El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo
Un fracaso detrás de otroEl periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov
Digo lo que digo porque, nada más sobrevivir por un cortacabeza en el pleno de 1957, Nikita Khruschev se aplicó a cortarle las alas a uno de sus principales valedores, si no el principal, en aquella reunión: el mariscal Zhukov, que se había hecho extremadamente popular en un país en el que los uniformes y la ferralla en la pechera eran muy queridos. Sin embargo, se equivocó en el punto de mira, porque quien estaba, quizás, pensando ya en llevárselo por delante no era Zhukov, sino su querido y fiel Leónidas.
En paralelo a todo esto que ocurría, por cierto, Yuri Andropov estaba en sus propias dudas. Ya hemos dicho que Andropov había sido llamado a Moscú en 1957. Las autoridades policiales interiores y las personas en el Partido encargadas de controlar a lo que conocemos como países satélite sabían, mucho mejor que casi nadie en todo el país, lo cerca que habían estado las cosas (las cosas comunistas) de irse a la mierda en Budapest en el el 56. Por lo tanto, tenían en gran estima la forma directa, absolutamente falta de dudas o remordimientos, como Andropov lo había resuelto todo. Como consecuencia de esos méritos, Andropov había sido premiado con un paso que suponía ser algo más que un mando de la policía secreta, y fue promovido a secretario del Comité Central encargado de las relaciones con los países (forzadamente) amigos de la URSS. Para Andropov, aquello era la antesala de un posible nombramiento futuro como ministro de Asuntos Exteriores; que era la cumbre de la colina que él esperaba, teniendo en cuenta su carrera en la administración bolchevique; sinceramente, no creo que nunca pensase, a esas alturas, que algún día podía terminar siendo el secretario general del Partido. Sin embargo, para llegar allí necesitaba llegar al Presidium; y todavía podían pasar muchas cosas que se lo impidiesen.
Así las cosas, Andropov necesitaba un padrino al que besar el anillo y el ojete. Tenía dos opciones: o bien Otto Kuusinen, un comunista finés que se había refugiado en la URSS cuando lo de la sovietización de Finlandia salió sobaco de grillo; o bien Milhail Suslov, quien ya en los cincuenta se estaba ganando una justa fama de ideólogo del partido, una especie de Tezanos a lo puto bestia del comunismo mundial. Andropov era un tipo listo; muy, muy listo. Y eligió bien, porque eligió a Milhail Andreyevitch Suslov.
Chernenko, mientras tanto, iba a piñón fijo breznevita. Hombre de grandes fidelidades y de escasas capacidades, Konstantin al menos tuvo la inteligencia, durante su vida, de entender que todo eso de los dimes y diretes, de las medias verdades, las puñaladas por la espalda y las taimadas traiciones, no se había hecho para él, más nacido para obedecer que para mandar. Él, además, estaba donde quería estar: jefe de la sección de Agitación del Departamento de Propaganda del Comité Central.
Eso sí, el tema era un poco problemático. En el Departamento de Propaganda, Chenenko tenía un jefe, Fedor Vasilievitch Konstantinov; y, la verdad, Chernenko y Konstantinov nunca se llevaron ni medio bien. Konstantinov era algo cercano a un intelectual; había estudiado filosofía y, por lo tanto, era capaz de desenterrar las raíces del leninismo hasta el día en que Hegel echó el primer diente de leche. Un tipo así no podía sino considerar que su subordinado, el Chernenkito, era un mojón sin lecturas ni creatividad mental alguna. Un tipo que lo único que sabía hacer era imprimir folletos a cascoporro y convocar miles de reuniones de asistencia obligatoria. Y qué decir de Pyotr Nikolayevitch Pospelov, su súper jefe puesto que era el secretario del Comité Central para asuntos ideológicos. Pospelov era un viejo colaborador de Stalin y, de hecho, se lo tiene por ser el auténtico autor del Breve Curso de Historia del Partido Bolchevique teóricamente redactado por Stalin y que fue lo más de lo más en las aulas de la URSS durante mucho tiempo. Pospelov era caza mayor; haber sobrevivido a Stalin era ya más medalla que todas las que portaban muchos de los jerifaltes comunistas en sus pecheras. Y, la verdad, Chernenko le parecía un puto membrillo que servía para bastante poca cosa.
Pyotr Pospelov. Vía https://es.findagrave.com/
Chernenko ambicionaba el puesto de Kostantinov, ya que para llegar a donde estaba Pospelov, que dirigía el instituto de marxismo-leninismo, le faltaba muchísimo músculo gris. Pero hasta su objetivo estaba muy distante, puesto que sus méritos pasados quedaban muy lejos y él sabía que en las hemerotecas quedaban los recortes de las veces en las que había sido criticado, como en Moldavia; y eso era munición para sus enemigos. Siguiendo el consejo de Bruce Lee, be water, my friend, Chernenko decidió acomodarse a un objetivo posible, y pensó que podría ser jefe adjunto del Departamento de Propaganda. Pero eso no lo conseguiría convenciendo a Kostantinov. Necesitaba acumular méritos en otro sitio; quizás, en algún Partido Comunista provincial, o en algún departamento del gobierno.
Empezó por dar ejemplo. Cada mañana, uno de los primeros informes que los jefes de secretaría del Comité Central tenían encima de su mesa era el de Chernenko, el jefe de Agitación. Chernenko llegaba siempre antes de las ocho de la mañana; leía con avidez la Prensa para encontrar en sus arcanos artículos y frases metafóricas las pistas de eventuales cambios de orientación en la política del Partido sobre esto o aquello; y, consecuentemente, siempre era el primero en avisar de que éste parecía haber caído en desgracia, o aquél había recibido un inusitado apoyo en el editorial de Pravda. Se mimetizó con el resto de sus compañeros en el Comité Central. Al igual que ellos, se buscó un hobby, algo que estaba bien visto para los hombres del Partido. Sólo que él, en lugar de jugar al tenis o pescar como la mayoría, se hizo jugador de preferans, un juego de cartas que, oh casualidad, era el hobby de Breznev.
Konstantin Chernenko habría de encontrar un gran aliado para su ascensión: el hecho de que la URSS funcionaba como el culo. En efecto, cuando el mundo estaba doblando la esquina de los años sesenta, cada vez quedaba más claro que todas las reformas descentralizadoras de Khruschev no habían conseguido despegar la economía soviética; cosa que no es de extrañar, puesto que el problema estaba en el propio sistema soviético, un sistema en el que todo el mundo mentía y en el que los incentivos para hacerlo mejor eran escasos, si es que existían; y que, por lo tanto, como digo falló a la hora de generar esa URSS de leche y miel que el secretario general del PCUS le había prometido a Iván Soviético. Pero eso, pensadlo dos veces, era oro molido para alguien que vivía de la propaganda como Chernenko, porque lo hacía doblemente necesario. En situaciones en las que las cosas no están funcionando bien, todo el mundo necesita un Fernando Simón que vaya por la vida diciendo que van de puta madre y lo repita göbelsianamente mil veces para convertirlo en una verdad. Y ese alguien era, cuando menos en parte, Konstantin Chernenko, el hombre para el cual no existía más realidad que lo que se contaba como realidad.
El tema era jodido porque, la verdad, el propio planteamiento de Khruschev era creer en los unicornios rosas. El planteamiento del secretario general era que para llegar al bienestar del pueblo soviético, el elemento fundamental era superar la producción agrícola de los Estados Unidos. De alguna manera, pues, Khruschev descontaba el mantenimiento de dos cosas en el campo industrial: la ineficiencia, y la clara vocación de servicio al complejo militar y no a la gente. En puridad, en eso residió siempre la gran diferencia entre los dos modelos que se enfrentaron en la Guerra Fría. Casi todos los avances de bienestar conseguidos en el mundo capitalista fueron consecuencia de avances industriales convenientemente fibrilados al público en general (internet, sin ir más lejos, es un invento militar; igual que el joystick o la hoja de cálculo son inventos de la exploración del espacio); en la URSS esa conexión estaba cortocirtuitada, porque los sucesivos planes económicos de Khruschev se empeñaban en actuar sobre la consecuencia (un mayor consumo) en lugar de sobre la causa (el aumento de la riqueza).
Así las cosas, Khruschev contaba, por así decirlo, con doblar la producción agrícola soviética en siete años, entre 1958 y 1965. Este anuncio, por otra parte, disparó la típica absurda competencia entre líderes comunistas locales, que prometieron cumplir el plan de siete años en seis, cinco o cuatro.
En esas condiciones, los jerifaltes comunistas comenzaron a hacer lo que mejor se les daba: mentir como perras. La República Rusa anunció una súper cosecha de grano que era más virtual que las batallas de Call of Duty. Kazajstán siguió con su matraca preferida de años, anunciando la roturación de tierras vírgenes desde Karagandá hasta Málaga. Ucrania anunció que le había arrancado a la tierra maíz como alimentar a la Estrella de la Muerte durante siglos, y Uzbekistán anunció que había cultivado algodón a cascoporren. El tema llegó a ser tan descarado que incluso a un líder territorial, Alexei Larionov, hubo que recomendarle que se suicidara después de que su orgulloso anuncio de multiplicar la producción de carne en muy pocos años se supo que era una ful; es lo que se conoce como El Milagro de Ryazan.
La URSS, a partir de 1958, se convirtió, pues, en una fábrica de milagros propagandísticos; y en esa labor de inventarse grandes noticias de mierda, sobresalió como pocos Konstantin Chernenko. Aquel año de 1958, con ocasión de las elecciones (ejem...) al Soviet Supremo de la Unión, acuñó el eslógan, por otra parte completamente cierto, “Todo miembro del Partido es un propagandista”. Lo que estaba haciendo el aparato de propaganda del PCUS era bastante más que eslóganes. En esos tiempos, se ha estimado que, de una forma o de otra, había en la URSS 40 millones de personas trabajando en la propaganda del comunismo, uno de cada cinco habitantes de cualquier edad. Eso son más de 10 millones de españoles de hoy en día.
A pesar de estas cifras, aparentemente las elecciones salieron bastante mal. En muchas esquinas de aquella Unión tan grande, faltó gente suficientemente preparada para tener las sesiones animando al voto que Chernenko esperaba. Chernenko pidió informes a las repúblicas pero, ay, recibió una buena ración de su propia medicina. Los expertos en propaganda no eran los únicos que sabían jugar al juego de la mentira; el despacho del futuro secretario general quedó enlosado de informes optimistas donde invariablemente se informaba de que todo había sido hecho a la perfección y con total satisfacción.
No hemos, en todo caso, de exagerar las funciones de Chernenko como propagandista. Khruschev lo valoraba, sí; pero eso no quiere decir ni que dependiese de él, ni siquiera que confiase. Por aquellos años, se celebró en Moscú una reunión, organizada por el gorkom (Comité del Partido a nivel de ciudad) de la capital, a la que asistieron 10.000 propagandistas comunistas; y sabemos que Chernenko no fue invitado ni a hablar, ni a participar en las labores organizativas. Él, sin embargo, no se arredró. Siguió con su matraca, contando unas movidas que lo flipas, como esa vez que llegó a informar por escrito de que había organizado 576.000 reuniones con la participación de 49 millones de personas, en sólo tres semanas. Total, daba igual; en la URSS nadie o casi nadie se preocupaba nunca de chequear los datos.
El hombre del aparato khruschevita, en todo caso, tenía claro cuál era su campo de acción. Como él mismo se definió, él era un kultarmeytsy, una especie de “guerrero de las ideas”; expresión que acuñó para hacerla compatible con la bien conocida de krasnoarmeysky, esto es, guerrero militar o soldado rojo. Así las cosas, fue el promotor de miles de reuniones catecumenales, en las que el comunismo y sus objetivos eran explicados por el método de pregunta y respuesta; así como de la fundación de clubs específicos de ideologización de mujeres jóvenes en ámbitos urbanos. La verdad, tuvo que cerrarlos porque, al parecer, en aquellos clubs se hablaba muy poco de Engels y bastante más de pollas; pero eso son cosas que pasan.
Otro campo en el que se movió como pez en el agua fue el de la política antirreligiosa, que se había intensificado en gran manera tras la muerte de Stalin. Siendo como era un comunista de libro, Chernenko consideraba que los ciudadanos soviéticos que permanecían como creyentes eran gentes sin derechos. En la URSS había entonces hasta 30 millones de familias significadas por sus creencias religiosas. Chernenko propuso que cada una de estas familias tuviese cerca viviendo cuando menos a un propagandista antirreligioso. Como se ve, proseguía su carrera haciendo lo que siempre había hecho: hacer trabajar a otros.
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