El hundimiento
De Krebs a Demnin
La rendición del Brezal de Luneburgo, ya lo hemos
dicho, fue una victoria sin paliativos para Montgomery. Pero eso era parte del
problema, ya que para llegar hasta ahí, para conseguir esa posición y los
titulares que todo el mundo podía ahora leer, había necesitado arrogarse
competencias que, en realidad, no eran suyas sino de Dwight Eisenhower. Desde
que con los últimos rayos de luz del 2 de mayo el general Freddie de Guingard,
jefe Estado Mayor de Montgomery, había contactado por primera vez con el
general Walter Bedell Smith, que hacía las mismas labores en el SHAEF para
Eisenhower, las dificultades se habían hecho patentes.
Hay
que decir que, ese día 2, De Guingard se limitó a comunicar la futura llegada a
Luneburgo de Von Friedeburg, sin indicar cuáles podrían ser sus intenciones. En
ese punto, los dos generales acordaron una forma de actuar como sigue: en el
caso de que los alemanes planteasen la rendición únicamente de las tropas que
estaban luchando contra el XXI Grupo de Ejércitos, éste podía, evidentemente,
aceptar la rendición. Pero, en el momento en el que por parte germana se
implicase en el acuerdo a más tropas, y desde luego si el ofrecimiento era de
una rendición general, debería comunicarse inmediatamente a Reims para que se iniciasen contactos entre los
alemanes y representantes directos de Eisenhower. Por esta razón,
Montgomery, cuando siguió negociando personalmente
con los alemanes a pesar de que ellos colocaron en la mesa de la rendición
territorios en los que luchaban otras unidades aliadas, como Dinamarca y
Holanda, básicamente se pasó por el forro las instrucciones de su superior;
porque quería la foto.
Eisenhower,
mucho más diplomático que Montgomery y, la verdad, mucho más listo que él en
cuestiones no relacionadas con el reparto de fuerzas de artillería o la
disposición de líneas de trincheras, sabía que Dinamarca era un problema dentro
del juego de tronos geopolítico que ya estaban jugando, como poco poquísimo
desde Yalta, las potencias ganadoras de la guerra. Quería, pues, que el país
fuese rendido por los alemanes en el marco de una negociación total con el más
alto mando, y en un proceso en el que
participasen los soviéticos. La asunción de Dinamarca por el artículo 33 no
le gustaba, entre otras cosas porque consideraba que le daba fuerza moral a los
soviéticos para hacer lo propio con Austria, o con Checoslovaquia, o para dar
carta definitiva de naturaleza a lo que ya estaba pasando en Yugoslavia.
Montgomery,
sin embargo, tenía, y lo sabía, un aliado en Downing Street. Winston Churchill
había desarrollado una creciente desconfianza hacia los soviéticos después de
haberlos conocido en Yalta, y no era muy partidario de que participasen en el
tema de Dinamarca. El propio Montgomery les había impedido avanzar hacia el
país escandinavo con su avance hacia Lübeck y Wismar; pero los estrategas del
War Cabinet británico manejaban otras posibilidades, como un desembarco o un
envío masivo de paracaidistas soviéticos. Sabemos por Guy Lidell, jefe de
contraespionaje del MI5, que despachó con Churchill el día 3 de mayo y lo
consignó en su diario, que para entonces el primer ministro estaba hondamente
preocupado con esas hipótesis.
Lidell
estaba para entonces convencido de que el principal movimiento de los
soviéticos tras la guerra sería construir rápidamente una Marina muy poderosa,
con la intención de controlar el mar Báltico (cosa que hicieron) y el
Mediterráneo oriental (cosa que intentaron alimentando a los comunistas
griegos). En ese entorno, que los británicos hubiesen llegado a Lübeck, y
consiguientemente hubiesen adquirido un control razonable sobre el canal de
Kiel, les planteaba un problema.
Fue
en este entorno de cosas que Churchill acabó llamando a Eisenhower y
presionando para que Dinamarca fuese parte del acuerdo del Brezal de Luneburgo.
Para cuando le llamó, Churchill estaba prácticamente convencido de que había ya
grupos de paracaidistas soviéticos saltando sobre Dinamarca. Eisenhower sabía que
el británico estaba mal informado, o tal vez fingía estarlo, pero aún así
decidió darle lo que quería.
Los
soviéticos, obviamente, supieron lo que pasó en Luneburgo; como igual de obvio
es que no les gustó. Pero no se quedaron quietos. Dieciséis dirigentes polacos que
se encontraban en Moscú y que habían sido defendidos por los aliados
occidentales como posibles integrantes de un gobierno multicolor y democrático,
fueron acusados de sabotaje político por los soviéticos, y detenidos. Bueno, en
realidad aquellos hombres habían sido detenidos ya a mediados de marzo, pero
fue éste el momento que eligió la URSS para hacer públicos sus graves delitos.
La noticia fue deslizada, como quien recuerda el resultado de un partido de
fútbol de menor importancia, por Viacheslav Molotov durante un almuerzo en San
Francisco, donde se estaban formando las Naciones Unidas. Como quien no quiere
la cosa, digo, le comunicó a Eden y a Stettinius, comensales del almuerzo, la
detención de los polacos, y los dejó pijarriba.
Y
sólo era el comienzo. Algunas horas después, Churchill recibió un telegrama de
Iosif Stalin, en el que el camarada primer secretario general del Comité
Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
le decía al primer ministro de Gran Bretaña que si los aliados occidentales no
creían en las intenciones democráticas del gobierno de Lublin, entonces los
tres amigos no tenían nada que hablar
sobre Polonia (de aquellos polvos rooseveltianos venían estos lodos
estalinianos, claro). Los dieciséis detenidos, decía Stalin, eran miembros de
una resistencia guerrillera polaca cuyo objetivo eran las instalaciones
militares soviéticas en el país.
Eisenhower,
a la vez comandante en jefe y a la vez principal embajador de los Estados
Unidos en el campo de batalla europeo, necesitaba desesperadamente que la
rendición de Luneburgo hubiese incluido algún elemento, digamos, prosoviético o
cuando menos agradable al gusto ruso. Lejos de ello, sin embargo, Montgomery le
presentó a la temblorosa firma de sus negociadores alemanes un documento que
contenía la siguiente cláusula: “todas las fuerzas armadas alemanas en Holanda,
Alemania septentrional, Schleswig-Holstein y
Dinamarca se rinden sin condiciones al comandante en jefe del XXI Grupo de
Ejércitos”. Fin de la cita.
Como
todo en esta vida tiene solución, después de una serie de conversaciones, a
partir de este texto del documento en
inglés se produjo otro en alemán
por parte del gobierno Dönitz. Esta versión, más propagandista que real, y
ampliamente difundida en Flensburgo claro, contenía una serie de licencias poéticas respecto del texto
que el almirante Von Friedeburg había ratificado con su firma. Como elemento
más importante, lo alemanes pusieron, donde el documento inglés decía
“rendición incondicional”, la expresión “tregua acordada entre los altos mandos
británico y alemán”; el texto, además, dejaba claro que los términos del
acuerdo implicaban únicamente a las operaciones realizadas contra el ejército
británico, pero no las que eran contra el soviético. Por último, el documento
en alemán excluía del ámbito de la tregua
tanto la bahía de Kiel como la frontera entre Alemania y Dinamarca; o sea,
el territorio teóricamente controlado por el gobierno de Flensburgo. El
gobierno alemán, por lo tanto, vendió el acuerdo de Luneburgo (y es que,
probablemente, lo veía así) como una tregua que le permitía centrar sus fuerzas
en luchar contra los soviéticos y salvar de sus garras cuanta más población, mejor.
Todo
esto, ciertamente, era propaganda. Pero, tras su conocimiento por los
soviéticos, en lo que se convirtió fue en sospechas de traición. Moscú cada vez
estaba más convencida de que los aliados occidentales y Alemania eran
susceptibles de terminar una paz por su cuenta; al fin y al cabo, ¿cuántos
testigos soviéticos había tenido el acto de Lunerburgo?
Se
hacía necesario intensificar la victoria militar. En la tarde del 5 de mayo,
los soviéticos tomaron el control de Zobten, el último gran bastión alemán antes
de Breslau. Sin embargo, el mariscal de campo Schörner organizó un contraataque
y, de forma bastante sorprendente para las fechas en las que ya nos
encontramos, logró reconquistar la población. Eso sí, fue la última acción
ofensiva de los alemanes en la segunda guerra mundial. Para entonces, el Grupo
de Ejércitos del Centro alemán había comenzado ya su retirada hacia el Oeste.
La acción no tuvo más valor bélico que señalar que la guerra en el frente Este
seguía viva; aparte de acabar, claro, con la vida de unos cuantos adolescentes
de las Juventudes Hitlerianas que ahora eran buena parte de las tropas de
Schörner.
Viendo
las cosas desde un punto de vista soviético, las cosas iban bastante mal. No
sólo sus tropas seguirían teniendo bajas, pues la resistencia alemana, aunque
debilitada, todavía era resistencia; sino que, a causa sobre todo de las
ambiciones de Montgomery, la rendición de Luneburgo cada vez parecía más
sospechosa. A pesar de que Montgomery protestó por ello (y no seré yo quien
valore la sinceridad de estas protestas), pasó algo que puso a los rusos de los
nervios, que fue que unidades alemanas que deberían haberse rendido, con mayor
lógica, ante los soviéticos, lo hicieran bajo el paraguas de Luneburgo. Esto
ocurrió con el III Ejército Panzer al mando del general Hasso von Manteuffel, o
el XXI Ejército del general Kurt von Tipperkirsch.
Tras
la rendición/tregua de Luneburgo, las tropas británicas debían, a partir de las
últimas horas del 4 de mayo, quedarse donde estaban. Ya no hacía falta avanzar,
puesto que el ejército de enfrente estaba rendido. Sin embargo, en la mañana
del día 5, fuerzas británicas tomaron posesión de la ciudad portuaria de Kiel,
unos 80 kilómetros al norte de la línea donde se suponía que debían estar. Los
británicos, y hemos de suponer que aquí hablamos más de Churchill que de
Montgomery, querían tener control de esta importante ciudad portuaria y, sobre
todo, de la factoría Walterwerke, que había desarrollado los sistemas de
propulsión de los submarinos alemanes. A lo rusos el detallito no les gustó
nada.
El
proyecto de hacerse con el control británico de Kiel, sin embargo, duraba ya
varios días y era incluso anterior a Luneburgo. De hecho, los británicos habían
formado una fuerza de asalto específica, al mando del comandante Tony Hibbert,
cuyas instrucciones habían sido, literalmente, llegar a las fábricas de Kiel
antes que los soviéticos. Estas fuerzas de asalto o Target Forces, conocidas
comúnmente como T-Forces, habían comenzado a ser creadas por el SHAEF tras el desembarco
de Normandía, con la intención de localizar, ocupar y proteger documentación,
equipamiento y personas consideradas de interés especial.
Las
T-Forces tenían el mejor armamento que les permitía su exigencia de ser
extraordinariamente móviles. Hibbert, de hecho, tenía unos 250 soldados que
iban acompañados por unos 50 científicos. Su misión, como acabo de decir, era
muy previa al acuerdo de Luneburgo y, como demostraron los hechos, estaba por
encima de él. Ellos eran los responsables de allegar para los aliados occidentales las tecnologías que los alemanes
hubiesen desarrollado, los tecnólogos implicados en ellas, amén de otros
elementos como documentación de especial valor. Su labor, por lo tanto, de
alguna manera no tenía demasiado que ver con las operaciones bélicas stricto sensu, y por eso a las siete de
la mañana del día 5 salieron a la naja hacia Kiel y sus astilleros. Cuando la
fuerza de asalto llegó a la ciudad eran las diez de la mañana de aquel sábado.
Rápidamente, todos los integrantes de la expedición (más que de la fuerza
invasora), siguiendo órdenes precisas de Hibbert, se desplegó por el puerto de
la ciudad para ir a los locales objetivo. Los habitantes de la ciudad no
entendían nada, porque, cuando miraban a los soldados alemanes, que todavía controlaban la ciudad, se
fijaban en que seguían armados. De hecho, la T-Force había entrado tanto en las
líneas, digamos, enemigas, que había perdido el contacto con radio con su
propio centro de mando. Los alemanes podrían haberlos masacrado allí mismo.
El
comandante Hibbert, en todo caso, tomó posesión efectiva de la ciudad, en
nombre de las tropas británicas, dirigiéndose a la Academia Naval de Kiel. Se
dirigió allí con barro hasta en las ternillas (había tenido un accidente con el
jeep) y acompañado sólo por su
chófer. Se encontró un oficial de la Kriegsmarine en la puerta, que le apuntó
con su pistola; Hibbert iba desarmado. Respetando las formalidades
militares (él era comandante, pero el tipo que tenía delante era capitán de
navío... bueno, los lectores de estas notas que hayáis hecho la mili
entenderéis de qué va esto), se cuadró y ejecutó el saludo militar. Le dio los
buenos días, señaló la pistola y le dijo, en alemán: “mejor no me dispare”.
Seguidamente, continuó en inglés: “señor, he venido aquí para terminar esta
guerra; si fuese usted tan amable de ayudarme, acompáñeme a su despacho y
podríamos ponernos a trabajar”.
El
oficial alemán respondió a esta amable admonición con una sonora carcajada,
tras lo cual invitó a Hibbert a entrar en la Academia. Una vez dentro, encargó
a sus servicios que le pusieran por teléfono al almirante Dönitz. El jefe del
gobierno alemán se quedó muy sorprendido al saber que los británicos se
encontraban en Kiel pero, por supuesto, teniendo en cuenta la situación, no se
le ocurrió poner ni un problema.
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