Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
En
el proceso propiamente dicho contra los conspiradores, el que en
ausencia del príncipe era el principal acusado, Escoiquiz, basó su
defensa en la ley séptima del libro décimo segundo, título 33 de
la Novísima Recopilación,
por la que no se admiten memoriales firmados por personas
desconocidas; regulación que el acusado pretendía de afección para
el anónimo que recibió el rey. En otras palabras, no pudiendo
saberse quién era el acusador primero, pretendía la nulidad del
proceso. El duque del Infantado, por su parte, basó su defensa en
argumentar que, ante la difícil situación de la nación y los
achaques del rey, había considerado adecuado admitir el famoso
decreto que le facilitó el príncipe.
El 25
de enero de 1808 emitieron sentencia los jueces: Arias Mon,
gobernador decano interino del Consejo; Gonzalo Joseph de Vilches,
Antonio Villanueva, Antonio González Yebra, marqués de Casa-García,
Eugenio Manuel Álvarez-Caballero, Sebastián de Torres, Domingo
Fernández Campomanes, Andrés Lasauca, Antonio Álvarez de Contreras
y Miguel Alonso Villagómez.
Estos
jueces declararon que el fiscal (Simón de Viegas, decano del cuerpo)
no había podido probar los delitos que incluía en su acusación y,
en consecuencia, declaraban absueltos a Juan Escoiquiz, al duque del
Infantado, al conde de Orgaz, el marqués de Ayerbe, Andrés Casaña,
Josef González Manrique, Pedro Collado y Fernando Selgas. E incluso
liberaban a Juan Manuel de Villena, Pedro Giraldo de Chávez, Joaquín
Crespi de Valdaura (conde de Bornos) y Manuel Rivero; todos ellos
presos por las mismas acusaciones, aunque no incluidos en aquella
causa.
Godoy
nos cuenta en sus memorias que, tras la lectura de este fallo, el rey
Carlos se cogió un cabreo de mil demonios. Si fue así, y no tenemos
por qué entender que el valido miente en esto, había comprendido lo
que había pasado: los jueces estaban bien ciertos del entorno en el
que se producía la sentencia. Un entorno en el que, por ejemplo,
Napoleón había hecho llegar, por vía diplomática, una nota en la
que exigía que en ninguno de los procedimientos del caso
apareciese para nada ni su nombre ni el de su nación. Sin duda
aleccionados sobre las gravísimas consecuencias internacionales que
podría tener una sentencia más dura de lo necesario, amén de, como veremos, aleccionados por su jefe el ministro, los jueces,
todos ellos hombres de los Consejos de Su Majestad, hombres bien
avezados en los matices del poder, habían optado por lanzar una
señal de cierta componenda.
Un
tribunal supremo, digamos lo que digamos, también sirve para estas
cosas. Y tal vez debería servirnos de lección histórica saber que ser lenitivo con Fernando y sus secuaces en el momento en que estuvieron procesados no sirvió de nada, pues igual se acabó encontrando Carlos IV con la inquina y la mendacidad de su hijo; e igual tuvimos todos los demás que aguantar las décadas ominosas de gobierno de este rey hijo de puta.
A
Carlos de Borbón, sin embargo, todo esto se le daba una higa.
Siempre según Godoy, su primera reacción fue publicar el proceso
completo, con inclusión de las cartas fuertemente comprometedoras
para el príncipe. Hombre del Antiguo Régimen al fin y al cabo,
consideraba que su honra estaba por delante de todo. Y, en realidad,
lo estaba, pues, en ese momento, su honra era la de España entera
que, tragando con todo aquello, tragó con su independencia y, sobre
todo, con la histórica oportunidad que tuvo de sacarse de encima,
antes de haberlo sufrido, al peor rey de toda su Historia.
¿Qué
había pasado? Pues lo que había pasado, si miramos con algo más de
cuidado, es que, además de funcionar la amenaza francesa en la
persona de Godoy, quien desde el primer momento hubiese querido que
todo aquello se hubiese gestionado entre bambalinas y sin ruido,
funcionó el cambio de planteamiento de Caballero, quien, al fin y al
cabo, era ministro de Gracia y Justicia y, por lo tanto, era la mano
que mecía el tribunal. Es claro que Caballero, cuando estalló el
escándalo, optó por servirle de caja de resonancia, por considerar
que una buena condena y la consiguiente publicidad, siquiera parcial,
minaría la posición de Godoy, que era lo que al fin y a la postre
buscaba. Sin embargo, Godoy era mucho Godoy. Aun odiado por muchos
españoles, el valido sabía muy bien cómo manipularlos; a lo que
hay que añadir que el pueblo español, la verdad, profesaba un
sincero cariño por su familia real y, muy particularmente, hacia el
príncipe heredero. España y los españoles es muy dada, veramente, a creer en el carisma y a pensar que una persona, se llame Borbón, González, Aznar, Zapatero, Sánchez o Iglesias, puede ser el compendio de todo Bien sin mezcla de Mal alguno. Es, literalmente, lo que hay.
De esta manera, durante las jornadas del proceso,
Caballero había sentido la presión combinada de los franceses y de
eso que hoy llamamos la opinión pública. Comenzó a temer el
ministro que una condena pudiera provocar que, o bien el propio
príncipe descaradamente (poco probable), o bien las extrañas
terminales que entonces ya habían funcionado a la hora de manipular
a los españoles (véase, sin ir más lejos, el motín de
Esquilache), levantasen al pueblo contra dicha sentencia, dejándole
a él en desabrida posición. Optó, pues, por la prudencia.
Hay
que hacer notar aquí, además, que la acusación del fiscal, Simón
de Viegas, aunque no se conserva como tal, debió de ser violentísima
por las referencias a la misma que hay en el proceso. Pero lo
interesante del asunto es que, lógicamente, en marzo de 1808, cuando
las tornas habían cambiado a favor de Fernando, Viegas, quien como
vemos por este dato ya se olía algo, le escribió a fray Crisanto de
la Concepción, que entonces era prior del convento de El Escorial,
para reclamarle una plica de documentos que le había confiado en
diciembre de 1807. Con esos documentos se fue a ver a Fernando (o
sea, la misma persona hacia la que, meses atrás, más que
probablemente pedía la pena capital) para solicitarle que le dejara
publicarlos, puesto que, según él, demostraban su fidelidad hacia
el rey y “la violencia que contra mí se practicó durante el
proceso”. No hubo tal, pues el rey lo desterró de Madrid (que dio
igual, porque Viegas había huido ya, pues las turbas querían
matarlo). En abril de 1808, por otra parte, el triunfante partido
fernandino recuperó la causa y le añadió varios documentos, todos
o casi todos de ellos redactados por Viegas, que venían a demostrar
la inocencia del entonces príncipe.
En
todo caso, el rey Carlos, a quien no se le pasó el cabreo por muchas
explicaciones que le dio Godoy, usó de su amplia prerrogativa real
para desterrar a aquéllos que los tribunales acababan de declarar
inocentes: el duque del Infantado, a Écija; Ayerbe, a Calatayud;
Bornos, a Medina del Campo; Villena, a Barcelona; Orgaz, a Valencia;
Giraldo, a Córdoba; González Manrique y Selgas, a Castañal, en
Oviedo; y Casaña y Collado, a Zaragoza.
Pasado
el trago del proceso de El Escorial, quedaba, sin embargo, su más
importante rebaba, que no era otra que la convicción, ahora clara y
diáfana, de que Francia pretendía controlar España como también
pretendía controlar Portugal, si bien por otros medios. Esto cambia
muchas cosas en la Corte, pues lo que Carlos IV tal vez pensó en
algún momento que podría ser una convivencia difícil pero
eficiente, ahora comprende que va a acabar suponiendo, en un momento
o en el otro, algún tipo de enfrentamiento. Por ello, tanto él como
Godoy están de acuerdo en que hay que hacer cambios en la política
de Estado y colocar a su frente a alguien que tuviese menos
compromisos adquiridos con los franceses que el propio Godoy.
Asimismo, también resolvió tomar personalmente el mando del
Ejército.
Cuando
el rey le comunicó a su hijo las decisiones que habían tomado, a
Fernando no le costó nada mostrarse contrito y darle un gran abrazo
a Godoy; nunca tuvo problemas en mostrarse amable con aquéllos a
quienes odiaba.
El 23
de noviembre de 1807, las tropas francesas llegan a Abrantes y, a
pesar de las ofertas de conciliación que les presenta la Corte
portuguesa, persisten en su marcha hacia Lisboa. Así las cosas, los
ingleses recogen a la familia real portuguesa y se la llevan a
Brasil. Lisboa es ocupada por Junot el día 30 de noviembre.
Ya de
por sí, que los franceses no tuviesen que esforzarse más en
Portugal era mala noticia para España. La peor, sin embargo, fue
comprobar que Napoleón, incumpliendo los términos de Fontainebleau,
introducía más tropas en la península sin comunicación ni permiso
español. El 22 de diciembre de 1807, es Dupont quien penetra con el
Cuerpo de Observación de la Gironda; y el 9 de enero de 1808 es
Moncey quien entra con el III Cuerpo de Ejército.
El
gobierno español convoca una reunión de urgencia en la que propone
Godoy que España se oponga a más entradas de tropas francesas.
Ninguno de los presentes ignora que, siendo aquella una gestión que
se juega contra alguien como Napoleón, esa negativa puede suponer la
guerra. Pero Godoy confía en el pueblo español, al que, dice, caso
de ponerse las cosas mal, hay que “decirle lo que ignora”;
espontánea confesión ésta de la deliberada política del valido,
quien durante meses ha permitido la turbia y escondida penetración
de los intereses franceses en España, y ahora se ve atropellado por
la estúpida convicción que, sin duda, albergó alguna vez, de ser más
inteligente que Napoleón.
Godoy,
sin embargo, encontró un oponente: el ministro de Marina, Francisco
Gil y Lemus. Aunque obviamente no existen actas de lo hablado, todo
parece indicar que Gil operó como portavoz del Ejército,
descendiendo desde el encendido discurso de Godoy, basado en la honra y el
presunto poder infinito del pueblo, a la realidad de un ejército que
no podía aspirar a presentarle batalla a una de las máquinas
militares más eficientes que ha visto la Historia. Gil y Lemus, de
hecho, arrastra al Consejo a la decisión de no oponerse a nuevas
entradas de tropas francesas.
La
cosa es que, nos guste o no, Godoy tenía razón. El 16 de febrero,
el general D'Armagnac toma la ciudadela de Pamplona, y el 28 de
febrero Duhesme es el dueño de Barcelona. El 3 de marzo el duque de
Mahón, quien guarda la plaza de San Sebastián y es gobernador
general de Guipúzcoa, debe permitir la entrada en la ciudad de las
tropas del duque de Berg ante la imposibilidad de defenderse con lo
que tiene.
Los
franceses, por otra parte, saben perfectamente con quién se están
jugando la Burger King, y las teclas que deben de tocar. Junot invita
a Godoy a ir a verle al Alentejo, con la excusa de que así puede
empezar a hacerse conocido y amable para su pueblo; pues hay que
recordar que, entre los acuerdos entre los franceses y Godoy se
encontraba uno difuso, según el cual el valido de Carlos IV sería
una especie de rey tributario de parte de Portugal. El rey Carlos,
sin embargo, le expresa su oposición a esta excursión, que según
Godoy sería para soliviantar a españoles y portugueses contra el
francés; afirmación que a mí me parece harto cuestionable.
Por
esas fechas, al parecer, el rey Carlos comienza a bajarse de la burra
de que su hijo es de fiar. Observa que Fernando, en los despachos que
hace con él, se muestra huidizo y poco concreto; como si no quisiera
tener demasiado que ver con las decisiones de su padre. El rey llama
a su hijo para comunicarle las importantes novedades llegadas de
Italia, donde los franceses, una vez conseguido el permiso para
atravesar los Estados Pontificios, se habían apoderado de Roma,
del castillo de Sant'Angelo y, incluso, habían cambiado algunos
cañones de los castillos militares para hacerlos apuntar hacia el
Quirinal, la residencia del Papa. Estas noticias calan hondo en un
rey católico como es el Borbón, y marcan el momento (que ya le
vale) en que Carlos comienza a recelar de verdad de los franceses.
España,
sin embargo, está en poder de los franceses. Un detalle, que puede
parecer trivial, pero que yo creo que lo demuestra bien. En Roma el
Papa, lógicamente ante la situación que se ha producido, se niega a
recibir al general Miollis, que comanda las tropas francesas que han
hecho suya la Ciudad Eterna. Sin embargo, en Madrid, en la imprenta
de la Gazeta, se recibe una nota manuscrita, que ni siquiera viene
firmada, en la que se detalla en unas líneas la crónica de una
presunta audiencia entre el general y el Papa en la que se ha
constatado “la buena disposición, orden y disciplina de las tropas
francesas, y la armonía que reina entre ellas, las de Su Santidad y
los naturales”. La nota venía entre las que cada día enviaba la
Secretaría de Estado y, por lo tanto, los componedores de La Gazeta
así la publicaron. El francés, pues, por mandar, hasta mandaba en
el BOE; y ni siquiera necesitaba hacerse presente para ello.
En
esos días y semanas Godoy, por supuesto en connivencia con el rey,
cursa una serie de instrucciones a sus mandos militares para que
estén atentos y, sobre todo, para que estén dispuestos a realizar,
si se les ordena, un rápido repliegue hacia La Mancha. Esto siempre
ha sugerido con fuerza que ya en febrero Godoy estaba pensando en la
posibilidad de que el rey huyese hacia Andalucía.
Las
cosas se ponían feas.
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