El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo
Un fracaso detrás de otroEl periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov
Como ya os he insinuado, cuando Leónidas Breznev y Konstantin Chernenko comenzaron a trabajar juntos, el segundo de ellos estaba llegando a los cuarenta años; esa edad en la que, en el mundillo soviético, más te valía haber llegado a ser ya alguien. Sin embargo, como digo, la llegada de Breznev fue un bálsamo para Chernenko, porque ambos respiraban el mismo tipo de aire: la propaganda Pocas semanas después de haberse hecho con el control del Partido en Moldavia, Breznev envió un informe a Moscú informando de que la cuota de grano y cosechas adjudicada a Moldavia había sido superada en un 2,9%. El anuncio, en una sociedad mínimamente democrática, no habría tenido el menor pase: hacía sólo unas semanas que Koval había sido cesado precisamente por quedarse coto con esa cuota, por mucho. Pero en la URSS estas cosas, si estaban adecuadamente apadrinadas, podían colar.
Aquello no era otra cosa que la forma que tenía Chernenko de trabajar, así pues, debió pensar, “por fin un jefe que me entiende”. En las siguientes semanas, se envió un informe a Moscú sobre el trabajo ideológico en Moldavia, preparado por Chernenko, en el que el número de personas que eran religiosamente creyentes y aun practicantes estaba claramente infravalorado. Había comenzado para Chernenko la etapa del ochkovtiratelstvo o, si lo preferís, del blanqueo argumental: se decía que se hacía lo que no se había hecho, se decía que se había conseguido lo que no se había conseguido. Todo eso iba luego a las enciclopedias e informes que se elaboraban en Moscú y que, por cierto, eran repetidos en Occidente por sedicentes intelectuales que, apoyados en esta mercancía averiada, “demostraban” la superioridad económica, social, científica y educativa del sistema soviético.
Así pues, como por arte de magia, Stalin comenzó a recibir reportes en los que se le informaba de que Moldavia estaba cumpliendo todas las cuotas que se le ponían por delante. Se llegaron a enviar informes en los que se decía que algunas cosechas, como la de uva, se habían sextuplicado en tan sólo dos años, que ríete tú de Cristo con los panes y los peces. El tema fue tan descarado que Moldavia se convirtió, de la noche a la mañana, en modelo de desarrollo agrícola para toda la URSS; lo cual no hizo sino retroalimentar el efecto, puesto que convirtió al campo moldavo en una de las niñas bonitas de las subvenciones del Gosplan.
Por estas cosas, la confianza de Breznev en Chernenko comenzó a ser cada vez mayor. Breznev se tomó unos meses para otear el terreno y, cuando ya se sintió suficientemente bien informado, a principios de 1951, decidió sacar el estalinista que llevaba dentro. Anunció que quería limpiar el partido de neugodnye, indeseables, y comenzó a cesar ministros del gobierno moldavo como si no hubiera un mañana. Cesó también al presidente del Presidium del Soviet Supremo local.
Breznev había aprendido de su verdadero maestro, que no fue Khruschev sino Stalin, que no había que fiarse de nadie. Ni siquiera de su Yorkshire Terrier particular. Así las cosas, Chernenko se encontró con la sorpresa de que, al llegar el IV Congreso del Partido Comunista moldavo, él no era elegido para la Comisión Editorial del mismo, cuando sí lo había sido en los anteriores. Peor aún: en las vísperas de la reunión, su departamento de Propaganda empezó a ser criticado en la Prensa oficial (o sea, en la Prensa a secas).
Chernenko, sin embargo, no se puso nervioso. Probablemente, a esas alturas ya sabía que su patrón estaba jugando otro juego, el juego, y que Moldavia se le quedaba pequeña. Leónidas, en efecto, preparaba su desembarco en Moscú, y Chernenko sabía que allí necesitaría gente que lo apoyase; así pues, contaba con irse con él. Esto, sin embargo, no pasó. El 19 Congreso del PCUS nombró a Breznev miembro del Secretariado del Comité Central, pero Breznev se fue a Moscú solo, por así decirlo. Chernenko habría de permanecer en Moldavia hasta 1956.
Poco tiempo después de la muerte de Stalin (marzo de 1953), y con seguridad dentro del enfrentamiento frontal que se presentó entre Nikita Kruschev y Georgiu Malenkov, Breznev fue llamado a Moscú como jefe adjunto de la Administración de las Fuerzas Armadas en el Politburo. Como también hemos contado ya, Khruschev pensó enseguida en su fiel Leonidas para llevar a cabo su Plan de las Tierras Vírgenes en Kazajstán. Breznev, como siempre, se las arregló en Kazajstán, como ya había pasado en Moldavia, para que pareciese que hacía, aunque lo que hacía no era para tanto. En todo caso, una vez que el proyecto khruschevita perdió momento, porque también lo perdió la oposición de Malenkov, Breznev ya no hacía falta en las distantes tierras asiáticas; así pues, el XX Congreso del PCUS, en febrero de 1956, lo llamó a Moscú de nuevo para nombrarlo secretario del Comité Central (pero no secretario general o primer secretario, no os confundáis, que es fácil) y un miembro candidato al Presidium del Comité Central (de casada Politburo). En menos de un año, Breznev sería miembro con voz y voto del Presidium.
Y éste fue el momento en el que Breznev, hasta entonces un mero miembro de la piña de Khruschev, tuvo que pensar en hacer su propia piña. Como he dicho y está contado en las notas sobre Breznev, se apoyó fundamentalmente en la Mafia del Dnieper; pero también se acordó del chavalote aquél de la cara de pan de bolla que había conocido en Moldavia.
En el año de 1957, encontramos en Moscú al futuro de la URSS durante los siguientes treinta años. Allí estaba Nikita Khruschev, orgulloso debelador de Georgiu Malenkov y Lavrentii Beria, los dos compis que habían osado disputarle el poder posestalinista. También estaba Breznev, quien si no era su mano derecha, sí que era uno de sus pulmones. Estaba Yuri Andropov, quien acababa de sofocar la rebelión húngara a hostia limpia y fue llamado a Moscú para seguir haciendo sus cositas de poli secreto. Y estaba, por último Konstantin Chernenko, la hoja roja de aquel libro de papel de fumar, quien en Moldavia había rozado con los dedos la desgracia política de ser un oscuro cuadro más de un Partido con más esquinas que la calle la Montera de Madrid; en ambos casos, todas ellas llenas de putas. Ahora, sin embargo, Constantino había sido rescatado para la Historia.
En septiembre de 1953, Khruschev había conseguido ser nombrado secretario general del PCUS y, desde esa posición, comenzó a pelear a muerte con Malenkov, que era jefe del gobierno. La suya fue una lucha binaria en torno al concepto de si en un país debe primar el gobierno el partido que lo sustenta, con victoria del segundo. En 1955, esta pelea terminó con la colocación al frente del gobierno soviético de un khruschevita, Nikolai Podgorny. Por el camino, el sneaky Lavrentii Beria fue acusado de ser un espía británico, y fusilado. De hecho, Khruschev acumuló tanto poder en apenas dos o tres años que incluso consiguió que el más listo de los colaboradores íntimos de Stalin, Viacheslav Molotov, reconociese sus errores estratégicos en público. Después de ir a por él, se fue a por Kliment Voroshilov, de quien la propaganda estalinista había hecho una especie de genio militar (del que carecía); y después a por Lazar Kaganovitch, otro estrecho colaborador de años de Stalin. La guinda final de este pastel es la famosa sesión secreta de 1956 en la que Khruschev atacó al propio Stalin, desvelando sus crímenes.
¿Qué tenía en la cabeza Nikita Khruschev? Bueno, como creo haber comentado en otras ocasiones en este blog, las personas que quieran pensar que la intención del ucraniano eran democratizar la URSS, lo pueden pensar; al fin y al cabo, también hay gente que piensa que la Tierra es plana. Yo creo que no hay nada de eso. Khruschev era hijo del estalinismo, y como tal actuó, eso sí, tratando de desactivar algunas de sus espoletas, pero no porque fuese un demócrata, sino porque las temía. Nikita Khruschev sabía, desde 1953, que su base de poder era muy pequeña. El poder soviético, lo había escrito Lenin, se basaba en kto-kogo; más o menos, “quién prevalece sobre quién”. El sistema soviético, a pesar de estar altamente bucrocratizado, estaba lo suficientemente abierto como para que esa escala de cosas pudiera concretarse de muchas maneras. La URSS admitía ser un proyecto en el que el primer ministro dominase el partido; o que el partido dominase al primer ministro; por ser, era totalmente posible, aunque nunca pasó, que alguien siendo, por ejemplo, ministro de Agricultura, fuese quien partiese el bacalao. Todo se resumía a tener suficientes hombres del aparato detrás de ti, debiéndote la vida, la dacha, el coche oficial y el pase el economato.
Si Khruschev anunció un plan para descentralizar la administración soviética no fue porque creyese en las bondades del federalismo (porque nunca, y nunca es nunca, ha existido un comunista que sea verdaderamente comunista y crea en el federalismo); fue porque quería descabezar la hidra que podía crear estructuras de poder que compitiesen con la suya. Y, novedad sobre novedades, decidió, por primera vez desde la creación de la URSS, apoyarse en aquéllos por quienes se supone que todo se hacía: el personal normal y corriente. La gran preocupación de Khruschev era, sin duda, el hecho de que Europa, desde los últimos años de la quinta década del siglo XX, había entrado en una senda de crecimiento acelerado que se aceleraría todavía más en los sesenta. Aunque la URSS estaba cerrada a toda influencia extranjera, era imposible que se pudiera impedir que muchos soviéticos se enterasen de que en Alemania, en Inglaterra, en Francia, estaban empezando a atar los perros con longaniza, mientras ellos comían un borsch que en Londres no se lo darían ni a las ardillas de Hyde Park. Así pues, Khruschev decidió que su gran pilar de apoyo sería el ciudadano soviético porque, le prometió, en muy pocos años la URSS iba a producir cereales y leche en las mismas proporciones que los Estados Unidos de América.
Éste era, pues, el sueño khruschevista: una URSS donde no se pudiese crear más elite de poder que la suya, y con pan y circo para todos.
El problema de Khruschev es que se pasó de frenada. Ya he dicho que era un estalinista o, por lo menos, un criado en el estalinismo; y consanguíneo con el estalinismo es el pensamiento de que quien hoy te quiere, mañana te puede traicionar. Así pues, en las purgas administrativas llevadas a cabo por el secretario general cayeron, claro, Malenkov, Molotov, o Kaganovitch, viejos compañeros de viaje del anterior jefe; pero también cayeron personas relativamente cercanas al nuevo poder, como el mariscal Nikolai Alexandrovitch Bulganin, o Milhail Georgievitch Pervukhin, uno de los padres de la bomba atómica soviética; o Maxsim Zakharovitch Saburov, tres veces jefe del Gosplan; un tipo al que, además, los sovietólogos le deben mucho, puesto que es el primer planificador económico soviético que comenzó a incluir en los informes, no sólo evoluciones porcentuales, sino cifras de volumen, mucho más útiles para los estudios. Su problema es que había sido un hombre de Malenkov, y por eso Khruschev lo emasculó, ganándose un enemigo de por vida.
El problema es que el número de cadáveres que Khruschev iba dejando detrás de sí era tan grande que esos cadáveres, que no lo eran propiamente hablando porque ya no eran los tiempos de las violentas purgas, acabaron juntándose en el Comité Central, del cual casi todos seguían siendo miembros, miembras y miembres, y decidiendo, en una de las reuniones de su Presidium, que irán a por el Seboso Cabrón.
Estamos hablando de finales de los cincuenta. Un momento en el que Khruschev tendría que haber terminado depuesto y, teniendo en cuenta que no habría sido Breznev quien lo sustituyese, la verdad, resulta curioso preguntarse qué habría sido del destino de la URSS en este caso. Sin embargo, el golpe fracasó, y fracasó por el pequeño, pero rocoso, grupo de secretarios del Comité Central, presente en la reunión del Presidium, que no sólo permaneció fiel a los planteamientos de su secretario general sino que supo ganar para él el apoyo de las Fuerzas Armadas, con el argumento de que la seguridad de la nación estaba en peligro. Así las cosas, consiguieron forzar una reunión del Comité Central en pleno. Se trató del pleno más largo de la Historia de la URSS (siete días, del 22 al 29 de junio de 1957); y, en él, Khruschev fue salvado por el grupo de burócratas comunistas que, o bien le debían su puesto y poder al secretario general, o bien reputaban el cambio peor que la estabilidad: Georgiu Zhukov, Ekaterina Futseva, Milhail Suslov, Alexsei Kirichenko, Anastas Mikoyan; y, por supuesto, Leónidas Breznev.
Pero pasaron dos cosas: una, que Khruschev no había dejado de ser un estalinista, cosa que se vio en el corto plazo. Y otra, más de largo plazo, que los conspiradores habían aprendido mucho de sus errores, y no volverían a cometerlos.
El brevemente mencionado Anastás Mikoyan me parece uno de los personajes más interesantes de la "segunda fila" soviética. Pertenecía a lo más granado de la camarilla de Stalin (Siendo armenio, cosa que tiene su mérito en un ambiente rusocéntrico) se manejó para permanecer en la pomada con Khruschev y luego fue parte del golpe que lo derrocó. y llegó a ser presidente del Presídium del Soviet Supremo con Breznev antes de retirarse, por lo que parece de forma voluntaria, otro dato insólito de su biografía. Además, su hermano Artiom fue EL diseñador de aviones soviético y junto con su socio Mijaíl Gurévich fue el creador de los famosos MiG.
ResponderBorrarY autor de unas memorias muy jugosas que cuentan en diez páginas más que Gromiko, por ejemplo, en todas las suyas.
ResponderBorrarSi, para lo que solían ser las memorias típicas de los dirigentes soviéticos (la mayoría de las autobiografías en general, que uno no suele ponerse de prota para quedar mal) las suyas son un prodigio de sinceridad.
ResponderBorrarSegún la hija de Posbrekyshev, su padre quiso llevar un diario, pero nunca se atrevió. Quién sabe, igual lo escribió...
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