Casi todo está en LeninBuscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado
Los moderados no se dieron cuenta, o por lo menos no hay ni un solo detalle que permita pensar que se dieran cuenta, de que Stalin estaba construyendo una nueva nomenklatura a partir de los nuevos líderes territoriales del comunismo, normalmente gente joven, por así decirlo, criada a sus pechos. Al XVII Congreso, todavía en tercera fila, acudió Andrei Alexandrovitch Zhdanov, entonces un oscuro dirigente comunista en la provincia de Gorky, con 38 años, que en términos soviéticos son dos meses y medio de edad. Con un año más, también estuvo Nikita Sergeyevitch Khruschev, quien por entonces era un amigo, un esclavo, un servidor de Lazar Kaganovitch, que era quien lo había colocado en la estructura moscovita del Partido. Y, por supuesto, Lavrentii Beria, el hombre de las hostias en Transcaucasia, en quien ya se estaba empezando a fijar Stalin y de hecho era ya secretario general del Partido en Transcaucasia.
En el Congreso, sin embargo, había muchos delegados que eran viejos comunistas. Lo suficientemente viejos como para recordar los términos del testamento de Lenin, que no eran la pera limonera para Stalin precisamente. Esa gente quedó muy desagradablemente impresionada por el espectáculo que antes y durante la reunión se desplegó en plan “los pedos del secretario general huelen a rosas”. Ellos tenían otra cultura, la de las asambleas de poca gente celebradas en oscuros sótanos compartidos con la humedad, las ratas y los borrachos, donde cualquiera podía levantar la mano y decir “eso que acabas de proponer, Vladimir Ilitch es, con todo el respeto, una subnormalidad”. Estaban acostumbrados, eso sí, a aceptar el veredicto del voto; pero no de la persona.
Así las cosas, miembros del Comité Central como Iosif Milhailovitch Vareikis o Bareikis (al gusto), Boris Petrovitch Sheboldaev, Mamia (o sea, Iván) Dimitrievitch Orakhelashvili, Stanislav Vikentievitch Kosior, Grigory Ivanovitch Petrovsky o Robert Indrikovitch Eikhe, se inquietaron. Conscientes de que armar bulla era mala idea, decidieron discutir el tema con Ordzhonikizde.
La única jugada posible era elegir un Comité Central que fuese capaz de asumir y defender la política de reconciliación y buen rollo soviético. Este nuevo Comité Central tendría, bajo la legislación de la URSS, el poder de elegir un nuevo Politburo, un nuevo Orgburo y, ojo, un nuevo Secretariado. Y esta gente creía que por edad, por perfil, y, por qué no decirlo, por ganas, el candidato debía de ser Kirov.
Según Khruschev, que en esto no tiene por qué mentir, fue Sheboldaev el que asumió la tarea de acercarse a Kirov para explicarle que había una pandi soviética que estaba dispuesta a apoyarlo para ser visir en lugar del visir. A partir de aquí, hay dos versiones de lo que pasó. Según Khruschev, que mentía más que hablaba en su día a día y en sus memorias hace lo propio, Kirov se fue corriendo a Stalin a contarle la conversación con Sheboldaev, a lo que Stalin contestó: “Gracias, no olvidaré esto”. De acuerdo con Olga Grigorievna Shatunovskaya, ella misma víctima del Gulag y una de las principales miembras de la Comisión Shvernik, creada por Khruschev para esclarecer todos los crímenes de Stalin que no hubiese cometido él mismo, Stalin se enteró por sí mismo de lo que ocurrió y fue él quien llamó a Kirov a su presencia para encenderle el pelo. Kirov, siempre según esta versión, no negó los contactos y, además, le vino a decir a Stalin que la culpa de lo que le estaba pasando la tenía él.
El problema de estas dos versiones es que cuadran demasiado bien con lo que luego pasó; es decir, la muerte de Kirov y la más que probable participación de Stalin en la misma. Dado que uno de los elementos del estilo de Khruschev era cargarle responsabilidades a muertos que no se podían defender, tiendo a pensar que lo más probable es que la versión más precisa sea la de Shatunovskaya. Eso sí, hay que tener en cuenta que Anastas Mikoyan, en sus propias mierdorias, avala la versión de Khruschev y, al tiempo, afirma que Stalin reaccionó desarrollando una fuerte desconfianza hacia todo el Congreso y hacia Kirov también.
Stalin utilizó su propio informe al Comité Central para destacar el gran paso adelante que había dado el país; o sea, para transmitir la idea de que los sacrificios de los años anteriores habían tenido una lógica. La producción industrial se había doblado. Se habían abordado grandes proyectos monstruo como la central hidroeléctrica del Dnieper, las factorías de Magnitogorsk o Kuznets, la planta de producción de camiones de los Urales, la de tractores de Cheryabinsk o la de coches de Kramatorsk. La idea era convencer de que ahora sí que comenzaba la construcción de la parte buena del socialismo (ésa que nunca llega y que, de hecho, tampoco llegó esa vez). Por otra parte, aspectos complejos o discutibles de esa política industrial, como era el uso de población reclusa como mano de obra barata (esclava, en realidad) también le resultaban fáciles de defender: hasta Trotsky había patrocinado esa idea y los miembros del Comité Central, la verdad, mientras ellos no tuviesen que hincarla, como si se le ponía yuntas a los trabajadores. Al fin y al cabo, los presos eran enemigos del pueblo, ¿no?
La cosa ya no la tenía Stalin tan fácil con la agricultura. Se habían creado más de 200.000 granjas colectivas. Pero el desarrollo agrícola no era tan rápido como el de la industria.
Sin embargo, su victoria era total. Stalin incluso se permitió el lujo de adornarse como los toreros y explicar en su discurso que, si bien en el XVI Congreso había tenido que estar atento a los movimientos de oposición, éstos, en aquel Congreso, habían desaparecido por completo. Sin embargo, él mismo parece darse cuenta en el discurso de que ese sobradismo, unido al sobradismo económico, parecía llevarle al punto que todo comunista gobernante debe siempre evitar: el punto en el que das la impresión de estar a punto de construir la sociedad sin clases, la última fase del comunismo, porque entonces te quedas sin momio. Así que, con esa facilidad aprendida de su maestro de decir una cosa y la contraria incluso en el mismo discurso, el secretario general se explayó acerca de las desviaciones ideológicas que seguían por ahí, y contra las que había que luchar. Así pudo llevar las cosas al terreno que él quería: “la sociedad sin clases sólo podrá alcanzarse mediante el robustecimiento de los órganos de la dictadura del proletariado mediante la expansión de la lucha de clases”. Hala, otros cien añitos en el momio de la vanguardia proletaria y tal y tal. Y ahí siguen. Hoy en día, las alusiones a los falsos bolcheviques, a los saboteadores, se han sustituido por el discurso sobre los males del neoliberalismo; pero la cosa, sustancialmente, sigue siendo la misma porque, sobre todo, sirve al mismo objetivo: el vodka y las putas, transformadas en coche oficial, momio para tocarse las gónadas, y pensión prohibitiva.
Stalin sabía que entre los 1.225 delegados del Congreso había muchos que habían pertenecido en el pasado a facciones diversas. Para él, eso era un activo; presionó mucho a Kaganovitch durante los meses anteriores al Congreso para que se asegurase de que alcanzaban la condición de delegado aquellos miembros de esas facciones cuyos discursos públicos de arrepentimiento podían ser mejores para sustantivar el Congreso de los Vencedores.
En estas condiciones, claro, la estrella del Congreso fueron, sin duda, las intervenciones de los opositores de ayer reconociendo que eran unos mierdas. Zinoviev y Kamenev subieron a la tribuna, básicamente, para decir que los tiempos de Stalin eran tan importantes como los de Lenin.
Kamenev era, sin duda, la principal pieza en aquella caza. Y no decepcionó a su secretario general: “Esta era que vivimos y en la que este Congreso se desarrolla es una nueva era. Será recordada sin duda en la Historia como la era de Stalin, igual que la anterior será la era de Lenin, y cada uno de nosotros, especialmente nosotros [los oposicionistas], tiene la obligación de resistir con toda nuestra energía la menor puesta en duda de su autoridad. Quiero dejar claro, desde esta tribuna, que el Kamenev que batalló contra el Partido y su liderazgo entre 1925 y 1933, es un Kamenev que conceptúo como un cadáver político. Quiero marchar hacia delante, sin arrastrar conmigo mi vieja piel, si me permitís la expresión bíblica. ¡Larga vida a nuestro, nuestro líder y comandante, el camarada Stalin!”
Zinoviev, con su pertenencia al Partido recién reestrenada como aquél que dice, dijo que la pelea que había tenido la oposición a Stalin había sido “en un alto nivel teórico y no tuvo nada de personal”. Describió el informe de Stalin como una chef d'oeuvre, que no había hecho otra cosa que “evidenciar un liderazgo”.
Bukharin intervino para reconocer ante sus amiguitos que, de haberse seguido sus intenciones derechistas, la URSS habría ido al desastre: “A través de su brillante aplicación de la dialéctica de Marx y Lenin, Stalin estuvo totalmente acertado cuando atacó toda una serie de premisas teóricas de las desviaciones derechistas, que habían sido formuladas, sobre todo, por mí mismo. Es la obligación de todo miembro del Partido considerar al camarada Stalin como la quintaesencia de la mentalidad y voluntad del Partido, como su líder, tanto teórico como práctico”. Este discurso fue recibido con cierto recochineo y críticas por parte de quienes no tenían problemas en ese momento por Stalin. Así, Kirov habría de decir: “me parece que Bukharin interpreta las notas correctas, pero la voz no lo es”.
Rykov, el primer presidente del Sovnarkom tras Lenin, tomó la palabra para decir que el liderazgo de Stalin sobre cualquier otro comunista se había hecho muy rápidamente evidente, y que no ofrecía discusión. Tomsky, por su parte, calificó a Stalin como “el más brillante pupilo de Lenin, dado que es el más perceptivo a la hora de avizorar el futuro lejano”. Y añadió que Stalin “nos aplastó con mano pesada [a los opositores] porque estaba mejor armado teoréticamente y en la práctica”.
Yevgueni Alexesevitch Preobrazhensky, otro destacado izquierdista de los años veinte, tomó la palabra para decir que el éxito de la colectivización era algo que su grupo de izquierdistas nunca había comprendido ni esperado, y blanqueó el leninismo de Stalin afirmando: “votad como votaría Ilitch, y no os equivocaréis”. Vissarion Vissarionovitch Lominadze, pidió públicamente perdón por no haberse percatado de que Stalin decía verdad cuando defendía que el final de las clases sociales demanda más lucha social. Tomsky, Rykov y Radek también fueron de la partida.
Todos ellos, en ese momento, no estaban, propiamente, braceando para salvar sus vidas. En su mayoría, todo lo que buscaban era recuperar su vodka y sus putas. Lominadze, por ejemplo, estaba comiéndose los mocos en Magnitogorsk, que es una ciudad cerquita de los Urales que hoy, repito, hoy en día no llega al medio millón de habitantes.
Stalin escuchó esos discursos desde la segunda fila de la audiencia, donde siempre solía colocarse. Y contestó a ellos dejando claro que no era ningún nenaza que lo olvidase todo. Le recordó a Kamenev que una vez lo había apelado de salvaje feroz; le recordó a Zinoviev que lo había apelado de “osetio sediento de sangre”; le recordó a Bukharin las muchas veces que lo había ridiculizado por no saber idiomas; le recordó a Radek que en su libro Retratos y panfletos ni siquiera se había dignado hablar de él; le recordó a Preobrazhensky que le había llamado una vez ignorante. Pero, añadió, ahora bastaba con que al Partido le quedase claro que el que tenía razón era él.
Hubo cosas en el congreso que no le gustaron a Stalin. Por ejemplo, el discurso del general Tukhachevsky que, como casi siempre en todas las tomas de posición del militar héroe de la guerra civil, le pareció demasiado autodidacto. Pero otras cosas le compensaron; por ejemplo, el discurso de Dolores Ibárruri, Pasionaria, recordando que Stalin ya no era sólo el faro del comunismo soviético, sino del proletariado mundial.
El congreso iba, en términos generales, como la seda. Todo estaba bien y cuando se llegó a las últimas horas, es decir a los nombramientos en el Comité Central y el Politburo, dado que todo estaba pactado, no se esperaban sorpresas. Pero la sorpresa saltó.
La llamada Comisión de Auditoría, encargada básicamente de contar los votos, realizaba su labor, en realidad monótona y exenta de sorpresas, bajo la presidencia del ucraniano Volodimir Petrovitch Zatonsky. El presidente, sin embargo, se encontró de repente con una movida que le dejó la cara sin sangre. Llamó cagando melodías a Voroshilov, y ambos se fueron a por Stalin.
Anastas Mikoyan, en sus recuerdos de aquel congreso, atribuye lo que pasó a la presión de los miembros del Partido, delegados del congreso, con mayor pedigree revolucionario. Hombres en el fondo más fieles a la figura de Lenin que a la de Stalin, muchos o todos de ellos conocedores, en todo o en parte, del contenido del testamento del hombre a quien consideraban el eterno jefe del Partido, consideraban que Stalin no merecía seguir como secretario general. Mikoyan dice haber sido informado por varios viejos bolcheviques de toda la vida, como Olga Grigorievna Shatunovskaya, Alexei Snegov (nacido Iosif Falikzon) o un tal N. Andreasyan, que sería miembro de la propia Comisión de Auditoría, de que finalmente fue Kaganovitch el que se comió el marrón de informar personalmente a Stalin de que, de los 1.225 delegados, tres habían votado contra Kirov, y cerca de 300 contra él mismo.
Había, pues, 300 comunistas que no querían al Faro del Comunismo.
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