Casi todo está en Lenin
Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado
No por casualidad los agricultores habían sido el gran enemigo de los escritos de Lenin. Como el padre de la revolución rusa había adivinado, los agricultores rusos no podían estar a favor del comunismo; para hacer más tragable esta realidad, Lenin se inventó una categoría de agricultor: el kulak, por definición egoísta y encadenado a sus privilegios. Pero fue, básicamente, una invención para no declararle una guerra total al campesinado, que temía en sus consecuencias. Guerra que Stalin, sin embargo, llevaría a cabo.
El comunismo triunfante y la clase campesina habían tenido ya enfrentamientos en 1917, cuando las tierras propiedad de la burguesía y de la iglesia fueron expropiadas. Fue a partir de mediados de 1918 cuando los entonces llamados Comités de los Pobres comenzaron a elaborar en la práctica la teoría de que todo el problema del campo ruso eran los campesinos pudientes, los llamados kulaks; entonces ya le expropiaron la mitad de su tierra. El campo ruso pasó a estar básicamente poblado por algo que se podrían denominar campesinos de nivel medio; pronto, con la NEP, estos campesinos vieron garantizado su derecho a comerciar con sus productos previo pago de un impuesto en especie. En esos años, la producción de grano para consumo propio de las granjas creció mucho, pero el volumen dedicado al Estado fue decayendo. Ésta era la situación que preocupaba a Stalin. La llegada de comida a las ciudades fallaba y en 1927, la Unión estaba a las puertas de una seria crisis de abastecimiento. Los campesinos tendían a acaparar el grano, a la espera de subidas de precios. La oposición dentro del comunismo hizo hilo con esta situación. Kamenev, en su intervención ante el XV Congreso del Partido, acusó a la dirección comunista de ser blanda con los elementos capitalistas del agro soviético, y reclamó medidas más duras contra los kulaks. El Politburo rechazó, de hecho, el uso de la policía política para presionar a los agricultores. Stalin diría, ante aquel congreso, que “a los kulaks se los combate sólo con medidas económicas y la legalidad soviética”. Por legalidad, obviamente, estaba entendiendo la total colectivización.
El campesino soviético, como cualquier otro campesino, no le hacía ascos al cooperativismo en la medida en que le ayudaba a prosperar y a dar salida a sus productos en mejores condiciones de mercado. Sin embargo, el esquema comunista, basado en la total colectivización del trabajo y de la producción, le era obviamente ajeno, porque para el agricultor el concepto de propiedad de la tierra o, cuando menos, de propiedad de sus frutos, es fundamental.
Frente a esta situación, el XV Congreso, que fue el que adoptó la colectivización como estrategia en el agro soviético, lo hizo señalando que el cambio de paradigma no era fácil, que tomaría muchos años, y que el uso de la fuerza no era planteable. Esto era diciembre de 1927; la Línea General es la consecuencia de lo que Stalin consideraba eran unos cuestionables resultados de esta política.
El XV Congreso, con la aquiescencia de Stalin que mostró claramente su acuerdo, apostó, pues, por una política basada en la extensión voluntaria de mecanismos cooperativistas. El cooperativismo había sido santificado por Lenin; así pues, todo era bien en aquella resolución.
La impresión, no obstante, es que Stalin había apoyado la propuesta por razones meramente estratégicas, quizás relacionadas con la actitud de la oposición zinozievista. Poco tiempo después del Congreso, ya en 1928, comenzó a hablar de que tanto la industrialización como la colectivización debían conducirse a mayor velocidad. En esos tiempos Stanislav Gustavovitch Strumilin, uno de los economistas de cabecera de Stalin, publicó un artículo muy importante, en el que venía a decir que la función del Partido Comunista no era seguir, ni siquiera estudiar, las leyes económicas, sino cambiarlas. En ese contexto, pues, venía a decir que el Partido tenía derecho a hacer lo que le diese la gana; exactamente lo que hizo Stalin desde entonces.
El secretario general comenzó a multiplicar órdenes en diversas esquinas de la URSS urgiendo la colectivización ya en 1928. En la reunión del pleno del Comité Central de junio de 1928, el Partido, con la misma tranquilidad con la que seis meses antes había decretado que la colectivización no debía hacer uso de la fuerza, aprobó ahora que sí debía hacerlo. El fondo de la cuestión es que a la inmensa mayoría de los miembros del PCUS, la marcha estalinista consistente en dar palizas si había que darlas y en quemarle la granja a quien se negare a ayudar, era su marcha. Stalin, como Franco, como cualquier otro dictador, no cayó del cielo; a los hombres del PCUS de mediados de los años veinte del siglo ídem les parecía normal pensar que el campesino soviético les pertenecía, y que su conversión, desde un pequeño propietario a un obrero prácticamente sin derechos, era algo que era ético hacer.
Stalin, además, tenía la ventaja de que, en este tema, y como ya hemos visto a través de la intervención de Kamenev en el XV Congreso, la oposición no le hacía oposición. De hecho, diversos comunistas entonces alternativos, como Piatakov, Krestinsky, Antonov-Ovseyenko, Radek o Preobrazhensky, utilizaron el acuerdo básico con la colectivización a hostias para realizar sus propias confesiones de error y solicitar la readmisión en el Partido.
A la hora de llevar a cabo la industrialización y colectivización aceleradas, la situación internacional en la segunda mitad de los años veinte vino a ser una ayuda de primer nivel para Stalin. Cuando los obreros británicos fueron a la huelga general, en 1926, la URSS les ofreció una importante ayuda financiera. Esta ayuda provocó que en Pekín, Shanghai y Londres las oficinas oficiales soviéticas fuesen saqueadas. En estas oficinas diplomáticas se encontraron documentos que le dieron base al gobierno británico para decidir la ruptura de relaciones diplomáticas con el régimen comunista. Dos semanas después, Piotr Lazarevitch Voikov, un ucraniano que formaba parte de la diplomacia soviética y que había sido enviado a Polonia, fue asesinado allí. A Voikov, según todos los indicios, lo mató un joven ruso blanco en una acción aislada; pero, de todas maneras, el suceso le sirvió a las autoridades soviéticas para sostener la idea de que existía una conspiración internacional contra el país. Poco tiempo después, los comunistas chinos fueron vencidos por Chiang Kai Chek, empeorando con ello el aislamiento internacional de la URSS. En un último acto de una serie de hechos notablemente negativos para el proyecto soviético en aquel invierno de 1926-1927, el gobierno francés decidió romper las negociaciones económicas que sostenía con el país y expulsó al enviado soviético, Christian Rakovski.
En el verano de 1927, Georgi Vasilievitch Chicherin, comisario para Asuntos Exteriores, regresó de un viaje por la Europa occidental. Se encontró un país que no hacía más que hablar de la inminencia de una agresión bélica contra la URSS que, como Chicherin sabía bien, nadie estaba planteando ni de lejos. Pronto se daría cuenta, en todo caso, de que todo era fruto de la propaganda; era la forma de Stalin de aislar a Trotsky, puesto que su estrategia era acusarle a él de formar parte de aquella estrategia agresora. Todavía en diciembre de aquel año, en el XV Congreso del Partido, Stalin insistiría en que el ambiente internacional era el mismo que había conducido a la que conocemos como primera guerra mundial.
El problema para Iosif Stalin era, en todo caso, que el miedo a la guerra es algo que, por definición, acaba por debilitarse si las pruebas o indicios de la agresión se obstinan en no aparecer. Por eso, en 1928 decidió ir un paso más allá. Un paso que supuso su primer ensayo en ese proceso que ahora conocemos como purga.
Estamos en la Sala de Columnas de la Casa Sindical de Moscú, de soltera elitista Club de la Nobleza de los tiempos zaristas. Estamos a punto de tocar el verano de 1928, y en la sala se encuentra la mayoría de los corresponsales extranjeros acreditados en la capital de la URSS, más una serie de “público general” que, en realidad, son personas cuidadosamente elegidas por la policía secreta. Todos están allí para asistir a un juicio.
Los acusados de ese juicio son 53 personas, todas ellas ingenieros. Todos han trabajado en un distrito conocido por sus minas de carbón, Shakhty, en el Cáucaso septentrional; además de en el Dombás ucraniano. Tres de ellos no son soviéticos; son alemanes.
Los 53 ingenieros están acusados de haber participado en una conspiración internacional cuyo objetivo era sabotear la industria carbonífera soviética y, en términos generales, convertir el Donbás, no en la fuente que era de valor y producción para la URSS, sino en una carga por la vía de convertirlo en una región totalmente inútil y en constante reclamo de recursos. ¿Quién era su inspirador? Pues, según los acusadores, las inteligencias polaca, alemana y francesa, en connivencia con los anteriores dueños de las minas, entonces exiliados.
El caso había sido construido por un activista soviético caucasiano, Yefim Georgievitch Yevdokimov, directamente para Stalin. Yevdokimov era una de esas personas a las que la revolución le había venido a ver. Delincuente habitual en los tiempos del zar, viviendo una vida muy comprometida y peligrosa, la llegada del comunismo le permitió apuntarse al Partido, convertirse en un chekista y allí, digamos, desplegar libremente sus habilidades. Era persona bastante cercana a Stalin, en la medida en la que se podía ser cercano a Stalin. Fue él quien se presentó a finales de 1927 en Moscú, contando toda la movida de que en su región de origen había una conspiración de sabotaje, y tal. Inicialmente, Viacheslav Rudolfovitch Menzhinsky, el director de la OGPU, le dijo que no mamase. Pero cuando Yevdokimov le fue con el cuento a Stalin, se encontró con que el camarada dirigente no era tan escrupuloso con la escandalosa falta de pruebas que tenía el denunciante. Así las cosas, Stalin tomó personalmente la dirección del caso, y lo hizo incluso ante la oposición de Alexei Ivanovitch Rykov, presidente del Consejo de Ministros, o de Valerian Vladimorivitch Kuibyshev, director del Consejo Supremo de Economía Nacional.
Los arrestados fueron torturados repetidamente para que confesasen sus delitos. Cuando a base de no dejarles dormir u obligarles a pasar horas en celdas individuales con el suelo helado o ardiente los acusados estuvieron bien blandos, comenzó el juicio. El fiscal fue Nikolai Vasilievitch Kirilenko, y el presidente un entonces prometedor hombre del régimen: Andrei Yanuarevitch Vishinsky, un hombre con un pasado menchevique repleto de arrestos de bolcheviques que se tenía que hacer perdonar. En aquella década, Vishinsky había logrado ascender hacia el puesto relativamente importante de rector de la Universidad de Moscú; pero el caso Shakty habría de ser su portillo de entrada a la alta política, lo cual quiere decir a la vera de Stalin, donde se revelaría como un comepollas en modo experto.
Tras un juicio que fue ampliamente informado por la Prensa soviética, con crónicas pre-redactadas, once de los acusados fueron condenados a muerte. La mayoría de los demás recibieron fuertes condenas de prisión; y unos pocos, incluidos los alemanes, quedaron libres. Seis de los sentenciados vieron conmutada la pena, y cinco fueron ejecutados.
El ensayo no había quedado como Stalin quería. Al fin y a la postre, sólo diez de los 53 acusados había terminado confesando e implicando a los demás. Seis más habían hecho confesiones parciales. Pero el resto nunca confesaron su culpabilidad y lucharon en el juicio por su inocencia. Aquello era un aviso para navegantes como Vishinsky y Stalin: en el futuro, el sistema había que perfeccionarlo.
El estalinismo buscaba dos cosas con el caso Shakty, y las dos las consiguió. En primer lugar, buscaba desmentir las ideas de la derecha comunista, partidaria de aprovechar los conocimientos de la vieja inteligencia rusa. El caso venía a demostrar, por así decirlo, que no se podía confiar sino en los técnicos que hubieran sido ya criados en el comunismo. En segundo lugar, Stalin buscaba realimentar el sentimiento social de la inminencia de una agresión militar contra la URSS; algo que la conspiración, de alguna manera, venía a confirmar. El tema, sin embargo, tenía sus límites. En ese momento, la URSS era fuertemente dependiente de la ayuda técnica prestada por muchos países occidentales para su industria; así pues, el juicio no podía traspasar la línea roja de suponer un problema con las cancillerías extranjeras. Esta necesidad fue la que salvó el cuello de los tres ingenieros alemanes.
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