“¡Es precioso, precioso!”
Jefe militar
La caída de Zhu De
Sólo las mujeres son capaces de amar en el odio
El ensayo pre maoísta de Jiangxi
Japón trae el Estado comunista chino
Ese cabronazo de Chou En Lai
Huida de Ruijin
Los verdaderos motivos de la Larga Marcha
Tucheng y Maotai (dos batallas de las que casi nadie te hablará)
Las mentiras del puente Dadu
La huida mentirosa
El Joven Mariscal
El peor enemigo del mundo
Entente comunista-nacionalista
El general Tres Zetas
Los peores momentos son, en el fondo, los mejores
Peng De Huai, ese cabrón
Xiang Ying, un problema menos
Que ataque tu puta madre, camarada
Tres muertos de mierda
Wang Ming
Poderoso y rico
Guerra civil
El amigo americano
La victoria de los topos
En el poder
Desperately seeking Stalin
De Viet Nam a Corea
El laberinto coreano
La guerra de la sopa de agujas de pino
Quiero La Bomba
A mamar marxismo, Gao Gang
El marxismo es así de duro
A mí la muerte me importa un cojón
La Campaña de los Cien Ñordos
El Gran Salto De Los Huevos
38 millones
La caída de Peng
¿Por qué no llevas la momia de Stalin, si tanto te gusta?
La argucia de Liu Shao Chi
Ni Khruschev, ni Mao
El fracaso internacional
El momento de Lin Biao
La revolución anticultural
El final de Liu Shao, y de Guang Mei
Consolidando un nuevo poder
Enemigos para siempre means you’ll always be my foe
La hora de la debilidad
El líder mundial olvidado
El año que negociamos peligrosamente
O lo paras, o lo paro
A modo de epílogo
Además de acabar con Xian Ying, Mao buscaba otro beneficio de todo lo que había hecho: poder colocar al N4A donde lo quería. Es decir, permanecer allí donde se había desplazado. Para Chiang, aquella no era ninguna buena idea. Pero seguía presionado por el deseo de no provocar una guerra civil en medio de la guerra contra Japón; un miedo que era, además exacerbado por Chuikov, es decir, por Stalin.
Los soviéticos, sin embargo, no eran los únicos. Chiang sabía bien que, si quería liberarse de la dependencia respecto de las armas soviéticas, tenía que mirar hacia el otro gran proveedor: los Estados Unidos. Pero al frente de los EEUU estaba el nenaza Franklin Roosevelt. Un tipo que era uno de esos típicos miembros de la elite ecosocial estadounidense que se pasan el día tratándose de hacer perdonar esa condición, un errejoncillo con alguna que otra habilidad más; y un presidente, además, cuya prioridad era que Japón se enfangase en China, para que así no se le ocurriese chapotear en todo el Pacífico. De hecho, EEUU, según su propia prensa, estaba pensando en transferir recursos económicos al Kuomintang, aunque sin secuestrarse (unos 50 millones de dólares).
El problema de FDR, sin embargo, siempre fue el mismo: sus fuentes de información. Como ya hemos visto, esto le seguía pasando, años después, en Yalta, reunión a la que acudió rodeado de personas que consideraban que Stalin era una especie de pontífice progresista del mundo mundial. Esta vez le pasó lo mismo. Roosevelt, por supuesto, tenía personas en el Departamento de Estado cuyo trabajo era conocer China e informar sobre lo que sabían. Pero prefería fiarse de lo que contaba Edgar Snowrrondo, que era más de su cuerda, razón por lo cual sus páginas nunca le olían a fango. Su principal hombre sobre el terreno chino era un oficial de marines llamado Evans Carlson, que enviaba un informe tras otro argumentando que, por muchas verduras que tomasen, los pedos de los comunistas chinos siempre olían a agua de lavanda. Carlson, de hecho, viajó a Washington después de la catástrofe del N4A, y le refirió a Roosevelt la versión de Mao del incidente (lo cual tiene mérito, ya que Carlson no venía de Yenan, sino de Chongqing); y el otro se lo tragó todo como el nenaza geopolítico que era.
Chiang podía aspirar, en todo caso, a una mejor postura por parte de los estadounidenses si conseguía camelarse a sus socios británicos. Pero lo cierto es que a Winston Churchill, el Generalísimo no le gustaba mucho. Clark Kerr, el embajador británico en Chongqing, le dicho a Chiang que, en el caso de estallar una guerra civil en China, Reino Unido no se pondría de su lado. Pero, bueno, Kerr, todo hay que decirlo, tenía bastantes amistades entre personas comedoras de borsch.
A todo esto hay que añadir que la producción del ataque sobre el N4A le dio la oportunidad a la URSS de montar en occidente una gran campaña de Prensa contra Chiang, tildándolo de carnicero sin escrúpulos; campaña que, por supuesto, encontró a muchos emocionados colaboradores entre la intelectualidad de la ceja. La campaña incluyó una burda manipulación de las bajas de la operación, que fueron unas 2.000, pero que cuando llegaron a los periódicos occidentales se habían multiplicado por cinco (vinieron a ser, pues, como las mujeres que se ha empotrado Fermín Trujillo). Pero eso, ojo, no son bulos, ni fango, ni nada; son errores cometidos por “incontrolados”.
Chiang, además, estuvo bastante impolítico en la gestión de aquella crisis. Su gobierno anunció la disolución del N4A, lo que le hizo aparecer como un vengativo general que terminaba en los estados mayores lo que había comenzado en el campo de batalla. Además, trabajó para consolidar la imagen de los comunistas como un grupo de monjes carmelitas que habían sido objeto de la gratuita violencia de los chinos malos. El 22 de enero, el New York Herald Tribune publicó un reportaje fundamental, en defensa de los comunistas chinos, escrito por el eterno Snowrrondo. De nada sirvió que otras plumas famosas de la época, como Ernest Hemingway, advirtiesen de que Estados Unidos estaba, entre otras cosas, sobrevalorando el papel de los comunistas chinos en la guerra contra Japón. “De mi experiencia en España”, señaló, “me queda claro que los comunistas siempre tratan de dar la impresión de que son los únicos que combaten”. Y es que Ernesto, entre botella y botella, solía tener los ojos bien abiertos.
Ideas muy majas las de Hemingway, sí. El problema es que no fueron publicadas en 1941, sino un cuarto de siglo después. En su momento, a Hemingway lo convenció de mantener la pluma calladita un asesor de Roosevelt: Lauchin Currie.
Currie era el jefe de los asesores económicos de la Casa Blanca. Existen algunos mensajes de la inteligencia soviética, interceptados por los estadounidenses, que han llevado desde hace años a pensar que Currie era, si no un agente, sí, cuando menos, un intenso colaborador de los soviéticos. Yo creo que era uno más de los amigos, no colaboradores, de que disfruta el maravilloso mundo comunista, todo él cascada de colores, que lo es a los ojos de cualquier niñito de Pozuelo-Los Hamptons que se arrepienta de ser rico (pero no esté dispuesto a repartir su capa como San Martín). Currie, de hecho, informó por escrito a Roosevelt de que los comunistas chinos “son más o menos lo que en Estados Unidos llamamos socialistas, con ideas que nos parecen muy positivas sobre los campesinos, las mujeres y Japón”. Inmarcesible inteligencia de la Lauchin Currie. Canadiense de origen, en los años cincuenta se nacionalizó colombiano. La verdad, no sé qué le habrá hecho Colombia al Universo, pero tiene que haber sido algo muy gordo.
Por supuesto, Currie era otro de los enemigos de Chiang Kai Shek en sus informes, mientras que para él los comunistas eran exactamente lo que se han tirado décadas expresando que son en su cartelería ideológica. En la práctica, hizo bastante más: Currie cortocircuitó toda posibilidad de que el Kuomintang y los demócratas estadounidenses pudiesen llegar a entenderse. Chiang, de hecho, le solicitó a Currie, cuando estuvo en Chongqing, el envío de un asesor estadounidense que tuviese acceso al presidente. El Generalísimo tenía su opción ya tomada. Él quería que fuese William Bullit, que fue el primer embajador estadounidense en la URSS. El chino lo valoraba porque ambos ya se conocían, y porque era consciente de que el máster en comunismo que había hecho Bullit le había dejado bastante claras las cosas sobre el marxismo, la infraestructura, la superestructura y su puta madre. Currie le dijo de entrada que lo de Bullit se lo fuese quitando de la cabeza; pero es que, en realidad, no existe en la abultada documentación de la Casa Blanca ni una sola traza de que Currie le plantease la idea de Bullit jamás al presidente; siempre nos quedará la duda de si, como dicen algunos historiadores, Roosevelt sólo escuchaba lo que le querían contar; o si, en realidad, como piensan otros, entre ellos yo, Roosevelt, en realidad, sólo escuchaba lo que quería escuchar. A su regreso a Washington, Currie propuso a un profesor de universidad, Owen Lattimore, un tipo al que Roosevelt no había visto en su vida y que, por lo tanto, no tenía el nivel de interlocución que Chiang consideraba conditio sine qua non. De esta manera, Currie siguió controlando la comunicación entre Roosevelt y Chiang; y, la verdad, para entender que FDR no se dio cuenta del embudo, habría que admitir que era subnormal.
Muy presionado en todos los frentes internacionales, el 29 de enero de 1941 Chiang instruyó a su embajador en Moscú para que le solicitase a los soviéticos una mediación efectiva que permitiese resolver el conflicto entre chinos nacionalistas y comunistas. El resultado inmediato fue que el Kuomintang aceptó la condición de que los comunistas conservasen todos los territorios que habían ocupado.
Mao se había mostrado durante los meses anteriores rabiosamente contrario al bloque anglo-estadounidense. Para él, la posibilidad de que la China nacionalista se apuntase a ese bando era la peor de las posibles. A la luz de como se desenvolvieron los hechos en las últimas semanas de 1940 y primeras de 1941, tiempo durante el cual, como hemos visto, tanto estadounidense se ofreció a lamer su pene a cambio de nada, Mao cambió de idea. El 6 de noviembre de 1940 le escribió a Chou que había llegado a la conclusión de que un acercamiento de Chiang Kai Shek al bloque británico-estadounidense comportaba muchas ventajas para los comunistas. El líder comunista había aprendido lo útiles que pueden ser los nenazas occidentales. A partir de ese momento, Chou En Lai recibió la instrucción de cultivar las amistades occidentales. Una estrategia que Pearl Harbour no hizo sino exacerbar.
El 13 de abril de 1941, por fin, Stalin tuvo lo que quería. La URSS y Japón firmaron un pacto de neutralidad que le dejaba las manos libres a Japón para atacar China y el Pacífico (pacto cuya ruptura quería Roosevelt en Yalta, a cambio de la cual prometió el oro y el moro, todos ellos polacos, sumiendo al país europeo en una larga noche de décadas). Sin embargo, lo que Moscú no quiso hacer fue repartirse China con Japón. Mao se quedó con las ganas de conseguir la mitad del país como regalo.
El 22 de junio de 1941, tres meses después de que Stalin hubiese conseguido la paz en su frente oriental, Alemania invadió a la Unión Soviética. Aquello lo cambió todo. Como ya os he contado, hasta el último minuto antes de ser invadido, Stalin se empeñó en creer que Alemania nunca abriría dos frentes, nunca atacaría a la URSS. Ahora, sin embargo, la situación había cambiado radicalmente, y no sólo en la URSS; también en China. Igual que para Stalin la mala noticia inesperada fue el rápido colapso del frente occidental de Hitler, para Mao Tse Tung la mala noticia fue el hecho de que la URSS, ahora, tuviese que ponerlo todo, todo y todo en la defensa de sus fronteras occidentales. Tras la noticia de la invasión, Mao fue incapaz de dormir en varios días. De hecho, Mao estaba informado de que la invasión se iba a producir, y fue uno de los muchos que informaron a Stalin de que iba a ocurrir.
Las órdenes cambiaron. Moscú estaba ahora obsesionada con la idea de que los japoneses respondiesen al ataque rompiendo los pactos con Moscú y atacándolo por el frente oriental. Si eso ocurría, los comunistas chinos deberían convertirse en los defensores de la integridad territorial soviética. La gran obsesión de Stalin era saber cuántas tropas japonesas podría ser capaz de fijar Mao en China, para que no atacasen a la URSS.
Mao estaba en otra. Ya os he dicho mil veces que el líder chino era un socialdemócrata de pura cepa: el esfuerzo siempre debía hacerlo otro. No estaba dispuesto a embarcar a sus tropas en ninguna lucha contra Japón. Eso debía hacerlo la URSS por sí misma. De hecho, le dijo a Peng De Huai que toda coordinación con los soviéticos sería “a largo plazo y sobre el papel, pero nunca en el campo de batalla”. Esto lo vendió en Moscú argumentando que sus fuerzas eran demasiado poca cosa (o sea, un poco el argumento que Serrano dice que Franco le dijo a Hitler en Hendaya). De hecho, vino a reconocer lo que hasta entonces había escondido: que sus tropas no habían luchado contra los japoneses en todos aquellos meses; y empezar ahora, ya tan tarde, era tontería.
Stalin le escribió varias veces a Mao diciéndole que cumpliese sus compromisos de auténtico marxista y que moviese el culo hacia el campo de batalla, pero Mao contestaba siempre que si la puta y la Ramoneta. Aquellas respuestas pusieron a Stalin de los nervios, especialmente una en la que el chino se permitió el lujo de decirle a Stalin que lo que tenía que hacer era retirarse a los Urales e iniciar allí una resistencia de guerrillas. Pero tampoco hay que llevar las cosas a los extremos. Aunque estuviese cabreado con él, Stalin se reconocía en Mao, porque en el fondo el chino era igual de fullero que el georgiano. Ésta es, creo yo, la razón fundamental de que Stalin nunca se plantease cargarse a Mao. Stalin entendía que para gobernar una formación comunista hay que ser el tipo de hijo de puta que era él mismo; y que Mao también era. Este tipo de desencuentros formaba parte del juego.
Mao no quería luchar porque, en 1941, en realidad en lo que estaba centrado era en moldear el PCC a su imagen y semejanza. A finales de aquel año, el PCC era un partido muy minoritario, aunque, claro, teniendo en cuenta las dimensiones de China, eso suponía tener unos 700.000 militantes. Mao decidió actuar especialmente en el campo de la juventud. La juventud china de la quinta década del siglo XX era la primera juventud que se había desplegado completamente más allá de los viejos tiempos imperiales. Esto quiere decir que había desarrollado una serie de deseos y ambiciones en materia de justicia social y, se podría decir, organización socioeconómica de corte occidental, que, las cosas como son, el Kuomintang, ella misma una fuerza política todavía con muchas adherencias y muchas mierdas de tiempos pasados, no era capaz de completar. Por aquí se quiso colar Mao, quien, al fin y al cabo, estaba al frente de una formación política que sostenía discursos teóricos que olían a agua de lavanda; por mucho que su praxis, por lo general, fuese repugnante.
Merced a una propaganda constante y eficiente, Mao fue concentrando en Yenan a grupos cada vez más nutridos de jóvenes, que fueron encuadrados en escuelas especiales donde aprenderían a ser unos buenos comunistas. Estas escuelas, sin embargo, pronto se convirtieron en algo muy parecido a las escuelas religiosas del franquismo: igual que éstas fueron una fábrica de ateos en modo experto, las escuelas de Mao alejaban a sus alumnos del comunismo. ¿Por qué? Pues por el pequeño detalle de que el comunismo no practica lo que propugna. Ideológicamente, es la filosofía más igualitaria que jamás ha parido el hombre. Pero, en la práctica, el PCC era una puta aristocracia de mierda. Todo en las estructuras comunistas chinas (y en las soviéticas; y en casi cualquier caso de comunismo gobernante) estaba clasificado por niveles (o, ejem, castas) con niveles crecientes de derechos y bienestar. Los comunistas de puta base no podían soñar con comer, o vestir, lo que comían o vestían sus dirigentes. Mao vestía ostensiblemente como el pueblo; pero ocultó durante décadas que cualquier trabajador chino habría tenido que trabajar seis vidas para pagar uno solo de sus calzoncillos. Los hijos de la nomenklatura comunista estudiaban en Moscú y tenían mucamas. El tema más sangrante era una ambulancia que los trabajadores chinos de las lavanderías de Nueva York habían comprado con el sudor de su frente y habían donado al PCC para el transporte de heridos. Mao, cuando vio el vehículo, simplemente se lo quedó. Resultado: la ambulancia nunca llevó a ningún herido. Pero, eso sí, transportó por Yenan a Edgar Snowrrondo, quien no pareció darse cuenta de que era el único automóvil en toda la ciudad.
Los comunistas de Yenan comenzaron a decir: “sólo hay tres cosas que sean iguales para todos en Yenan: el sol, el aire, y los baños” (a los occidentales siempre les ha sorprendido, y les sigue sorprendiendo, lo guarros que son los baños chinos). Incluso los prisioneros de guerra japoneses de ideología comunista tenían privilegios por encima de la puta chusma. Hasta el punto de que al jefe de ellos, Sanzo Nosaka, Mao le designó una camarada para que se la follase por delante y por detrás (recuérdese la afirmación de los asesores de Roosevelt: “nos gustan las ideas del PCC sobre la mujer”).
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