda de Dios. Para ser más concretos, el vasco consideraba que, si los barcos españoles conseguían acercarse a los ingleses, la acometividad del soldado español (o, más en concreto, del soldado pagado por España) haría el resto. Y para que eso se produjese, incluso Recalde contaba con la ayuda del Hacedor, poniendo los vientos a favor de los planes españoles. Recalde sabía bien, y así lo dijo en esa conversación, que los barcos ingleses eran más rápidos, más maniobrables que los españoles y, para colmo, disponían de mejor armamento de larga distancia. Por lo que daba por seguro que la estrategia de la Pérfida Albión sería la de Cassius Clay: bailar alrededor de su rival constantemente y golpearlo en cada muestra de debilidad. “Así pues”, resumía el vasco, “navegamos contra Inglaterra en la ilusión de que ocurra un milagro”.
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