Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
El 14
de marzo, ya en una ambiente de creciente desconfianza entre padres e
hijo, Carlos y Fernando celebran una conferencia en la que el primero
pretende hacerse una idea cabal de cuáles son las ideas del príncipe
de Asturias sobre la situación y, sobre todo, su nivel de sintonía
con los franceses.
Dicen
no pocos historiadores que Fernando le profesó a su padre fidelidad
absoluta y que fueron sus parciales, sobre todo su tío el infante Antonio,
quienes, en las horas siguientes, lo convencieron de que Godoy y
Carlos seguían intentando controlarlo. Yo nunca he creído esta
especie. Que Antonio odiaba a su bro y a su bro-in-law, es cierto. Que Fernando les
dijo a sus padres en la entrevista, literalmente, que les seguiría hasta el fin
del mundo, también es cierto. Pero eso no quiere decir,
necesariamente, que Fernando no estuviese pensando ya en darle la patada
a su padre desde el minuto uno. Anda que no tiene ejemplos este
cabrón a lo largo de toda su vida de haber dicho una cosa mientras
pensaba la contraria. En lo que respecta a Antonio, no hemos de olvidar un pequeño factor sobre el que ya insistiremos más veces en estas notas: era tonto del culo.
Para
los reyes y Godoy, los apremios para partir a Andalucía se
incrementaron, sobre todo cuando el taimado embajador francés les transmitió una
petición de Napoleón para que dejasen entrar a 50.000
soldados franceses en Madrid “de camino hacia Cádiz”.
El
día 16, Carlos Velasco, militar integrado en el Estado Mayor, se
presentó en la posada donde residía el decano del Consejo Real.
Llevaba ya consigo una orden firmada por Godoy que ordenaba el
traslado a Aranjuez del real cuerpo de guardias de corps, la real
guardia y la valona; asimismo, ordenaba la publicación de un bando
para la tranquilización de la gente.
El
Consejo Real, reunido por esta causa, tuvo muchos más escrúpulos
que los que se había planteado Godoy; el príncipe de la paz,
verdaderamente, se estaba planteando todo aquello, como casi todo lo
que se planteaba, con muy poca altura histórica y una notable
querencia absolutista a considerar que todo lo que importaba en este
mundo eran las reales personas. Los gobernantes españoles conocían
muy bien el precedente muy cercano de Portugal, donde los franceses
habían entrado adueñándose de todo, no sólo de las
posesiones de esos reyes a los que echaron; y, consecuentemente,
asumían que el nivel de respeto gabacho por la propiedad privada iba
a ser bastante relativo. Además, estaban los ministros muy
condicionados (algo que seguro que el protagonista andaba buscando)
por el hecho de que Fernando no se marchase con sus padres, por lo
que consideraban que las tropas no debían moverse de donde estaban,
pues, ¿y si finalmente había de huir? Así las cosas, quienes
tenían que tomar las decisiones diseñadas por Godoy resolvieron
hacerse los orejas: el bando no lo publicaron, y retrasaron en todo
lo posible el movimiento de las tropas.
Eso
sí, el gobierno de España no tuvo otra que atender la petición de
los franceses, que todavía eran formalmente tratados como nuestros
mejores amigos (nosotros, la verdad, nunca hemos tenido más amigos
que nosotros mismos; de la misma forma que nunca hemos tenido enemigo
más poderoso que nosotros mismos). Así pues, permitió la entrada
de los 50.000 franceses en Madrid, pero tan claro tenía las enormes
posibilidades existentes de que dicha entrada se convirtiese en un
problema de orden público, que hasta estableció la orden de que las
tabernas se clasificasen entre normales y tabernas de franceses. El
gobierno no quería a gabachos y españoles bebiendo en el mismo
colmao, por lo que pudiera pasar.
La
situación se enrarecía por momentos. Los habitantes de los Reales
Sitios, que en esos momentos tenían el privilegio de ser testigos
casi directos de procesos que el Antiguo Régimen, normalmente, le
hurtaba a la opinión pública, hacían corrillos y cada vez
murmuraban más. Godoy quería publicar un manifiesto en el que el
rey dejase claro que todo lo hacía por mantener su soberanía y la
integridad del Reino. Fernando jugaba a todas las barajas, a ratos
decía que se marcharía con sus padres, a ratos trataba de
convencerles de que no se marchase nadie. El pueblo estaba lleno de
extranjeros, de extraña catadura, la mayoría de los cuales se
dedicaban a las fake news y a soliviantar al personal. El
marqués de Caballero, terminó por concluir, y así se lo dijo a las
reales personas, que si no se publicaba un manifiesto desistiendo del
viaje, habría un motín.
Y así
se hizo. En el papelucho que se publicó, el rey Carlos conminaba:
Respirad tranquilos; sabed que el ejército de mi caro aliado, el
emperador de los franceses, atraviesa mi reino con ideas de paz y
amistad (…) ni tiene el objeto de defender mi persona, ni
acompañarme en un viaje que la malicia os ha hecho suponer como
preciso. (…) Españoles, tranquilizad vuestro espíritu; conducíos
como hasta aquí con las tropas del aliado de vuestro Rey, y veréis
en breves días restablecida la paz de vuestros corazones, y yo
gozando la que el Cielo me dispensa en el seno de mi familia y de
nuestro amor.
Bastante
probable es, desde luego, que este manifiesto se diseñase para parar
una conspiración ya en marcha para excitar un motín en Aranjuez.
Así lo creía Caballero, y yo creo que Caballero era, en ese
momento, el español mejor informado, mucho mejor que Godoy, a quien
no le niego buenas intenciones, pero que tenía el obvio problema de
que cuando alguien es cortito, es cortito; y si la ambición le
excita las cortedades, ya, para qué las prisas.
El
caso es que el manifiesto, si se hizo para lo que yo pienso, sirvió,
pues provocó inmediatas manifestaciones de alegría bajo el balcón
de los reyes; pero eso no tuvo más consecuencia que el paso de la
conspiración a un nivel superior.
La
noche de aquel 16 y la mañana del 17 diversas tropas, que no habían
recibido contraorden a la suya de traslado a Aranjuez, siguieron
llegando a la villa. Esto fue oro molido para los manipuladores, que
se paseaban de taberna en taberna afirmando que sabían de buena
tinta que todo el bando publicado era una puta mentira, que los reyes
se iban a abrir, y aducían como prueba irrefutable el hecho de que
las calles se siguiesen petando de militares que, si no, a qué coño
venían. Asimismo, en lo que se ha tomado muchas veces como una demostración de que Fernando no
era en modo alguno ajeno a todos aquellos movimientos de opinión
pública, también se decía, y se repetía, que el príncipe era un
prisionero de Godoy y que, por lo tanto, si se producía algún
movimiento, lo primero que había que hacer era liberar su real
persona. La news, fake o no fake, de que Fernando le
había confesado a un oficial: “el viaje es esta noche, y yo no
quiero ir”, terminó por excitar las conciencias. Como digo, lo más probable es que fuese Jáuregui, el
oficial de marras, el que distribuyese esta especie falsa, pues muy
mal informado tenía que estar Fernando si pensaba que en la noche
del 17 se iba a producir el traslado; pero cuando menos yo no puedo
jurar que no lo dijese en realidad. Lo verdaderamente importante, en
todo caso, es que la gente lo creyó. Elemento fundamental de todos
estos correveidiles fue el que todo el pueblo conocía ya como el Tío
Pedro; un hombre vestido humildemente pero con maneras de señor,
recién llegado de Cádiz, que se dedicaba a invitar a beber en las
tabernas y a distribuir noticias. Era otro personaje peripatético de
los tristes momentos que estaba viviendo y habría de vivir España:
Eusebio Palafox y Portocarrero, entonces conde de Teba, a partir de
abril de aquel 1808, a la muerte de su madre, conde de Montijo. Era
un furibundo enemigo de los reyes padres y de Godoy, después de que éstos
hubieran desterrado precisamente a la hacedora de sus días.
Llegada
la noche del 17 de marzo de aquel 1808, embozados clavan en las
esquinas de Aranjuez unos pasquines que dan vivas al rey y al
príncipe y mueras al perro de Godoy. La noche fue tranquila,
aunque a las siete de la mañana unos carabineros reales,
probablemente por orden del príncipe de la paz, tomaron posiciones
estratégicas. Estas tropas, sin embargo, fueron retiradas dos horas
después, cuando Fernando comenzaba su paseo a caballo, tal vez para
que no reparase en ellas.
Los
reyes y Godoy almorzaron juntos el día 11 y se ocuparon de ver
herrar unos caballos que les habían llegado, regalo de Napoleón.
Así se escribe la Historia de España: el futuro del país en el
hilo, y el rey herrando caballitos. Luego llegó un correo de Francia
y Godoy volvió a desplazarse para hablar con los reyes. Según
testigos presenciales, tenía aspecto de estar derrumbado y con
lágrimas en los ojos. En la entrevista habría aconsejado a los
reyes la huida; lo cual provocó el primer acto de resistencia: los
criados de Palacio, convencidos de que se llevarían al príncipe a
la fuerza, acordaron quedarse vigilantes para impedir cualquier cosa.
En la
noche del 17 al 18, yo creo probable que ya informados por las
filtraciones de los criados, el partido anti-Godoy movió ficha.
Varias personas se presentaron frente al domicilio del príncipe, en
la calle de la Reina, y tiraron piedras contra las ventanas. Cada vez
viene más gente, y las tropas de Palacio tocan las trompetas para
allegar las tropas y como advertencia. Delante de la casa de Godoy,
un innominado (que yo sepa) agitador, que por todas señas es tuerto
y lleva una venda sobre uno de sus ojos, agrede a uno de los
carabineros, lo cual dispara las alarmas. El tuerto y los que le
siguen, que no son pocos, se enfrentan a lo soldados que guardan la
residencia del príncipe de la paz.
Se
dispara un cañonazo, sin que, de nuevo según mi información, se
pueda saber con exactitud qué tipo de advertencia porta. Los criados
de Palacio están seguros de que su significado es que los reyes se
abren. Es ya la una y media de la madrugada. Muchas personas se
dedican a ir de casa en casa, golpeando las puertas, himplando que
los reyes se van y que hay que impedirlo.
A las
dos de la mañana, en un claro intento de parar todo aquello, el rey
y el príncipe se mostraron al pueblo desde un balcón, a la tenue
luz de dos candelabros. Luego Fernando sabemos que pasó a las
habitaciones de la reina para parlamentar con ella. Pasadas las tres hubo un follón de nuevo en Palacio porque se encontró al hermano de
Godoy escondido, pues al parecer ya se había llevado varias manos de
hostias en la calle. Tiempo más tarde llegó la mujer de Godoy con
sus damas de honor, al parecer en un muy mal estado (“ensangrentadas
y casi desnudas”, según un testigo presencial, el palafrenero
Brissy), todas las cuales quedaron acogidas en Palacio. El resto de
la noche no pasó gran cosa.
El
gran objetivo de aquella noche había sido Godoy. Las turbas consiguieron finalmente entrar en su casa pero, sin embargo, habían descubierto un desconocido
portillo de escape y habían asumido que había conseguido huir. Pero
no era tal. En realidad, el príncipe de la paz estaba escondido en
el desván de sus posesiones, donde no fue molestado salvo por el
hambre y la sed que, llegada la mañana, lo acuciaron lo suficiente
como para hacerlo un tanto temerario. Se acercó subeptriciamente a
un soldado que supuso no lo delataría y le dijo: “me harías muy
feliz si me dieses un vaso de agua y tu uniforme”. El soldado, sin
embargo, lejos de hacer lo que le pidió, comenzó a propalar a
gritos la noticia de que Godoy había aparecido. Era la hora de misa,
pero la gente, al oír los gritos, salió de las iglesias, hemos de
suponer que dejando a los curas con la hostia en la mano (eso si los
curas no se les juntaron, claro) y se fue a por él, con la intención de compensar las hostias que no habían podido tomar con otras de diferente naturaleza metafísica.
En ese punto, al parecer, reapareció el famoso tuerto, comandando a la confusa tropa de ciudadanos que quería matar al valido. La guardia de corps se aprestó a defenderlo, pero al parecer ellos mismos tendrían claro que eso no duraría. Fue Fernando, según diversos testimonios, quien paró la ejecución; algo que ha dado para que algunos de los (escasos) historiadores profunda o levemente fernandinos hayan destacado su buen hacer en momento tan difícil. Yo, la verdad, creo que tuvo la inteligencia de entender que lo que él necesitaba era una pequeña revolución, no una grande. Barruntó el Borbón, tal vez, que cuando un tigre prueba carne humana, cuando un putomierda de súbdito prueba el cuello de un príncipe, ya no quiere comer otra cosa. Entendió, pues, que el pueblo tenía que meter sólo la puntita, y por eso propició aquel histórico sexo in femoribus.
En ese punto, al parecer, reapareció el famoso tuerto, comandando a la confusa tropa de ciudadanos que quería matar al valido. La guardia de corps se aprestó a defenderlo, pero al parecer ellos mismos tendrían claro que eso no duraría. Fue Fernando, según diversos testimonios, quien paró la ejecución; algo que ha dado para que algunos de los (escasos) historiadores profunda o levemente fernandinos hayan destacado su buen hacer en momento tan difícil. Yo, la verdad, creo que tuvo la inteligencia de entender que lo que él necesitaba era una pequeña revolución, no una grande. Barruntó el Borbón, tal vez, que cuando un tigre prueba carne humana, cuando un putomierda de súbdito prueba el cuello de un príncipe, ya no quiere comer otra cosa. Entendió, pues, que el pueblo tenía que meter sólo la puntita, y por eso propició aquel histórico sexo in femoribus.
Los
guardias de corps salieron de la casa de Godoy al trote y con el
príncipe de la paz escondido entre los cuellos de los caballos. Ya
en palacio, Fernando salió al balcón y gritó: “Yo respondo del
castigo a este hombre, estad tranquilos; él ha querido perderme por
tres veces, pero yo lo perdono”.
Así
pretendía Fernando de Borbón acceder al trono de España: como
resultado de una revolución controlada, con una enorme base, para
qué negarlo, pues el gobierno de Godoy cometió muchos errores y,
digan lo que digan sus parciales, no estuvo presidido por el bien de
España, sino por el suyo propio. Y con el apoyo, más o menos
intenso, más o menos sincero, más o menos resignado, de la que, en
ese momento, Fernando consideraba sería, por los siglos de los
siglos, la principal potencia del mundo. No tardaría, eso sí, en
averiguar que, para hacerte respetar por un tigre, has de ser tú
mismo un león, y no de los más chiquitos precisamente.
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