La URSS, y su puta madre
Casi todo está en LeninBuscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado
Los últimos trabajos del XVII Congreso terminaron el 8 de febrero. El 9 hubo un gran desfile en la Plaza Roja. Después, en la última tarde, se produjo la última reunión, para votar los nuevos miembros del Comité Central y otros organismos, entre ellos la nueva Comisión de Control del Partido.
Tradicionalmente, en las votaciones al Comité Central, cada delegado recibía una lista completa de candidatos. Tachaba aquellos a los que no quería votar, dejaba limpios los nombres de aquéllos a los que votaba, y así manipulada entregaba la papeleta sin su nombre. La votación, pues, era secreta.
La gente votó aquel 9 en la tarde, y la Comisión de Recuento trabajó por la noche contando papeletas. Y, como sabemos, aquí estuvo el problema. Al final, cuando los datos estuvieron tabulados, el miembro del Comité Central con menos votos negativos, apenas tres o cuatro, era Kirov. Stalin, aunque desde luego no había sido derrotado, había recibido muchos más votos en contra. Ese resultado, muy probablemente, terminó por sellar la suerte de Kirov; pero también de la mayoría de los inocentes miembros de la Comisión de Recuento, la mayoría de los cuales sería asesinada durante los años del Terror.
Volodimir Petrovitch Zatonsky, presidente de la Comisión, le comunicó los resultados a Kaganovitch. Éste se lo comentó a Stalin, quien ordenó que, al día siguiente, cuando tocase hacer públicos los resultados, se informaría de que él había recibido tres votos en contra, y que el resto de papeletas con su nombre tachado deberían destruirse. Los datos son de que en los archivos soviéticos faltan 166 papeletas de aquel Congreso. Eso sugiere que la cifra máxima de votos en contra que recibió el secretario general fue de 169, aunque otras teorías elevan esta cifra hasta 300, más o menos. Tratando de, literalmente, cazar a esos 169 relapsos, Stalin procedería, en los años por venir, a cargarse a más de la mitad de todos los delegados presentes en la reunión.
Así las cosas, a nadie debe sorprender el hecho de que los 71 miembros electos del Comité Central y 68 miembros candidatos no fueron los que la gente votó, sino los que decidió Stalin. Esto se ve en cosas como que, por ejemplo, uno de los nuevos miembros fue Beria, quien difícilmente habría prevalecido por los votos de los compromisarios. Yezhov y Khruschev fueron otros dos beneficiarios de la voluntad de Stalin. El secretario general, además, quiso introducir en el Comité a varios miembros de la policía política. Yagoda ascendió desde la condición de candidato a la de miembro pleno; y dos más: Vsevolod Apollonovitch Balitsky y Yefim Georgievitch Yevdokimov, incluso fueron miembros sin haber sido antes candidatos. Entre los hombres del estrecho entourage estalinista que ganaron sitial en el CC tras aquella “votación” se encontraron Lev Zakharovitch Mekhlis, Iván Tovstukha, Alexander Poskrebyshev o Semion Milhailovitch Budenny. El ingeniero Zaveniagin fue nombrado miembro candidato, como lo fue Mir Jafar Abbas Oghlu Bagirov, un estrecho colaborador de Beria, o Tukhachevsky.
El Congreso, como hemos visto, había aceptado el nuevo sistema organizativo del Partido, con nuevas reglas de control coordinadas en la nueva Comisión de Control. El presidente de esta Comisión, según sus reglas, debía ser un secretario del Comité Central; esto era una novedad, y tenía el significado de que aquél encargado de guardar la disciplina del Partido estaría sometido directamente a la autoridad del secretario general, que no era otro, claro, que Stalin. Se eligieron 61 miembros para la Comisión de Control y al frente de la misma se puso a Kaganovitch, lo cual fue, la verdad, como colocar a Stalin mismo; máxime si completamos la información diciendo que Yezhov era vicepresidente y Shkiriatov coordinador de una subcomisión encargada de estudiar las violaciones éticas dentro de la organización. La maquinaria purgatoria estaba ya organizada.
El 10 de febrero, el nuevo Comité Central se reunió para votar los miembros de sus nuevos órganos. Los votados como miembros de pleno derecho del Politburó fueron, por este orden: Stalin, Molotov, Kaganovitch, Voroshilov, Kalinin, Ordzhonikidze, Kuibyshev, Kirov, Andreev (Andrei Andreyevitch) y Kosior. Miembros candidatos: Mikoyan, Vlas Yakovlevitch Chubar, Petrovsky, Postyshev y Rudzutak. Aunque hay que reconocer que alguno de estos nombramientos no reflejaba confianza por parte de Stalin sino todo lo contrario. Es el caso de Chubar, un ucraniano que Stalin había decidido tener cerca en Moscú, después de que se hubiese mostrado contrario a la política de colectivización en su país de origen.
El Secretariado fue reducido a cuatro secretarios generales: Stalin, Kaganovitch, Kirov y Zhdanov quien, como hemos visto, poco menos que surgía de la nada. El Orgburo quedó compuesto por Stalin, Kaganovitch, Kirov, Zhdanov, Yezhov, Shvernik, Alexander Vasilievitch Kosarev, Alexsei Ivanovitch Stetsky, Gamarnik y Kuibyshev. Además de dos candidatos: el hermano de Kaganovitch (las fuentes que he consultado lo listan como M M Kaganovitch; considerando que el patronímico de su hermano Lazar era Moiseyevitch, pienso que, tal vez, era el hermano mayor y llevaba el nombre del padre, en cuyo caso sería Moshe Moiseyevitch Kaganovitch; pero es una especulación); y Alexander Krinitsky.
En resumen: Andreyev, un devoto estalinista, había desplazado a Rudzutak como miembro de pleno derecho del Politburo. Yezhov y Zhdanov, dos auténticos parvenues, habían entrado en el Orgburo. Y el Secretariado estaba totalmente formado por hombres de Stalin.
Stalin era un devoto creyente del principio de Vito Corleone: ten cerca a tus amigos, pero más cerca aún a tus enemigos. Por eso, fue él quien propuso que Kirov formase parte del nuevo Secretariado reducido y se trasladase a Moscú. Kirov puso pies en pared con lo de su cambio de residencia en una reunión en la que Kuibyshev y Ordzhonikizde se mostraron a favor de que el leningradense permaneciese en Leningrado uno o dos años más, hasta que el segundo Plan Quinquenal estuviese en marcha; a Stalin esta oposición le sentó tan mal que abandonó la reunión sin una palabra. Vistos los acontecimientos, probablemente quería a Kirov en Moscú porque juzgaba más fácil matarlo en la capital (y no hay que descartar que el propio Kirov también lo pensara).
La conclusión que sacó Iosif Vissarionovitch de los hasta 169 “que te den por culo” que recibió en el XVII Congreso fue que la mayor parte de estos votos había procedido de los que entonces se conocían como los viejos bolcheviques. Los revolucionarios que para entonces ya tenían una edad y mostraban, muchos de ellos, los galones de haber conocido personalmente a Lenin. Así pues, la gran conclusión que sacó Stalin de aquel Congreso fue que tenía que barrer a aquella generación. Y la barrió.
Y en este punto nos encontramos, una vez más, con la incoherencia básica del bolchevismo. Sus hagiógrafos, más o menos escondidos, sostienen la teoría de que Stalin traicionó a Lenin; que, bajo Lenin, las purgas en el Partido nunca habrían ocurrido.
La verdad es que no es así; si en alguien se inspiró Stalin para llevar a cabo sus purgas, fue, precisamente en Vladimiro Lenin, el hijo de Elías.
La purga es un concepto consustancial a la concepción leninista del Partido Bolchevique como una vanguardia revolucionaria que, precisamente por ser una vanguardia, muy por encima del resto del personal, no tiene por qué pasar por molestos trámites como el voto democrático. De hecho, en ¿Qué hacer?, se muestra absolutamente de acuerdo con una célebre frase que Lasalle le dijo a Marx: “un partido se hace fuerte a base de purgarse a sí mismo”. Lenin dice en ese texto que, para poder ser efectivo como partido revolucionario, el bolchevismo tiene que superar esas imbecilidades de las votaciones democráticas y basarse en “la confianza completa y camaradería entre los revolucionarios”. Pero, claro, si esa confianza se ve comprometida, “una verdadera organización revolucionaria no se parará ante nada a la hora de deshacerse de un miembro que no merece serlo”.
A partir de 1917, Lenin comenzó a mostrarse claramente consciente de que el bolchevismo, en tanto que partido prevalente en Rusia, comenzaba a atraer a personas de escasa voluntad revolucionaria; y comenzó a intensificar sus demandas de purgas que limpiasen esa mierda cada tanto. No debemos olvidar que el bolchevismo procedió, en 1921, a una purga que echó a la calle a más de 600.000 militantes; y que entonces el principal mandatario, el único en realidad, era Vladimiro Lenin, que aplaudió la medida con los testículos. En una ocasión incluso llegó a decir que la purga tenía que ser “terrorista”, es decir, basarse en la detención, juicio y ejecución sin garantía alguna. Por lo demás, existía incluso un precedente anterior, en 1907, cuando la conversión del marxismo ruso en una organización plenamente revolucionaria llevó a Lenin a deshacerse de sus íntimos colaboradores hasta el momento como Grigory Alexeyevitch Aleksinsky, Alexander Alexandrovitch Bogdanov, o Nikolai Alexandrovitch Rokhzov.
Así pues, de traición a Lenin nada. Stalin no fue sino su epígono.
Stalin, además, tenía escrita en su memoria la evolución del bolchevismo en 1903, cuando el Partido Marxista Ruso realizó su gran cambio estratégico, abandonó la alianza con los liberales rusos y comenzó a combatirlos. En ese momento, al frente del PMR había seis personas: Plekhanov; Vera Ivanova Zasulich; Yuli Osipovitch Zederbam, más conocido como Yuli Martov; Pavel Borisovitch Axelrod; Alexander Nikolayevitch Potreslov; y Lenin. Y que, tiempo después, de los seis sólo quedaba uno. Así pues, el camino correcto para la cohesión del PCUS era establecer en el Partido un liderazgo indiscutido que, incluso, se estableciese en contra de una pretendida mayoría de moderados en el Politburo y el Comité Central, contrarios a las purgas.
En la mente de Stalin, y también por lo que dicta la lógica bolchevique cuando se lee a Lenin con atención, el hecho de que de los siete hombres que “heredaron” a Vladimir Illitch (Bukharin, Kamenev, Rykov, Stalin, Tomsky, Trotsky y Zinoviev) sólo quedase uno, era un hecho de plena lógica. Porque Lenin, la verdad, ni creyó nunca en el mando mutual, ni lo formuló, ni lo defendió ni, mucho menos, lo practicó.
A finales de 1932, pues, el cappo di tutti cappi que era Stalin de aquella Mafia que había secuestrado al pueblo de la URSS para poder vivir a base de vodka y putas mientras ellos comían mierda, había decidido que reduciría el tamaño de la Cosa Nostra, porque eso de ir a Atlantic City a reunirse en una mesa y compartir territorios no iba con él. La jugada era acusar a los enemigos de terroristas pero aplicarles el terrorismo él. Y le funcionó.
En julio de 1934, el primer secretario general circuló a los miembros del Comité Central una carta secreta. Les decía que en 1932 se había comenzado a diseñar una conspiración, y que en 1934 ésta había tomado total cuerpo. Que iba a hacer algo. Los miembros del Comité Central, obviamente, no pudieron imaginar que, en realidad, la conspiración, la única conspiración posible, era la del propio Stalin. Y, por otra parte, les pasó lo que les pasa siempre a los creyentes de las ideologías de izquierdas, desde la socialdemocracia vaticanista hasta el anarquismo disolvente: siempre que se les anuncia un sacrificio o un castigo, entienden que serán otros los que corran con las consecuencias del mismo. Los impuestos siempre los van a pagar los ricos, las cargas laborales los empresarios, etc. Absolutamente a nadie se le erizaron los pelos del cuello cuando leyó esa carta. Todos ellos pensaron: “esto seguro que va por el gilipollas de Iván Borisovitch/Anastas Georgievitch/cualquier otro”.
De hecho, esto es lo que buscaba Stalin. Es la parte más cómoda de denunciar una conspiración inexistente: que todo el mundo puede ser un conspirador y, al mismo tiempo, todo el mundo se considera libre de culpas. La carta citaba, fundamentalmente, a los que tenía que citar: Trotsky, obviamente; y el dúo de la bencina formado por Kamenev y Zinoviev. A todos los demás la bala les iba a pasar sólo rozando.
Sí; los cojones.
Sólo unos pocos en el PCUS estuvieron en condiciones de darse cuenta, en aquel momento, de que, tras celebrarse el XVII Congreso, Iosif Stalin se había convertido en una pieza muy difícil de ver. Se atrincheró en su despacho de la calle Staraya, y allí apenas recibía a nadie. Los más optimistas pensaron que ese aislamiento traía causa en que Stalin estaba tratando de llegar a alguna conclusión sobre si adoptar la estrategia recomendada por Kirov o la abanderada por Kaganovitch y Yezhov. En realidad, sin embargo, Stalin ya no dudaba; no había dudado nunca, de hecho.
Stalin había arrancado del XVII Congreso unos órganos de gobierno cortados por su patrón, unas nuevas normas de organización para el Partido acordes con sus deseos, y una Comisión de Control del Partido en la que mandaba él. Asimismo, reorganizó el propio Comité Central de acuerdo con un plan que le diseñó Kaganovitch. Los diferentes departamentos se organizaron por sectores económicos, dentro del cual el departamento era responsable de todas las acciones del Partido. Siguió existiendo el llamado Departamento Secreto que tenía todo el poder sobre estos departamentos, al frente del cual seguía el fiel Poskrebyshev. Cada Partido territorial tenía su Departamento Secreto, que dependía del central de Moscú. En la práctica, pues, existía una especie de PCUS paralelo, con presencia en toda la URSS, en el que mandaba Stalin vía Poskrebyshev. El fondo de todo esto es que, a pesar de la frase de Lasalle, Stalin era consciente de que el Partido nunca se purgaría a sí mismo; eso necesitaba hacerlo él con un grupo de adeptos totalmente fieles, o lo suficientemente ambiciosos.
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