El pueblo vota.
--------------------------------------------------
Ya hemos pasado por esto:
Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
El
conde de Toreno, otro de los testigos presenciales de aquel quilombo,
es quien le otorga un protagonismo especial en la manipulación de
las turbas al Tío Pedro quien, según él, fue toda la noche de aquí
para allá soliviantando al personal. Según su relato, entre las
once y las doce de la noche, con todo ya bastante complicado, fue el
momento en el que la mujer de Godoy, Josefina Tudó, escogió para
tratar de escabullirse embozada. Fue sin embargo descubierta, lo cual
provocó una reyerta en la que se escuchó un disparo. Parece ser que
unos tomaron ese disparo como una señal para defender a la mujer del
príncipe de la paz (cosa que probablemente no pudieron hacer, y es por
eso que el caballerizo Blissy la vio llegar a palacio ensangrentada y
con las ropas hechas jirones) , otros para iniciar la revolución,
pues una turba de personas, siempre según Toreno, dirigidas por
criados de Palacio y “caballerizos del infante don Antonio”
asaltaron la casa de Godoy. Toreno termina su relato con una alabanza
de las gentes del pueblo que entraron en la casa de Godoy, los
cuales, en un discernimiento tan curioso como difícil, si no
imposible, de creer, se aplicaron a destruir y a quemar los
excesivos oropeles de un hombre tan rico, como los muebles; pero
respetaron los signos de poder, como los collares regalados por el
rey. También dice Toreno que ese mismo pueblo, juzgando a Josefina
Tudó una víctima más de las maniobras de su marido, la respetó y
llevó a Palacio tirando de su berlina; cosa también bastante
discutible, como bien sabía ya, a esas alturas, la otrora reina
María Antonieta.
En
fin, fuera cual fuera la mano fautora, aquí lo importante son las
consecuencias. Y las consecuencias fueron, en la madrugada del 18, la
firma de un decreto por parte del rey Carlos exonerando a Manuel
Godoy de sus cargos de generalísimo y almirante.
Cuando
Madrid conoció la caída de Godoy, el pueblo se entregó a mayores
excesos, si cabe, que los que había realizado en Aranjuez. Se
saquearon su casa, la de su madre, la de su hermano Diego, la de su
cuñado el marqués de Branciforte, la de un ministro considerado su
parcial, y la de otros amigos suyos. Leandro Fernández de Moratín,
que vivía en la calle de Fuencarral, tuvo que escapar de su casa por
una ventana, dado que una vecina suya, cabrera y tuerta, excitó a
las masas contra él. Luego las rebeliones se fueron extendiendo por
toda España.
En la
noche del 18 al 19, el rey temía nuevos tumultos, y los temía con
lógica, pues era aquél un proceso que se había disparado y ya
resultaba muy complicado avizorar cómo y cuándo podría parar.
Temeroso como estaba, Carlos rogó a los miembros de su gobierno que
durmiesen todos en Palacio, para así evitar la multiplicación de
objetivos si las cosas se ponían mal.
El 19
por la mañana, Caballero, que como acabamos de leer había dormido
en Palacio, solicitó dispensa del rey para ir un momento a su casa,
dispensa que le fue concedida. Una vez en su domicilio, Caballero se
encontró allí al príncipe de Castelfranco, que estaba acompañado
por dos capitanes de corps: el conde de Villariezo y el marqués de
Albudeyte. Los tres le pidieron les llevase a la presencia del rey,
pues tenían una importante novedad para él. Una vez en la cámara
regia, le comunicaron al rey que habían sabido que la noche
siguiente se iba a producir una asonada peor todavía que la
anterior. Caballero (que es la fuente de este relato, por lo que hay
que cogerlo con pinzas) reaccionó afirmando que había que defender
al rey, y proponiendo la llegada de nuevas tropas a Aranjuez y el
despliegue de la artillería. Los militares, por su parte, le habrían
contestado que sólo el príncipe de Asturias podía resolver aquella
situación. Así las cosas, los reyes parlamentaron con su hijo,
quien aseguró no saber nada de conspiraciones, y se ofreció a usar
a sus criados para tranquilizar a las turbas.
Con
todas las dificultades que ofrecen todos estos relatos, que son
relatos de parte y, por lo tanto, acuciados por la memoria selectiva,
a mí me quedan, cuando menos, ciertas sospechas. Os diré, por lo
tanto, lo que yo creo.
Yo
creo que el motín de Aranjuez fue, como el de Esquilache, un motín
de sólida base espontánea, pero claramente excitada. Esto es: el
personal le tenía muchas ganas a Godoy y estaba muy mosqueado con
los rumores que seguramente había oído, fibrilados por las personas
que vivían en Palacio, de que los reyes querían huir. Con
seguridad, atribuían esa intención al príncipe de la paz (y es que
lo era) y estaban dispuestos a luchar hasta donde, claramente, el
primer ministro in pectore no
estaba dispuesto, puesto que el pueblo español no tenía nada que
ganar en una entente con Napoleón; pero reyes y príncipes, como la
Historia demostraría pronto, veían las cosas de otra manera.
¿Quién
trufó Aranjuez de tíos pedros, tuertos movilizadores y otros
agitadores más o menos profesionales? Pues yo creo, sinceramente,
que fue el pérfido francés. Beauharmais, el maniobrero embajador
francés en Madrid, era uno de los hombres mejor informados sobre la
situación en Palacio, sobre las fortalezas y debilidades de Godoy.
Yo creo que a finales del primer invierno de 1808 Napoleón ya había
decidido que se iba a deshacer de Godoy y de los Borbones; en el
momento que conociese los planes de los reyes de marcharse a Cádiz,
pasar a Gibraltar y hacerle una como le habían hecho los reyes de
Portugal, se convenció de que tenía dos posibles estrategias: o
invadir España con todas las de la ley, un gesto brusco y desabrido
que corría el peligro de destrozar el frágil equilibrio europeo que
necesitaba mantener para aislar a Inglaterra; o hacerlos caer por
otras vías.
Yo
imagino, pues, que el pueblo de Aranjuez fue manipulado por agentes
franceses cuyo objetivo, por cierto, no era Godoy, sino los reyes; todos ellos, es decir, todos los Borbones. Es
normal que un francés cocinado en los fogones de la Revolución
Francesa reputase a un pueblo perfectamente capaz de echar a sus
reyes absolutos o, incluso, de decapitarlos o matarlos a hostias; en
esto fue en lo que se equivocó, como habría de reconocer ya en
Santa Elena.
En
este relato de los hechos que me hago, cuando menos en mi actual
nivel de conocimiento, creo que Fernando de Borbón ni siquiera era
consciente de estos movimientos. No tiene lógica que los franceses
le informasen de ello o buscasen su complicidad, si lo que querían
era echar a los Borbones. Otra cosa, sin embargo, es el papel
fundamental que, para mi gusto, juegan a partir de un determinado
momento del día 17 los criados de Palacio, a los que reputo
descaradamente fernandinos y que, en la convicción de que los reyes
van a marcharse dejando atrás al príncipe y, por lo tanto,
considerándolo víctima propiciatoria, cabeza de turco, resuelven
defenderlo y, entre otras cosas, se apuntan al trabajo de agitación
que ya están haciendo otros.
En
esas circunstancias, todo lo genera un disparo realizado en mal
momento y de exégesis equívoca; mi creencia sincera es que no fue
un movimiento diseñado y planificado, sino dictado por la
espontaneidad. Ese disparo, los movimientos de tropas que genera
(que, nos insinúa Toreno, bien pudieron convencer a muchos que eran
movimientos realizados para cubrir la huida de los reyes), y la
escena previa de la que es protagonista la mujer de Godoy (a la que
yo, contrariamente a lo que escribe Toreno, creo que apalizaron hasta
dejarla ensangrentada) enardeció a las masas lo suficiente como para
irse a por la casa de Godoy; donde se encontraron a unas tropas muy
poco motivadas en su contra. Porque ése es otro factor a tener en
cuenta: aquella noche, en unas horas, un soldado al que Godoy cree
fiel lo traicionará cuando él se le presente para pedirle agua y su
uniforme; e, ítem más, el ministro Caballero, en su entrevista con
el rey y los guardias de corps que lo esperaban delante de su casa,
se muestra partidario de traer tropas de Ocaña “que seguramente no
están corrompidas”; signo inequívoco de que tiene claro que las
tropas presentes en Aranjuez, tal vez, han sido influidas
(¿compradas?)
A
partir de aquí, y sólo a partir de aquí,
es cuando se produce el concurso de dos fuerzas distintas, las dos
apoyadas en el motín de Aranjuez: por un lado, Fernando, quien más
que probablemente se ha rehecho del miedo y la incertidumbre en algún
momento de la noche del 17, empieza, con seguridad, a recibir inputs
como los que Villariezo, Albudeyte y Castelfranco le dijeron al rey:
esto ya sólo lo soluciona usted. En el motín anti Godoy me parece
claro que interviene para apaciguar a algunos de los violentos, lo
cual le sirve para darse cuenta de que el pueblo está con él y que
se ha convertido en la pieza fundamental de ese complicado ajedrez.
Doy
por ciertas las advertencias que se le trasladan al rey a través de
las guardias de corps. Son consistentes con el relato que imagino.
Quienquiera que fuese que inició el motín de Aranjuez (que, como he
dicho, yo creo que fueron los franceses) no se ha quedado contento
con el resultado: Godoy ha sido apartado, pero Carlos IV de Borbón
sigue siendo rey de España, tal vez incluso se ha consolidado como
tal al haberle entregado a los españoles el cadáver político que
ellos demandaban; y, por lo tanto, los riesgos inherentes a su huida
hacia el sur siguen vigentes. Tiene lógica, en este sentido, que se
preparase una revolución sobre la revolución.
El
problema para los franceses es el mismo que casi siempre se le
plantea a los conspiradores: montar un proceso reivindicativo
popular, una revolución, es una acción que la comienzas tú, pero
te la termina la gente, y te la termina a su puta bola. Como le da la gana.
Uno de los grandísimos errores que han cometido muchos historiadores
españoles y no españoles en los últimos ciento cincuenta años,
error que es acojonante que se cometa porque las pruebas de la verdad
son abrumadoras, es infravalorar el amor de los españoles por sus
reyes. Es éste un fenómeno que afecta particularmente a algunos
monarcas, y yo diría que más que a ninguno, a Carlos II. Este rey
medio lerdo, impotente y pusilánime es juzgado como tal por los
espectadores del futuro, que es nuestro presente, quienes asumen
demasiadas veces que, si sus taras son razones más que suficientes
para que ellos lo desprecien, entonces el pueblo español
debió despreciarlo también en su tiempo. Ni modo. Sé que es
paradójico, pero pocos reyes ha tenido España más queridos, más
reverenciados, que ese monarca que era, como diría Amador Rivas, un
borderline que te cagas.
En
1808 estábamos en la misma situación. Los españoles, incluso sin
tener una cultura ni una información muy relevante, sentían que le
debían a Felipe V la pervivencia de la nación como tal; y
reverenciaban a un rey como Carlos III, monarca que tuvo sus
limitaciones y cometió graves errores pero que, sin embargo, tal vez
por la necesidad que tenía España de un monarca así: austero,
amigo de los ilustrados templados, predecible, rajoyano, fue admirado
ya durante su mandato. Como consecuencia de estos dos efectos
combinados, Carlos IV, quien probablemente no era muy diferente de
sus antecesores pero tuvo la mala suerte, para él, de ser
contemporáneo de unos hechos históricos que no le iban a permitir
ser un maula y sobrevivir a pesar de ello; Carlos IV, digo, no pasó
la prueba del algodón del cariño popular; y su reacción, que fue
entregar el gobierno entero de la nación en manos de la persona que
consideró más capaz para ello (pero no lo era) fue, simple y
llanamente, echar gasolina a la hoguera.
Eso
de reaccionar a la figura de Carlos IV y su valido abrazando el
republicanismo es postura contemporánea (y en ese pecado de
presentismo cae mucha gente); pero no fue, desde luego, lo que sintió
el pueblo español. El pueblo español, como siempre que se
decepciona con A, desarrolló una admiración mesiánica hacia B; en
exagerando los defectos del odiado, exageró las virtudes del amado.
Porque si un efecto ha tenido siempre la sociedad española ha sido
contemplarlo todo, o casi todo, como si fuese un Madrid-Barça. Éste
fue un proceso en el que Fernando de Borbón fue ganando enteros a
marchas forzadas; fenómeno que los franceses que, la verdad, lo
consideraban el tontopollas que básicamente era, no supieron ver.
Así las cosas, los conspiradores franceses se fueron a Aranjuez sin
tener instrucciones para gestionar este elemento colateral. Sus
agitadores, en las tabernas, hablaban y no paraban contra el rey
felón, su mujer la casquivana, y el listillo que se beneficiaba de
todo a costa del pueblo; y no midieron que, de haberlo hecho bien,
también deberían haber atacado al príncipe de Asturias, cosa que,
creo yo, no hicieron.
Así
las cosas, el día 19 habrían de encontrarse con una sorpresa.
Fernando VII a saco.
ResponderBorrarFernando VII a saco.
ResponderBorrarFernando VII a saco hasta el final
ResponderBorrarFernando VII, por favor
ResponderBorrarTentado por Roberto Calvi, a saco con la P2.
ResponderBorrarFernando VII
ResponderBorrarYo voto por intercalar la historia de Roberto Calvi
ResponderBorrarEl felón, porfa
ResponderBorrarRoberty Calvi, por favor :)
ResponderBorrarJosefina Tudó no era entonces (todavía) la esposa de Godoy. Era su amante oficial, porque vivía separado de María Teresa de Borbón. Pero no estaban casados.
ResponderBorrarEn tu análisis del motín echo de menos una mención al papel del batallón de Reales Guardias que casualmente estaba por allí, y al mando nada menos que del Duque del Infantado.
Eborense