El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles
María Amalia
En España
El rey viudo
Lo de los jesuitas
Lo de América
El reinado de Carlos III, que se tiene, y cuando menos
en parte con razón, como origen de algunas de las políticas
modernas del Estado español, sí que
lo fue, desde luego, en un aspecto que no se cita muy a menudo cuando se habla
de este reinado, que es la política marroquí.
En verdad, España no podía
iniciar una política mínimamente racional hacia
Marruecos hasta que no llegase el espíritu ilustrado. Como bien
dejaría escrito el conde de Aranda, “ya
no estamos en los ignorantes siglos de las Cruzadas”; si
bien cabe recordar que, cuando menos durante unas décadas
y hasta entrado el siglo XIX, esa España que no estaba ya en los
tiempos de las Cruzadas seguiría cobrando un impuesto que
cuando menos formalmente estaba ligado a su financiación,
que tiene tela. En todo caso, el considerarse en una etapa superior, en la que
la Razón ocupaba un lugar preeminente, es lo que hizo valer
el argumento general de la soberanía estatal y, detrás
de ella, el derecho de cada nación a sostener la creencia que
le pareciese; sólo admitiendo este principio, en efecto, podía
aspirar España a dejar de considerar a Marruecos como un rebaño
de infieles brutos e incultos con los que no había nada que negociar. España,
de la mano de Aranda, asumió, finalmente, el principio
general de que con los marroquíes había que
negociar “como si fuesen ingleses o portugueses”.
Marruecos tenía nuevo sultán
desde 1757 en la persona de Sidi Mohamed, un hombre del cual lo más
descollante resultaba su tez muy morena, dado que su madre era guineana. Había
sido criado por un cristiano maronita, lo cual lo alejaba de la imagen del
musulmán abiertamente contrario a las creencias cristianas.
De hecho, ante visitantes europeos, como pudieron comprobar los enviados de
Madrid, tenía a gala afirmar la grandeza de la religión
católica, de la que, decía, lo único
que no admitía era el relato de la pasión y
resurección de Jesús (era, pues, más
de Dios que de Cristo, como de hecho lo son todos los musulmanes).
Sin embargo, tanto Mohamed como Carlos III tenían poco interés en tomar la iniciativa del deshielo entre ambas naciones, pues ambos consideraban que dicho gesto sería un signo de debilidad. Así pues, pasaron varios años haciendo el pollas hasta que al final fue el sultán quien se decidió a hacer algo, probablemente porque era el que objetivamente estaba más necesitado. Aún así, el marroquí regateó el gesto de enviar un embajada formalmente constituida, por no dar los mentados signos de debilidad. Había alcanzado un cierto nivel de intimidad el sultán con un misionero residente en Fez, fray José Boltas. Aunque Boltas no tenía ninguna intención de volver a España, el sultán le sugirió que lo hiciera y, aprovechando dicha vuelta, lo convirtió en emisario oficioso y lo dotó con gruesa documentación para el rey español, amén de un pequeño grupo de tigres y leones que iban como regalo a Carlos. Carlos pasó semanas pensándose la movida y consultándola con sus asesores, aunque finalmente optó por comunicar al sultán que estaba de acuerdo en iniciar conversaciones.
Sin embargo, tanto Mohamed como Carlos III tenían poco interés en tomar la iniciativa del deshielo entre ambas naciones, pues ambos consideraban que dicho gesto sería un signo de debilidad. Así pues, pasaron varios años haciendo el pollas hasta que al final fue el sultán quien se decidió a hacer algo, probablemente porque era el que objetivamente estaba más necesitado. Aún así, el marroquí regateó el gesto de enviar un embajada formalmente constituida, por no dar los mentados signos de debilidad. Había alcanzado un cierto nivel de intimidad el sultán con un misionero residente en Fez, fray José Boltas. Aunque Boltas no tenía ninguna intención de volver a España, el sultán le sugirió que lo hiciera y, aprovechando dicha vuelta, lo convirtió en emisario oficioso y lo dotó con gruesa documentación para el rey español, amén de un pequeño grupo de tigres y leones que iban como regalo a Carlos. Carlos pasó semanas pensándose la movida y consultándola con sus asesores, aunque finalmente optó por comunicar al sultán que estaba de acuerdo en iniciar conversaciones.
Era ya 1765 cuando fray Bartolomé Girón,
franciscano como Boltas y también conocedor de Marruecos, fue
enviado al país como enviado oficioso de la Corte española.
Girón, que se encontró en la corte marroquí
con los movimientos orquestales en la oscuridad de enviados de Londres, pues
Inglaterra no quería que España dominase la otra orilla del
Estrecho, consiguió sin embargo con cierta rapidez que se certificase
el fin de las hostilidades contra los navegantes y pescadores españoles
que pasaban por delante de las costas de Marruecos.
Así de maduras las cosas, el sultán
consideró llegado el momento de abrochar la situación
mediante la labor de un enviado oficial. Éste fue Sidi Ahmed el Gazel,
que llegó a Madrid el 11 de julio de 1766 y quedó
alojado en el Palacio del Buen Retiro. El Gazel era el primer emisario
plenipotenciario enviado por alguna de las dos partes, con la misión
de alcanzar un sólido tratado de paz y amistad entre España
y Marruecos, con notables ventajas comerciales para España.
Hay que recordar, en este punto, que el protagonista de las Cartas marruecas de José
Cadalso se llama Gazel y es un moro que, según cuenta al inicio del libro,
ha conseguido quedarse en España “tras
la marcha de mi embajador”. Es claro que Cadalso utilizó
la gran fama que debió adquirir en toda España
la llegada de un moro para escribir su best
seller.
Las negociaciones que se verificaron en Madrid, en todo
caso, no fueron fáciles. El acuerdo estaba llamado a incluir las
regencias de Argel y Trípoli, y, en general, lo diplomáticos
españoles no se fiaban ni de la situación
en Argel ni de las intenciones de los locales del país.
Además, Gazel vino a Madrid en expresión
de honda amistad hacia el rey español, pero no por ello se abatió
de su reivindicación de tener Ceuta y Melilla como partes integrantes
de su dominio.
Tras medio año de estancia de Gazel en
Madrid, era España quien tenía que tener un gesto
negociador hacia Marruecos, y lo hizo en la persona del marino Jorge Juan y
Santacilia, que era director de la Escuela Naval en ese momento y que viajó
a Marruecos en compañía del embajador de aquel país.
En intercambio de los leones y tigres, se llevó Jorge Juan a Marruecos paños
de Segovia, piezas de loza, té, azúcar,
pañuelos,
espejos, arañas de cristal, armas repujadas con joyas, y otros
muchos lujos que llenaron 54 baúles. Llegó
a la Corte marroquí en mayo de 1767.
El 28 de aquel mes, las partes ya habían
llegado a un pacto en torno al texto de un acuerdo. Acordaba dicho acuerdo la
paz perpetua entre ambos reinos, el socorro mutuo en la mar, las bases para
unas relaciones comerciales y el establecimiento de un consulado general español
en el país africano, que gestionaría Tomás
Bremond, también integrante de la expedición de
Jorge Juan.
En el Tratado ente ambas naciones, Marruecos había
dejado de lado sus pretensiones territoriales; pero eso no quiere decir, en
modo alguno, que las olvidase. De hecho, poco tiempo después
de haberse llegado al acuerdo, las cábilas vecinas de Ceuta y
Melilla comenzaron a alborotarse, y no fue por casualidad. Se iniciaron los
asaltos a las zonas más periféricas
de ambos establecimientos. En 1769, el sultán lanzó un
ataque en toda regla contra los portugueses en el puerto de Mazagán,
que controlaban, y lo hizo suyo. Aprovechaba Mohamed un periodo de clara
excitación nacionalista y religiosa por parte de los marroquíes
que, sólo por casualidad, vino a coincidir con un periodo
en el que tanto Inglaterra como Holanda comenzaron a proveer al país
de armamento barato. En estas circunstancias, que comenzasen a escucharse
soflamas en los mercados afirmando que lo mismo que había
pasado en Mazagán podía ocurrir en Ceuta y Melilla,
era casi inevitable.
Hay que añadir, además,
que, llegada la madurez del sultán, cada vez tenía
más
poder dentro del país su heredero, Muley Alí,
musulmán radical y declarado enemigo de todo lo cristiano.
Pero no hemos de culpar de todo al fogoso Muley, pues hay que decir que ya su
padre era zapaterilmente aficionado a ese deporte consistente en decir un cosa
y practicar la contraria. Así, en 1773 realizó
un envío de regalos para el rey español,
en prueba de amistad (regalos entre los que incluyó a cristianos cautivos) mientras, con su
otra mano, atacaba Melilla. España, sin embargo, sufrió
lo justo con aquel asedio pues, dueña casi absoluta del Estrecho
en ese momento, pudo abastecer a la plaza de todo lo que necesitó,
y no sólo eso, sino que ejerció un
bloqueo efectivo por mar de los barcos marroquíes que secó
su comercio. El 13 de febrero de 1775, sin embargo, Muley Alí
se colocó al frente de sus combatientes para asaltar la plaza
africana. El asalto le salió como el culo, y los dos
siguientes que intentó, como la rana. Entonces los
marroquíes lo intentaron, absurdamente, contra el peñón
de Vélez de la Gomera. Más sencillo todavía
de aprovisionar y a la vez más lejano de los cuarteles
generales marroquíes, la acción sobre los gomeros salió
peor aun.
El rey Carlos, en cuanto percibió el
cansancio de guerra de los marroquíes, dio la orden de parar la máquina
de dar hostias y tratar de allegar una paz. La cosa tenía su
lógica
pues la verdadera preocupación bélica
de la España carlina no era Marruecos, sino Argel, por no decir
que sonaban tambores de guerra con Inglaterra, y España
quería su entrepierna mediterránea
bien protegida en ese caso; así pues, Madrid no tenía
ningún interés en enquistar el conflicto
con el voluble sultán. Gazel regresó a Madrid.
El verdadero sostén de la paz que se firmó
fue el sultán Mohamed. A su muerte, siendo ya rey el pígnico
Carlos IV, estalló en Marruecos una guerra civil, pues el sultán
tenía nada menos que ocho herederos, de la que saldría
ganador Muley Eliacid, probablemente el más antiespañol
de todos.
Como ya he dicho, sin embargo, una buena parte de la
política mediterránea de España
en la época, sobre todo de la bélica,
mira hacia Argel más que hacia Marruecos. España tenía
entonces hacia Argel esa sensación que tienes hacia un problema
que siempre has tenido y que nunca has sido capaz de resolver. A finales del
siglo XVIII, los piratas berberiscos afincados en esas costas llevaban casi
medio milenio dando por culo. Fernando el Católico, el cardenal Cisneros y
el propio emperador Carlos se habían estrellado en ese muro. Así
las cosas, a todo militar de la época siempre le quedaba, en la
parte de atrás de la cabeza, la idea de que, algún
día,
habría que enderezar el tema argelino como es de ley.
Fue, tal vez, por esa razón por la cual Carlos, quien
como hemos visto había supervisado los preparativos
de una expedición contra Marruecos para defender las plazas
africanas de España, cuando vio que no hacía
falta arrear ese sopapo, inmediatamente pensó desviar el objetivo hacia Túnez
y Argel. La verdad es que fue un calentón borbónico-hausburgués,
pues hay que reconocer que, en este punto, el rey Borbón
recogía como suya la tradición de los Austrias, que eran
los que la habían cagado en el territorio varias veces. ¿Merecía
la pena la expedición? La verdad, no sólo
no merecía la pena, sino que era una imbecilidad. Marruecos
había demostrado sobradamente su capacidad de deshacerse
de sus propias promesas y tratados, por lo que los riesgos de verse enfangados
en una guerra a gran escala en el norte de África eran muchas. Para colmo,
como ya hemos dicho, eran muchos los indicios de que estábamos
a punto de entrar de nuevo en guerra con Inglaterra; ¿no
hubiera sido más racional guardar fuerzas?
Carlos, sin embargo, en uno más de
sus ejemplos de ausencia de esa ponderación que con demasiada alegría
se le abona, quería triunfar donde sus antecesores, ésos
de cuya grandeza tenía que oír
hablar constantemente en la Corte (pues la España predecimonónica
tenía en un altar a Felipe II y lo grandes reyes
Habsburgos, y sus nobles no se recataban de decirlo), y tiró
para delante, como los de Alicante. Le encargó al brigadier irlandés
O'Reilly el mando de las tropas, con Pedro González de Castejón
al mando de los barcos.
Los españoles desembarcaron en costas
argelinas el 8 de julio de 1775; para entonces, los moros tenían
sus móviles petados de whatsapps avisándoles
de dicha llegada. Así pues, poner los españoles
pie en la playa y comenzar los argelinos a disparar fue todo uno, generándose
con ello un desembarco caótico en el que un montón
de peña se dejó la vida, las piernas o los brazos.
La cosa estaba tan clara que O'Reilly, al
día siguiente, ordenó
retirada. Dicha retirada fue tan caótica que los argelinos se
volvieron a poner las botas. Tal fue la vergüenza de la expedición
que, a su regreso a España, su comandante irlandés,
hasta entonces una joya del ejército español
a los ojos del rey Carlos, fue destinado a las Chafarinas.
El fracaso de Argel provocó todo
un terremoto en el gobierno español que, en la práctica,
se resolvió con la ascensión del conde de Floridablanca a
la condición de, diríamos hoy, ministro de Asuntos
Exteriores. Floridablanca tomó una senda pacifista, basada
en la idea de arreglar el tema de Argel acordando con su metrópoli
(algo teórica), esto es: Turquía. El sultán
de la Sublime Puerta no le hizo ascos a las peticiones de los españoles
y de hecho hizo algunas gestiones ante las regencias argelina y tripolitana,
pero la verdad es que pasaron de él.
En 1784, una vez que pasaron los riesgos de una guerra
con Inglaterra, se retomó el tema de Argel. Sin embargo,
escaldados por la primera expedición, los gobernantes españoles
decidieron enviar a José de Mazarredo al frente de una
potente escuadra española con la intención
de parlamentar. Mazarredo consiguió un tratado de paz que, la
verdad, tenía poco valor, dado que excluía a
la plaza de Orán.
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