El hundimiento
De Krebs a Demnin
Como ya hemos
contado en estas notas, la última persona en la que Hitler confió
antes de morir fue Karl Dönitz. Su gesto, completamente inútil, de
enviar a un grupo de cadetes de marina a Berlín para que colaborasen
en la defensa del Führer lo conmovió; así pues, en el marco del
final de un régimen en el que Hitler se sentía traicionado por
todos quienes habían sido su entourage menos Göbels, decidió
encomendarle al almirante la labor de continuar la guerra o de
encontrar una paz honrosa. A Dönitz quien le comunicó la noticia
fue Martin Bormann quien, sin embargo, tardó cosa de un día en
completar dicha información con el dato de que Hitler se había
suicidado. La única razón para este rechazo tiene que ser que
Bormann tuviera ambiciones de mantener una influencia y un poder en el
nuevo Estado después de Hitler. Sin embargo, como sabemos Bormann no
fue capaz de salir de Berlín, aunque todavía en los años setenta
del siglo pasado había periodistas mistabobos que se hacían pajas
con la idea de que hubiese huido y estuviese en algún lugar de
Argentina bailando milongas.
El gobierno Dönitz
tuvo una breve existencia, apenas tres semanas, hasta que incluso su
jefe fue simple y llanamente detenido. Formalmente hablando, nunca
fue un gobierno desde el punto de vista los aliados, puesto que no lo
reconocieron como tal. El 3 de mayo, unas cuarenta y ocho horas
después de que Dönitz anunciase la muerte de Hitler, los aliados
todavía estaban tratando de digerirla, como igualmente trataban de
digerir la información, ya en esos momentos para ellos mucho más
importante, de que ni Himmler ni Göring eran ya nadie en el Partido
y en el Estado alemán. Para la mayoría de los estrategas, de hecho,
y esto es algo que en principio le vino bastante bien, Dönitz era
simplemente el militar de mayor rango al que le había caído el
marrón del final de la guerra tras la muerte de su comandante en
jefe. Era la idea que les permitía hacer coherentes los hechos,
porque la verdad es que el nombre de Karl Dönitz les había pillado
completamente por sorpresa.
Para cualquier fino
observador desde dentro del mundo que rodeaba a Hitler en los
primeros meses de 1945, sin embargo, la decisión no aparecería como
tan extraña. Dönitz, en el momento en que fue nombrado, llevaba ya
semanas reportando directamente al Führer. La principal razón para
esta cercanía no era otra que la progresiva convicción nazi del
almirante. Los subordinados de Dönitz se quedaban impresionados del
chute de optimismo nacionalsocialista que se apoderaba de su jefe
cada vez que se entrevistaba con Hitler. Era como si el canciller lo
mesmerizase cada vez que lo viese, convirtiéndolo en un militar
repentinamente convencido de que la guerra se podía ganar con dos de
pipas. Los cambios del propio Dönitz se pueden apreciar en sus
discursos y soflamas públicas, en los que, cada vez más, el fervor
militar comparte camarote con las convicciones nacionalsocialistas;
él que, en realidad, había entrado en el NSDAP apenas en 1944. De
hecho, era uno de los grandes defensores del adoctrinamiento
político dentro de las Fuerzas Armadas, que no era otra cosa que lo
que Hitler siempre había deseado, pero muchos militares de alto rango le habían ido negando de palabra, obra y, sobre todo, omisión.
La última vez que
se vieron cara a cara Dönitz y Hitler fue en el cumpleaños de éste
último, el 20 de abril; el almirante fue uno de los pocos que pudo
disfrutar de la prez de una audiencia personal con el homenajeado.
Dönitz siguió en Berlín dos días, hasta el 22, día en el que se
fue a la ciudad alemana con nombre de hostia tonta, Plön, en el
norte. Hitler, para entonces, se había percatado de que los aliados
estaban ya muy cerca de romper el Reich en dos. Por ello, había
decidido otorgar al mariscal Albert Kesselring el mando de las tropas
del sur (razón por la cual fue éste quien tuvo que rendir Italia), y a Dönitz las del norte. El almirante, por lo tanto,
adquirió el mando sobre el norte de Alemania, Dinamarca y Noruega.
En su mando
militar, el almirante hizo, sin duda, lo que Hitler esperaba de él.
El 25 de abril, en una reunión estratégica en la que surgió la
idea de una posible rendición, Dönitz zanjó el asunto afirmando
que ésa era una decisión que sólo podía tomar Hitler
personalmente. El 27 de abril fue cuando tuvo el gesto de enviar a
unos cuantos cadetes navales a la muerte segura en un Berlín que era
ya indefendible.
En realidad, y aquí
entramos en el campo de las conjeturas y las opiniones personales,
Dönitz, cuando menos en mi opinión, se dejó llevar en exceso por
su ardor guerrero nacionalsocialista y le generó a su jefe unas
expectativas exageradas, probablemente buscando con ello ganar
predicamento ante el mando. Así, a finales de febrero le hizo llegar
a Hitler un informe sobre la situación de la industria y de las
fuerzas submarinas del Reich que pecaba, digamos, de un optimismo
digno de mejor momento. Hablaba Dönitz de la posibilidad de concebir
un modelo de submarino que no necesitaría salir a la superficie, y
que por lo tanto se haría imposible de detectar por las marinas
enemigas. Hablaba de la posibilidad de que tal avance cambiase el
signo de la guerra “en un momento”. El informe de febrero
concluía diciendo que se hacía necesario resistir a cualquier coste
para permitir ese desarrollo.
No hay duda de que éste fue uno de los elementos que pesaron en la mente de Hitler a la hora de insistir en la necesidad de resistir a cualquier coste. Eso, por no mencionar la operación de mantenimiento del pocket de Curlandia, que se extendió incluso más allá de que los aliados hubiesen entrado ya en Alemania, entrada que no pudo ser contestada por 200.000 soldados alemanes, ya que quedaron atrapados allí. Hay una cantidad bastante respetable de abueletes y abuelitas alemanas, que jamás llegaron a serlo, que pueden agradecerle su no-existencia a estos dos pollos y sus masturbaciones.
No hay duda de que éste fue uno de los elementos que pesaron en la mente de Hitler a la hora de insistir en la necesidad de resistir a cualquier coste. Eso, por no mencionar la operación de mantenimiento del pocket de Curlandia, que se extendió incluso más allá de que los aliados hubiesen entrado ya en Alemania, entrada que no pudo ser contestada por 200.000 soldados alemanes, ya que quedaron atrapados allí. Hay una cantidad bastante respetable de abueletes y abuelitas alemanas, que jamás llegaron a serlo, que pueden agradecerle su no-existencia a estos dos pollos y sus masturbaciones.
En el curso de los últimos días
de la vida de Hitler, y en paralelo, se produjo toda una pelea
soterrada por el poder en el Reich por parte de Dönitz y Göring. El
primer candidato para suceder a Hitler era, sin duda, Göring, como
bien sabemos porque el propio Hitler dijo que confiaba en él para
que negociase la paz. Sin embargo, la intentona del prusiano de tomar
el poder demasiado pronto lo había malquistado con Hitler, quien,
tras esa decepción, no tuvo que mirar muy lejos para encontrar a
otro candidato que llevaba ya semanas trabajándose la nominación
como número dos, o sea número uno en el caso de que Hitler
desapareciese. Sin embargo, no todo eran rosas en el pensamiento de
Hitler sobre su sucesión.
Un detalle que con
los años no tiene importancia, pero que en su momento fue casi
crucial, fue que la decisión de Hitler fue nombrar a Dönitz
presidente del Reich. Esto quiere decir que ni lo nombró
canciller ni lo nombró Führer, Jefe, dando quizás a entender que
ese tipo de molde se rompía con él. En todo caso, lo que sí se
hace evidente, tanto por los testimonios como por los resultados
efectivos del nombramiento, es que el deseo de Hitler era nombrar a
alguien que no aceptase el principio de que había que disolver el
NSDAP. Como sabemos, en realidad ése era el proyecto de mucha gente,
incluso de conspicuos nazis como Himmler, cuya idea era fundar un
nuevo partido, con él al frente, que de alguna manera fuese
diferente del NSDAP. Hitler sabía, sin embargo, que Dönitz jamás
disolvería al partido único y jamás desbastaría al Reich de sus
encofrados nacionalsocialistas; y Dönitz no lo defraudó.
En la Academia
Naval donde Dönitz emplazó su fantasmagórico gobierno (situada en
Mürwik, a las afueras de Flensburgo) se colocaron fotos de Hitler
hasta en los cagaderos. Por lo demás, en la lista de ministros del
almirante no faltaron los nazis de pura cepa, auténticos
tempranillos nacionalsocialistas. El más claro mensaje nazi que
lanzaba aquel gobierno era la inclusión en la lista de Otto
Ohlendorf. Ohlendorf, un líder de las SS, había sido el comandante
del Einsatzgruppe D, una temible fuerza armada que había practicado
el genocidio a lo bestia en el sur de Rusia y en Ucrania contra
judíos y eslavos. Este personaje fue nombrado asesor principal en
asuntos económicos. Como ministro de Industria, Dönitz nombró al
arquitecto de cámara de Hitler, Albert Speer. Durante días dejó
libre el puesto de ministro del Interior, en lo que mayoritariamente
se ha interpretado como un movimiento en el que el almirante estuvo
pensando en nombrar a Himmler. Sin embargo, lo más probable es que
en los contactos con los aliados, éstos le dijesen que si a
Ohlendorf se unía Himmler, entonces se limitarían a entrar en
Flensburgo con el cuchillo de capar entre los dientes, y ni
negociación ni hostias. Así las cosas, Dönitz nombró ministro del
Interior al responsable de Cultura, Wilhelm Stuckhart, aunque al
parecer todavía escuchaba a Himmler.
Con todo, el
principal miembro del gobierno, como es lógico, sería el ministro
de Asuntos Exteriores. El único que de verdad tendría cartera. Este
nombramiento recayó en el conde Johann Ludwig Graf Schwerin von
Krosigk. Krosigk era un conocido de los amigos de los gobiernos del
Reich, pues había sido ministro de Finanzas de Hitler. Aceptó ser
ministro el día 3 y, automáticamente, se aplicó a poner en marcha
una estrategia basada en evitar en lo posible los peligros del
bolchevismo. La idea era acabar la guerra por fascículos, mediante
pequeñas rendiciones y siempre ante las fuerzas aliadas
occidentales, posponiendo con ello la rendición incondicional
y completa lo más posible. La idea era la de siempre: dar tiempo a
las fuerzas alemanas luchando contra tropas soviéticas para llegar a
terrenos donde el control correspondía a fuerzas anglobritánicas.
Para apoyar esta estrategia, Krosigk y Dönitz montaron un
Estado Mayor en el que estaban presentes el mariscal de campo Wilhelm
Keitel, jefe del Ejército; y el general Alfred Jodl, jefe de Estado
Mayor; ambos personas de confianza de Hitler, en la medida en que
Hitler podía confiar en otros militares.
El gobierno Dönitz
quedó establecido en Mürwik el 3 de mayo. El 4 de mayo, Dönitz
emite su primer decreto, confirmando la sentencia de muerte en
la persona de un soldado que había criticado a Hitler. Y hay que
decir que, dado que la alemana es una de las burocracias más
eficientes que existen, el 9 de mayo, ya con la guerra terminada, el
Alto Mando de la Marina todavía evacuó la preceptiva consulta para
confirmar que la ejecución se había producido; la verdad, como se
había producido, nunca sabremos si, en el caso de que no hubiera
sido así, todavía habría ordenado que se llevase a cabo.
A este innominado
soldado (innominado para mí; estoy seguro de que la orden de Dönitz
estará en algún rincón del internet, pero no he logrado
encontrarla) le podían haber salvado la vida los aliados. En efecto,
contando siempre con la ventaja del paso del tiempo y todo eso, han
sido muchas las voces que en los últimos 73 años han clamado contra
el hecho de que Eisenhower no ordenase dar el golpe de gracia en
Flensburgo no más tarde del 2 o el 3 de mayo. Para estos intérpretes
de la Historia, yo creo que no les falta razón, el tono
descaradamente nacionalsocialista de los discursos de Dönitz, unido
sobre todo al nombramiento de un asesino en serie como Ohlendorf,
había sido motivo suficiente para que los combatientes del frente
occidental acabasen con la milonga aquélla del nuevo gobierno del
Reich, deteniendo a todos sus integrantes. Ocurre muy a menudo, sin
embargo, que cuando alguien quiere algo de los Estados Unidos, se
encuentre con que los Estados Unidos, en realidad, prefieren estar a
otra cosa. Y esto es exactamente lo que estaba pasando en las
primeras horas de mayo de 1945.
Y, la verdad, en
parte, hay que entenderlos. Dönitz no había sido nadie en la
estructura de poder de Hitler; así pues, resultaba muy difícil de
creer en los cuarteles generales anglobritánicos que fuese,
verdaderamente, quien estuviera partiendo el bacalao. En Reims, sede
del alto mando de Eisenhower, la prioridad no era detener a Dönitz,
sino detener a Himmler y a Göring, quienes lógicamente eran vistos
como las dos personas con una mayor capacidad de movilización de
devotos nazis. Para los estadounidenses, el gobierno Dönitz era una
noticia menor y, consecuentemente, era un negociador menor.
En lo que se
refiere a los británicos, su XXI Grupo de Ejércitos estaba situado
ya en Luneburgo, aproximadamente a unos 45 kilómetros al sureste de
Hamburgo. De hecho, la VII División Blindada británica estaba ya en
las afueras de esta última ciudad, lo cual quiere decir que
Flensburgo les quedaba unos 100 kilómetros al norte. Por lo tanto,
si recibían la orden de acercarse a Flensburgo a detener a los tipos
que estaban allí, probablemente lo conseguirían en muy poco tiempo.
Sin embargo, recibieron órdenes de quedarse quietos. La orden,
lógicamente, venía de su jefe, Winston Churchill. El primer
ministro británico llegó a la conclusión de que podía haber
alguna ventaja para ellos en la conservación de este gobierno
fantasmagórico, y por eso dio la orden: let it rip, déjenlo
estar.
En Flensburgo, el
almirante se dio rápidamente cuenta de que no lo estaban tomando muy
en serio y de que nadie, en realidad, se estaba planteando la
posibilidad de negociar con él. Así pues, decidió dar un paso
hacia delante. El 3 de mayo, envió un mensaje a los británicos en
el que les ofrecía la rendición de Hamburgo. Le encomendó al
almirante Georg von Friedeburg, que lo había sustituido como Jefe de
la Marina, para iniciar negociaciones con el XXI Cuerpo de Ejércitos.
Negociaron durante el día entero hasta que pactaron la rendición
con efectividad a las seis de la tarde.
En esas horas, la
estrategia del gobierno alemán quedó patente pues, al mismo tiempo
que se rendía Hamburgo, amenazada por los británicos, se daba la
orden de resistir hasta el último momento en Breslau, ciudad atacada
por las tropas soviéticas. Dönitz, claramente, lanzaba su
estrategia basada en soltar presión por un lado para incrementarla
por el otro.
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