Los inicios de un tipo listo
Sindona
Calvi se hace grande, y Sindona pequeño
A rey muerto, rey puesto
Comienza el trile
Nunca dejes tirado a un mafioso
Las edificantes acciones del socio del Espíritu Santo
Gelli
El hombre siempre pendiente del dólar
Las listas de Arezzo
En el maco
El comodín del Vaticano
El metesaca De Benedetti
El Hundimiento
Ride like the wind
Dios aparece en la ecuación
La historia detrás de la historia
La investigación de los manejos del Banco Ambrosiano
recibió, a finales de los años setenta, un inesperado parón de la mano de uno
de los terrorismos más absurdos de entre todos los que proliferaron en Europa
en aquella época: el terrorismo italiano. La organización terrorista de
izquierda Primera Línea quiso elegir entre sus objetivos a uno que fuese
culpable, cágate lorito, de “restaurar la credibilidad democrática y
progresista del Estado”. A los ojos de los enloquecidos comunistas de Primera
Línea, que alguien hiciese eso suponía blanquear al Estado fascista y, por lo
tanto, había que cargárselo. El objetivo fue Emilio Alessandri, precisamente el
juez milanés que llevaba el caso Ambrosiano. El 29 de enero de 1979, cinco
terroristas se lo cargaron a tiros.
Mucci, sin embargo, no se quedó contento. Tenía la mosca
detrás de la oreja con alguna operación en la que se había visto implicada la
aseguradora Toro, y tenía algún indicio de que la Banca del Gottardo había
andado enredando por ahí. Así pues, envió un inspector a Suiza en comisión
rogatoria. Este funcionario no tardó en descubrir que había ejecutivos en el
Gottardo que aparecían vinculados a sociedades panameñas y de Lienchenstein que
habían realizado operaciones de adquisición de acciones del Ambrosiano. Con
estos datos y otros que acopió en Italia, convocó a Calvi a un interrogatorio.
El juez Mucci tomó declaración a Calvi en el mes de octubre
de 1979; fue el primero de una serie de encuentros en los que juez y banquero
jugaron constantemente al gato y al ratón, pues Calvi, de la mayoría de las
cosas que le preguntaban, o no recordaba nada o no estaba seguro. Al parecer,
sin embargo, Mucci lo caló, pues pronto se dio cuenta de los gestos que
utilizaba el financiero cuando sabía que estaba mintiendo.
El juez Mucci terminó por ordenar a Calvi que entregase su
pasaporte. Calvi tenía que revertir esa decisión como fuese. En economía la
confianza es fundamental y en finanzas es crítica. Si trascendía que había sido
objeto de tal medida cautelar, podía darse por muerto ante la opinión pública;
y, en su mundo, en cuanto un león comienza a cojear, entre el resto de los
leones y las hienas no lo dejan respirar mucho tiempo. En el verano de 1980,
después de que Valerio Mazzola, el abogado de Calvi, no hubiese conseguido nada
por lo legal, por así decirlo, Calvi activó a Gelli, quien activó, asimismo, a un ejército
de prohombres italianos que empapelaron el pequeño despacho de Mucci con cartas
en las que protestaban por la inmovilización de tamaño santo varón. Finalmente,
Calvi visitó personalmente a Mucci, a quien le aseguró que para él era
fundamental, como para cualquier gran banquero, asistir, aquel otoño, a la
asamblea anual del Fondo Monetario Internacional. Tras mucho porfiar, le
arrancó el pasaporte.
Aunque una investigación posterior concluyó que Mucci no se había
visto influido en momento alguno por Gelli, el conseguidor se declaró fautor
del cambio de opinión judicial. Y, quizás, fue ése uno de los momentos en los
que encontró el ápex de su poder. A menudo, sin embargo, suele ocurrir que
cuando en mejor situación se encuentra alguien que juega el juego del poder, en
realidad, incluso sin darse cuenta, está empezando a bajar la cuesta.
En aquel año de 1979 en el que Mucci había heredado el caso
Ambrosiano, Gelli comenzaba a tener problemas. Un
periodista llamado Nino Pecorelli comenzó a publicar información sobre él, y el
tema atrajo la atención de varios jueces. Yo, cuando menos, no sé muy bien qué
pasó ahí, pero debió de ser un error de cálculo de Gelli. Pecorelli había hecho
trabajitos en Prensa para el masón, pero
repentinamente pareció volverse contra él. Fue Pecorelli quien lo acusó de
haber salvado el gañote al final de la segunda guerra mundial denunciando a
otros fascistas. Después lo acusó de haberse quedado con una documentación de
los servicios secretos italianos presuntamente destruida en 1974. Pocos días
después de haber publicado esta última información, lo mataron.
El affaire Pecorelli, aunque es evidente que había quedado
resuelto, debió de preocupar mucho a Gelli. Entre ese asunto y la realidad de
que amigos suyos comenzaban a estar bastante acorralados por las autoridades,
el líder de la logia P2 llegó a la conclusión de que tenía que cambiar de
estrategia. Para los que seáis muy aficionados a la Mafia fílmica, llegó a la
conclusión de que tenía que ser menos Vito Corleone y más Joey Sasa: en lugar
de huir de la luz pública, debía buscarla. Todo era cuestión de controlar al
operador del foco.
En 1980, el Corriere
della Sera entrevistó a Licio Gelli. Gelli se despachó a gusto contra el
sistema político italiano y abogó por la sustitución del sistema básicamente
parlamentario por uno más presidencial, a la francesa (francesa de De Gaulle,
sobre todo). La estrategia de Gelli, sin embargo, llegó tarde. Debería haber
empezado antes, porque yo tengo por seguro de que tenía que ser absolutamente
consciente de por dónde iba a llegar la bala.
Todo empezó por donde tenía que empezar: por Sindona
A principios de 1981, dos magistrados de Milán, que se
ocupaban de la parte del caso Sindona centrada en sus relaciones con la Mafia,
se desplazaron a Palermo para entrevistar a Joseph Miceli Crimi, un médico
estadounidense de origen siciliano, que había ayudado a Sindona durante su
secuestro no secuestro. Crimi había hecho, durante el confinamiento de Sindona
en Palermo, un extraño viaje a Arezzo, en la Toscana, y los jueces querían
saber para qué. Tras jugar con ellos al gato y al ratón, el médico acabó por
cantar: había ido a ver a Licio Gelli, su compañero de logia y, añadió, buen
amigo de Sindona. Bingo.
El 17 de marzo, los jueces ordenaron el registro de unas oficinas
de Gelli en Arezzo y en otra localidad cercana, Castiglion Fibocchi. En Arezzo,
la Policía descubrió una caja fuerte y, tras encontrar la llave, dentro de ella
se encontraron con una lista completa de los miembros de la logia P2, así como
documentación referida a candidatos para ser miembros. Asimismo, descubrieron
un portafolio repleto de sobres donde estaban guardados los comprobantes de
decenas de sobornos a todo tipo de altos funcionarios, y dosieres escandalosos
sobre diversas personas.
La nómina que hizo la Guardia di Finanza de la logia P2 era
brutal: 43 parlamentarios, tres de ellos ministros en ese momento; los jefes de
todos los cuerpos de las Fuerzas Armadas; el jefe de la Inteligencia militar;
el de la inteligencia civil; altos directivos de empresas y entidades
financieras, públicas y privadas; altos ejecutivos de Rizzoli, de la RAI, y de
otros medios. Eso, más algunas personas ligadas al terrorismo de ultraderecha.
La documentación permitió, además, conocer las vinculaciones
de Gelli con casi todo lo oscuro y repugnante que había ocurrido en el mundo
económico italiano en los pasados años: el caso Sindona, el escándalo
ENI/Petromin y, por supuesto, los manejos del Ambrosiano.
En Italia, mucha gente, sobre todo en las clases política y
económica que normalmente está mejor informada que la media, se sintió como
despertando de un sueño. Por decirlo así, en 1981 cualquier italiano que no
fuese gilipollas estaba en condiciones de creer que en el sistema político y
económico italiano había corrientes que escapaban al escrutinio público y
movían los hilos del poder; pero nadie, la verdad, había jamás imaginado, ni en
sus peores pesadillas, que alguien hubiera podido tejer una red tan tupida y
tan poderosa. De hecho, las personas que pensaron que toda aquella información
estaba demostrando que Gelli preparaba un golpe de Estado se encontraron la
respuesta de la mayoría de los investigadores: la verdad es que ya lo ha dado.
El escándalo Gelli permaneció en buena medida ignoto en las
primeras semanas tras los registros del 17 de marzo de 1981. Los resultados de
dicho registro, que de todas maneras tomó su tiempo procesar y comprender,
permanecieron en el conocimiento de los jueces implicados, y de la más alta
política. Se hicieron copias de las listas de miembros de la logia que fueron
entregadas al primer ministro, Arnaldo Forlani; decidió mantenerlo todo en
secreto.
¿Por qué hizo eso Forlani? Bueno, hay que decir que un
político siempre tiene el mismo problema: sea de la formación que sea, sea cual
sea su ideología, si algún día él mismo o gente que él controla ha tocado
poder, no puede poner la mano en el fuego por sí mismo. Esto es así porque
nadie (salvo, quizá, Licio Gelli) tiene una memoria lo suficientemente clara
como para recordar todo el mundo con el que se ha entrevistado, o con el que ha
hablado por teléfono, todo lo que ha escrito o firmado; y cualquiera de esos
actos es susceptible de hacerse público, porque siempre puede haber alguien que
haya salvado las pruebas de la destrucción, alguien que haya grabado una conversación. Y, aun siendo un supermán de la
memoria (cosa que, ya digo, en cuanto se gobierna más de seis meses o un año,
es simplemente imposible), todavía quedan toda la caterva de subordinados, que
pueden haber sido mucho más torpes, o mucho más corruptos, que tú; y si un día
se descubre, como dicen los niños, tú la llevas.
Forlani, pues, decidió que nadie tenía por qué saber que
Italia estaba podrida; que tenía un gobierno debajo del gobierno que
condicionaba todas las decisiones, que manejaba el dinero a su conveniencia,
que tenía el control de las Fuerzas Armadas y de los que espían, se supone, en
beneficio de todos. La de Forlani fue la misma decisión que con seguridad han
tomado los varios Papas que, más que probablemente, han tenido información
cierta de que los miembros de su grey andaban por ahí enculando niños: callar para
esperar que el problema se solucione por sí solo. Cosa que nunca pasa.
La decisión de Forlani, quién sabe, también pudo estar
inspirada por Gelli, ya que le fue muy beneficiosa. El silencio del gobierno
italiano le dio tiempo para reaccionar. Cuando tu contrincante en el ring está
sonado, no debes dejarle respirar. Forlani lo hizo.
La situación, en todo caso, era muy comprometida para Gelli.
Sabía que en un momento u otro, las listas de Arezzo estarían en la primera página
de los periódicos. Necesitaba tener la capacidad de defenderse de algo así.
Había llegado el momento de marcar el teléfono de Roberto
Calvi.
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