miércoles, diciembre 09, 2020

La Armada (12: the pela is the pela)


Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.

La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode


Dispersados dentro de la región de Beauce, tras haber rechazado el ataque por sorpresa de los católicos del duque de Guisa, los jinetes alemanes cada vez se parecían menos a un ejército propiamente dicho. Las nóminas llegaban con cuentagotas y la guerra, por así decirlo, tampoco estaba aportando grandes beneficios. Una parte muy significativa de la tropa estaba enferma, y la otra solía pasar las horas profundamente mamada. El componente suizo de las tropas retomó sus negociaciones con el rey de Francia; en cuanto las condiciones económicas les parecieron suficientes, decidieron que se volvían a casa. Los alemanes, que recibían cartas de Isabel desde Londres y de Enrique de Navarra desde sus posiciones con promesas bonitas pero ni un níquel, también estaban pensando en regresar a casa, puesto que nadie les pagaba. El plan de los germanos era tirar hacia el Este, buscando las fuentes del Loira y buscando, con ello, a la tropa del navarro. Si, al conectar ambas armadas, Enrique no le enseñaba una maleta de dinero, Dohna y sus tropas seguirían hacia Borgoña, el Franco Condado y, después, Deutschland. Pero, en realidad, nadie esperaba que Enrique fuese a estar donde se le esperaba.

No para la Santa Liga, en todo caso. Guisa, en realidad, era tan consciente como cualquier otro de que la guerra de los tres Enriques estaba acabada con unas extrañas, asimétricas, tablas. Ese final era demasiado bueno para Enrique de Valois, y él lo sabía. Dohna y una parte de las tropas alemanas estaban acuartelados en una pequeña villa llamada Auneau, muy cerca de Chartres. Allí había una fortaleza real que, de hecho, había respondido con fiereza y eficacia a las demandas de rendición de los alemanes. Los teutones, que no querían mucho lío, se limitaron a establecerse a distancia superior de la de mosquetón. El capitán de la fortaleza envió mensajes a Guisa diciéndose que sería relativamente fácil introducir tropas en la villa a través de la fortaleza. Así pues, los católicos volvieron a marchar en medio de la noche.

La Santa Liga había aprendido cosas en Vimory. Esta vez, cayeron sobre los alemanes por sorpresa, cuidaron todos y cada uno de sus flancos, y cerraron las vías de escape. Aunque el barón Von Dohna, que da la sensación dormía siempre rodeado de sus mejores jinetes, logró encontrar una vía de escape junto con algunos de los suyos, buena parte de su tropa quedó atrapada en la ratonera en que se convirtió la villa de Auneau, y pereció de una manera o de otra.

A decir verdad, el fiero Dohna estaba pensando, apenas horas después de la emboscada, en regresar a Auneau inmediatamente, mientras los católicos seguían ahí, para devolverles la jugada. Pero, en realidad, ya no tenía tropa para eso. Los suizos, para entonces, habían llegado a un sustancioso acuerdo económico con el Valois que les obligaba a bajar las armas y mover el culo fuera de Francia, cosa que hicieron encantados. Por ello, cuando el rey de Francia les ofreció un salvoconducto de salida del país a cambio de la promesa de no volver nunca sus armas contra él, no se lo pensaron mucho.

La propaganda católica hizo maravillas con la victoria de Auneau. Los carros con el botín intervenido a los alemanes fueron mostrados en París, y en los púlpitos, las homilías hablaron de aquella gran victoria hasta que a los curas les estallaron las venas del cuello. Pero, la verdad, no cambió gran cosa. Para cuando se produjo la acción, la verdad, las posibilidades de la armada mercenaria eran ya inexistentes, así pues lo más probable es que los alemanes se hubiesen ido más pronto que tarde de cualquier manera. En realidad, aquel ataque de los católicos no hizo sino favorecer la posición de Enrique III.

El problema para el rey se produjo cuando trabó conciencia del grave error reputacional que había cometido dejando París en manos de la propaganda de los Guisa a través de los púlpitos. Enrique III envió prontamente a la capital emisarios con su propio relato del final de la guerra, en gran parte cierto (entre otras cosas, probablemente la guerra no habría terminado si él no hubiera sido capaz de clavar en su terreno a las tropas hugonotes del príncipe de Conti); incluso ordenó que se celebrasen Te Deum en celebración de su victoria. En París, sin embargo, todo el mundo estaba convencido de que quien había conseguido esa resonante victoria había sido Guisa. Él era quien había salvado a Francia de los heréticos.

En ese ambiente, justo cuando Enrique III estaba preparándose para entrar en el Louvre a pasar las Navidades, los doctores de la Sorbona se reunieron en una sesión secreta (que todo París supo que se iba a celebrar); y, en la misma, decretaron que, si es perfectamente legal a los ojos de la moral y la religión echar de una empresa a un socio que no ha sido leal, también lo es deponer a un rey que no ha cumplido con sus funciones y compromisos. Las gentes de París, una vez más como otras muchas antes pero, sobre todo, desde entonces, tenía el cuerpo gitano y quería montarla.

Ésta es la razón por la que Bernardino de Mendoza podía escribirle al rey Felipe que toda aquella guerra, a pesar de la victoria de Enrique de Navarra en Coutras, “difícilmente podría haber transcurrido más felizmente para los asuntos de Su Majestad”. España había pagado una guerra y, aunque formalmente la había perdido, la había ganado. Y, en gran parte, eso era gracias a la política de sostenella y no enmendalla, muy distinta de la de la voluble Isabel de Inglaterra, la cual, una vez más, había iniciado algo, había lanzado un flujo de pagos hacia los mercenarios protestantes que luchaban en Francia; para luego cerrar el grifo inopinadamente, en cuanto comprobó que los resultados de la acción, si acaso, se producirían en el largo plazo. Isabel era una reina especuladora, débil de carácter, mal aconsejada por el tonto’l’culo de su amigo Leicester, y extremadamente temerosa del poder del rey español. Francia bien pudo, durante aquellas jornadas finiseculares del XVI, haber caído en la órbita protestante, cuando menos en algunas de sus regiones. Pero para ello hubiera hecho falta que la mano de Isabel hubiera mecido la cuna con más decisión.

El año 1587 terminó con muchos nervios. Un falso rumor convenció a media Europa, por ejemplo, de que la flota española se encontraba ya en el Canal. Las cosas terminaron por no ser así, pero no por ello los ingleses se las prometieron muy felices.

Era evidente que el rey español estaba preparando una agresión; y era evidente que el factor naval era de capital importancia en esos planes. Los almirantes ingleses eran conscientes de ello, y por eso mismo Hawkins le envió planes a la reina para proceder a un bloqueo de las costas españolas. Isabel, sin embargo, nunca sancionó esos planes. Una curiosa mezcla entre prevención ante la idea de un enfrentamiento con la principal potencia mundial del momento y fuertes restricciones presupuestarias la llevaron a mantener al grueso de su flota durante toda la segunda parte del año 1587 muerta del asco en Plymouth, apenas dotada de personal y de medios. De hecho, no son pocos los historiadores que han considerado en estos últimos siglos que, de haberse presentado Santa Cruz en el Canal durante el mes de octubre, habría podido escoltar a las tropas de Parma en su desembarco prácticamente sin oposición.

En Londres había un huevo de gente que estaba muy inquieta con la inacción real. Entre ellos, quizá el que más Sir Francis Walsingham. El jefe del MI5 real, conocedor de diversas informaciones más o menos ciertas, recibió un informe a principios de diciembre, probablemente basado en conjeturas de conjeturas, según el cual la Armada estaría frente a las costas inglesas antes de las Navidades. Esto sí que acabó por asustar a Isabel, por lo que decretó una movilización que, ciertamente, se produjo con notable eficacia en apenas unos días.

Algunos días después de que la reina hubiera recibido los mensajes de sus altos funcionarios sancionando que en Plymouth todo estaba listo y previsto, se recibió en Londres la información de que los españoles no iban a hacer como el turrón y no iban a volver a casa por Navidad. Para desesperación de los capitanes, que ya que estaban armados y listos querían acción, la decisión de Isabel fue enviar cuatro galeones y cuatro pinazas a la costa de las Provincias Unidas para echar una mano, y ordenar que el resto de la flota permaneciese en Plymouth o en Medway, con las tripulaciones reducidas a su mínima expresión.

La reina de Inglaterra quería la paz. Y la quería porque, para entonces, Inglaterra ya se había convertido, al menos en una parte, en aquello que la hizo grande durante siglos: una nación-economía, una nación mercader. Mientras en otros casos los intereses comerciales ofrecían un menor interés a los gobernantes sobre otros de naturaleza moral, como el honor, para los ingleses cada vez era más importante mantener sus intereses comerciales. Por esta razón, la relativa cobardía de Isabel ni era tal en realidad, ni estaba, sobre todo, exenta de apoyos dentro de la sociedad inglesa. La estructura de poder en el palacio de Nonsuch conspiraba para hacer creer a todos que Inglaterra era un país petado de puritanos que estaban dispuestos a hacer lo que fuese por defender su auténtica religión. Pero, en realidad, no era así. El inglés medio, sobre todo el de cierto nivel económico, desde luego que era un anglicano fiel; pero era, sobre todo, una persona que aspiraba a lucrarse durante toda su vida de las ricas rutas de comercio, sobre todo textiles, que explotaba el país. Y eso era lo verdaderamente importante. Ésta es la razón última de que el apoyo isabelino fuese más intenso en el caso de los holandeses que de los hugonotes franceses: éstos últimos ofrecían menores ventajas para la pela.

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