Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
El
rey Carlos fue prontamente informado por Caballero, al regresar de la
cacería, de las confesiones de su hijo, y de la fundamental de ellas,
que era su sintonía con los franceses. Caballero, lógicamente,
había esperado a la llegada del rey para informar por primera vez de
aquellos extremos, por lo que fue el Borbón quien directamente
informó a Godoy. Era una situación muy delicada. Francia y España
eran aliados estrechos, hasta el punto de que las tropas de Napoleón
estaban cruzando el país, camino de Portugal, país que ambicionaban
invadir ambas armadas de forma combinada; y ahora se descubría que
Napoleón, el hombre más poderoso del mundo, estaba combinando esa
colaboración con una conspiración para cambiar a la persona sentada
en el trono de España. Cabía incluso la posibilidad de que
Napoleón, suponiendo o conociendo las dificultades de su parcial,
llegase a decretar el desvío en la trayectoria de sus tropas,
haciéndolas pasar por Madrid para hacer valer por la fuerza al
príncipe de Asturias.
De
hecho, el perdón real al príncipe no llegó hasta el 5 de
noviembre, lo cual hace presuponer que debieron producirse largas
horas de cabildeos y entrevistas en las que fundamentalmente Godoy
trataría de ablandar el alma del padre justamente cabreado. El 6 de
noviembre, una vez producido el perdón y limpiada la causa judicial
de su principal acusado, comenzó ésta propiamente dicha.
Escoiquiz
había pasado días oculto en Toledo, en casa del siempre útil
marqués del Infantado. Allí, sin embargo, el día 1 de noviembre, a
las siete de la mañana, Sebastián de Torres, ministro del Consejo
Real, lo detuvo personalmente, “estando en cama”, como
puntillosamente registra en el parte de su acción.
Escoiquiz
juró in verbo sacerdocis decir la verdad frente al citado
policía. Éste se limitó a preguntarle si había conocido alguna
vez a algún criado del marqués de Ayerbe. Escoiquiz contestó que
no, y ahí terminó el interrogatorio. Inicialmente, la partida se
fue a Segovia, pues estaba decretado que el canónigo sería preso en
el Alcázar. Sin embargo, en Segovia le esperaba a Torres la orden de
Caballero de traerse al cura a El Escorial, adonde llegó el 10 de
noviembre.
Ese
mismo día fue interrogado en la villa monacal. Probablemente mucho
más presionado de lo que lo había estado en el primer embroque,
acabó con confesar que Antonio Moreno le había entregado alguna que
otra vez “memorias que se dignaba enviarme Su Alteza”. Y que,
cuando Moreno fuera detenido, recibió una carta anónima
haciéndoselo saber.
Declaró
también que, en el mes de mayo, había recibido recado de Fernando
en el que le decía que el embajador francés había mostrado interés
por entrevistarse con él, y que le preguntaba cuál era su consejo
al respecto. Ante dicha carta, Escoiquiz se habría ofrecido a ir él
a la embajada para explorar los deseos del francés, a lo que
Fernando accedió. Presentado en la embajada, el titular le dijo que
él no había enviado ese recado por medio de nadie; afirmación que,
dejó claro Escoiquiz, no creyó. El taimado Beauhamais, sin
embargo, tras haber dejado clara su “inocencia”, se habría
mostrado muy contento de que alguien cercano al príncipe se hubiera
acercado por la embajada para hablar con él. Se arrancó a comentar
novedades de Fernando y, sobre todo, su previsible segunda boda;
momento en el que no se recató en dejar claro lo positivo que sería
para todos que el príncipe de Asturias se casara “con alguna
señora de la parentela y la familia del Emperador”. Escoiquiz,
siempre según Escoiquiz, contestó que el príncipe no tendría
problema con un arreglo como ése, siempre y cuando lo aprobasen sus
padres, los reyes. Y muy bien consciente de por qué estaba como
estaba y cuáles eran las prioridades de su posición, declara
textualmente: “en esta conducta ha pasado quizá mucho más allá
de los términos que le permitiría la prudencia y se debía esperar
de sus canas y de su experiencia. Toda la culpa de este yerro es
suya, no de Su Alteza, que se ha fiado de su juicio y en su lealtad”.
Como
las cosas no podían quedar así, al día siguiente los hombres de
Caballero amurcaron con más fuerza en el interrogatorio, y Escoiquiz
no tuvo otra que comenzar a dar datos concretos. Por ejemplo, que el
corresponsal que le entregó a Fernando la esquela de la embajada
francesa había sido un militar, Pedro Giraldo, por intermedio de Juan Manuel de
Villena. De hecho, contó con pelos y señales que Beauhamais no se
había fiado demasiado de Escoiquiz; por lo que se pactó un diálogo
en clave entre él y Fernando: la primera vez que el embajador
estuviese en la Corte, Fernando le preguntaría si había estado en
Nápoles, al tiempo que sacaba el pañuelo y se sonaba. Como fuera que Fernando así lo hizo, el embajador tornó a confiar en el curita. Ya
confiando en él, Beauhamais le habría propuesto que Fernando le
escribiese una carta al emperador solicitándole esposa. Escoiquiz
intentó escaquearse de esa celada, pero no pudo porque en una
entrevista posterior el embajador francés le anunció, campanudo, que
ya no era él quien demandaba la carta: era Napoleón personalmente.
Ahora,
pues, los conspiradores, que por lo que se ve habían avanzado mucho
a pesar de saber que les faltaba lo más importante (el nihil
obstat del rey), fueron colocados ante un riesgo probablemente
mayor: malquistarse con Napoleón. Esto fue, tal y como yo lo veo, y
siempre si creemos todos los detalles de la declaración de
Escoiquiz, lo que convirtió la conspiración de Fernando en un
auténtico golpe de Estado para subvertir el orden de la Corona.
Fernando,
siguiendo el consejo de Escoiquiz (y el hecho palmario de que no
tenía otra salida) escribió la carta a Napoleón. La terminó, según
el canónigo, “pocos días antes de mediados de octubre”; es
decir, unos quince días antes de que fuese prendido. Ante el hecho
de que la respuesta del emperador, como muy pronto, estaría en poder
de Fernando el 6 de noviembre, Escoiquiz se volvió a Toledo.
La
conspiración llegó más lejos. Tal y como declararían los
imputados, Fernando le entregó a Escoiquiz el texto de un real
decreto, con la fecha en blanco. La norma iba firmada por Fernando
Yo, el Rey y con el sello negro, como correspondía a los que
se firmaban inmediatamente tras el fallecimiento de un monarca; e investía de la
máxima autoridad administrativa al duque del Infantado. En parte
justificaron este hecho en la mala salud de Carlos IV pero,
ciertamente, el principal motor de acción tal no podía ser otra que
la voluntad de Fernando de erigirse en rey de España en sustitución
de su padre. Escoiquiz, por lo demás, temía que el cambio en la
corona no sería sencillo y que se producirían resistencias, por lo
que deseaba que Infantado tuviese el control de todos los resortes
del poder.
Pedro
de Toledo, duque del Infantado, trató de hacerse el orejas en su
declaración. Todo había ocurrido estando él de viaje. En lo de la
embajada de Francia, contó una historia totalmente diferente:
Escoiquiz habría estado interesado en que los franceses colaborasen
con una obra de su iglesia y, por ello, le habría solicitado al
duque que le presentase al embajador; cosa que éste hizo, tras lo
cual, afirmó, su papel había terminado. Sobre las cartas (eran dos:
una a Napoleón, otra al embajador) dijo saber que existían pero no
los términos en que fueron escritas; aunque siempre sospechó que
habían sido escritas y enviadas a Francia sin conocimiento del rey.
Pedro
Giraldo, brigadier de los Reales Ejércitos y coronel de Infantería,
confesó su participación en la entrega y recogida de
correspondencia de Fernando, pero negó cuantas veces se le preguntó
conocer sus extremos.
Como
se ve, lo que nadie, ni Fernando, ni Escoiquiz, ni nadie, explicó
nunca en los interrogatorios, fue el contenido de las cartas que
Fernando escribió al embajador francés y a Napoleón; si bien
conocemos los contenidos de ambas misivas, pues tiempo después las
publicaría el propio Napoleón y diversos historiadores, como
Thiers, las recogieron.
La
carta a Napoleón es indigna en un príncipe español; y, la verdad,
no hace falta ser muy nacionalista para escribir esto: dice Fernando
cosas como: “lleno de esperanzas de hallar en la magnanimidad de
VMI la protección más poderosa, me determino no solamente a
testimoniar los sentimientos de mi corazón para con su augusta
persona, sino a depositar los secretos más íntimos en el pecho de
VM como en el de un tierno padre”.
Continúa:
“si los hombres que le rodean aquí [se refiere a su padre, el rey]
le dejasen conocer a fondo el carácter de VMI como yo lo conozco,
¿con qué ansias procuraría mi padre estrechar los nudos que deben
estrechar nuestras dos naciones? Y, ¿habrá medio más proporcionado
de rogar a VMI el honor de que me concediera por esposa una princesa
de su augusta familia? Este es el deseo unánime de todos los
vasallos de mi padre, y no dudo que el suyo propio (a pesar de los
esfuerzos de un corto número de malévolos) así que sepa las
intenciones de VMI.”
Y
luego llega este párrafo, verdaderamente impagable, en el que no
puedo evitar colocar mis itálicas: “Imploro, pues, con la mayor
confianza de protección paternal de VM, a fin de que no solamente se
digne concederme el honor de darme por esposa una princesa de su
familia, sino allanar todas las dificultades y disipar todos los
obstáculos que puedan oponerse en este único objeto de mis deseos”.
En otras palabras: cásame con una pava de tu familia, tron; y si mi
padre se niega, dale dos hostias.
El
conde de Toreno, en sus obras sobre la Historia de España, nos
cuenta que, conforme fueron avanzando los interrogatorios de
Caballero, básicamente influidos por el hecho de que la mayoría de
la gente, cuando comprendió que Fernando había cantado, cantaron
ellos también, se asustó de que el proceso se pudiese convertir en
un proceso contra Francia. O sea: imaginemos que el centro de todo el
juicio en el Supremo contra los líderes del procés se basase
en una carta de Puchi a Macron pactando la invasión de Cataluña por
tropas francesas; obviamente, en estas circunstancias, además de lo
que fue, se convertiría en un gravísimo conflicto diplomático.
España
no estaba en condiciones de tener ese tipo de problemas con un poder
como la Francia de Napoleón. El día del arresto de Fernando había
sido contemporáneo (el mismo día, de hecho) con la firma del
tratado de Fontainebleau por el que se autorizaba a las tropas
francesas a entrar en España. El país estaba, si no formalmente,
sí ocupado de facto por tropas francesas por la vía de los hechos.
Es
por esto que Godoy, según todos los indicios, creó dos causas donde
había una; y todo lo que tenía que ver con Francia lo metió en
una, oscura como la noche; mientras, en la oficial, se aplicaba a
convencer al rey de que cerrase la otra pronto, sin demasiado ruido y sin
demasiado dolor, para así no cabrear al orco galo.
El
rey Carlos, siguiendo la estrategia de Godoy, le envió a Napoleón
una carta el día 3 de noviembre en la que protestaba vivamente por
los movimientos orquestales en la oscuridad en que había participado
su embajador; misiva que combinó con otra, ya el día 8, en la que
informaba al emperador de que había perdonado a su hijo. Aunque los
diplomáticos españoles trabajaron la primera carta para colocarla
en la frontera de la indignación, pero sin sobrepasarla, no lo
consiguieron: a Napoleón le sentó a cuerno quemado, y a punto
estuvo de declararle formalmente la guerra a España. Se apaciguó,
sin embargo, apenas unas horas después, cuando recibió una carta de
Godoy, que se explayaba más sobre el proceso. Juzgó más prudente
conservar los beneficios de Fontainebleau.
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