viernes, noviembre 05, 2021

Carlos I (9): El avispero milanés

El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion
En busca de un acuerdo
La oportunidad ratisbonense
Si esto no se apaña, caña, caña, caña
Mühlberg
Horas bajas
El turco
Turcos y franceses, franceses y turcos
Los franceses, como siempre, macroneando
Las vicisitudes de una alianza contra natura
La sucesión imperial
El divorcio del rey inglés
El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo
De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide
El largo camino hacia el altar
Papá, yo no me quiero casar Yuste 



En Inglaterra, el rey Enrique VIII se convierte también en un oscuro objeto de deseo de las alianzas francesas. Consciente de la posición en la que se coloca el rey inglés por su voluntad de divorciarse de su mujer española, los franceses comienzan a cortejar al monarca para que, con su actitud, abra una brecha en el bloque formado por el Imperio y el Papado. En el otoño de 1532, Enrique y Francisco se encuentran en Boulogne; fue muy comentado el hecho de que el rey inglés acudiese acompañado por Ana Bolena; Francisco, en un gesto estudiado para escenificar su aprobación del cambio en la familia real inglesa, aprovechó que su mujer, Eleanora, no estaba con él, para abrir el baile en su compañía. A finales del año siguiente, 1533, en paralelo al proceso de perfeccionamiento de las negociaciones entre París y Estambul, el segundo hijo del rey francés, Enrique, entonces duque de Orléans y futuro rey Enrique II, se casa con la sobrina del Papa, Francisquita Catalina de Medicis, en un matrimonio que se celebró en Marsella y a la que el ilustre tío Ariel asistió. Clemente VII, claramente, quería demostrar que no tenía ningún entusiasmo por cumplir las promesas que le había hecho a Carlos, tanto de ayudarle en la lucha contra el Turco como de convocar un concilio para abordar la reforma de la Iglesia.

Para el emperador, obviamente, todos estos síntomas no eran ni casuales ni carecían de importancia. De hecho, Carlos estaba haciendo esfuerzos para llegar a algún tipo de acuerdo con el rey francés, aunque la cosa estaba difícil puesto que casi todas las hipótesis pasaban, de modo bastante lógico, por el reconocimiento explícito de su poder.

Estaba, por ejemplo, el problema de Milán. En la rica ciudad italiana, bajo poder imperial, gobernaba Francisco Sforza por delegación carlina. Francisco, sin embargo, consideraba que la plaza se le debía a su segundo hijo, Enrique, puesto que, al haber casado éste con una Medicis, se convertía en heredero de Valentina Visconti. Estratégicamente hablando, además, Carlos sabía que ceder Milán a un poder que no le estuviese sometido colocaba inmediatamente en peligro Nápoles, un reino que controlaba merced a la complicidad, espontánea o forzada, de Roma; complicidad que, si Francia sentaba sus reales en la península controlando un ducado tan importante como el milanés, podría ser rápidamente revisado.

En el otro fiel de la balanza estaba el hecho de que Carlos necesitaba la paz con Francia; en realidad, necesitaba algo más, verdaderamente complejo: que Francisco, en lugar de hacerse pajillas con los turcos, aceptase coligarse con el Imperio para atacarlos. Así las cosas, Carlos le hizo una oferta a Enrique, el duque de Orléans y, como hemos dicho, segundo hijo del rey Paco, consistente en una jugosa pensión garantizada con los ingresos fiscales de Milán; además, propuso el matrimonio del Delfín con una de sus hijas, así como el matrimonio de Felipe, su hijo, con alguna princesa francesa. Sugería, además, que el tercero hijo del rey, el duque de Angulema, se casase con María, la hija de Enrique VIII fisanchips.

Como suele pasar, la expresión de cierta proclividad hacia el acuerdo fue rápidamente interpretada en el otro lado como debilidad y tuvo, por lo tanto, la consecuencia de elevar las pretensiones francesas: Francisco dejó claro que no sólo quería Milán, sino también Génova y Asti. Las negociaciones se intensificaron, pero Francisco dejó claro que sólo renunciaría a Milán a cambio de que se le cediesen Florencia y el Franco Condado. Para entonces, ambas partes: Francia y el Imperio (más Borgoña, más España) estaban embarcados en algo que fácilmente se puede denominar una carrera de armamentos.

De hecho, a los franceses les inquietaba sobremanera la fuerte concentración naval que Carlos estaba haciendo en el puerto de Barcelona. Hasta mayo de 1565, los franceses creyeron que aquella armada se estaba montando para atacar algún objetivo francés en el Mediterráneo; en dicha fecha, sin embargo, ya tuvieron conocimiento de que el objetivo era Túnez.

Yo creo que el emperador y rey de las Españas tenía como una de sus principales intenciones dar un golpe en la mesa que afirmase su liderazgo en defensa del cristianismo y la fe católica. En el verano de 1535, cuando se planteó la posibilidad de la invasión de Túnez, consiguió buena parte de este efecto. El gesto incluso impresionó a Pablo III, el inquilino del Vaticano, que lo era desde octubre de 1534, tras la muerte de Clemente VII.

En noviembre de 1535, conforme Carlos hacía la ruta desde Messina a Nápoles, tuvo una visita de Paquirrín, o sea el hijo de Francisquito, Pierluigi Farnesio. El churumbel Farnesio llevaba instrucciones claras de su padre el cura en el sentido de sondear las ideas y situación sicológica del emperador, de causarle una excelente impresión y de tratar de no encular niños como tenía por costumbre. La embajada no salió demasiado bien, puesto que al emperador el farnesito no le dio ni frío ni calor.

En medio de todo este montaje, el 1 de noviembre de 1535, de forma inesperada, Paco Sforza la roscó en Milán. De forma, repito, inesperada, el problema milanés se intensificó de nuevo, y Carlos, puesto que ya no tenía cerca de sí a asesores del "no es no" italiano como Gattinara, comenzó a pensar en la posibilidad de ceder la plaza en el marco de negociaciones más importantes. Sin embargo, en la visión de Carlos el hecho de que el duque de Orléans hubiese desposado una Medicis lo dejaba completamente fuera de juego, puesto que poner Milán en la órbita de la famosa familia de banqueros florentinos podría suponer desequilibrar de una forma súbita el frágil equilibrio de fuerzas en la península italiana. El candidato debía ser el duque de Angulema, siempre y cuando se casara con Cristina, sobrina de Carlos y duquesa viuda de Milán. La otra opción era cederle el ducado al hermano de Carlos, Fernando; un movimiento que podría traer la guerra. En París, por su parte, se temía que el ducado le fuese entregado a Carlos III de Saboya, duque de ídem, para así profundizar el aislamiento de Francia.

Estos temores eran muy fuertes en París, y justifican que el taimado rey Francisco tuviese un interés especial en no permitir que los reproches de su hijo el duque de Orléans fuesen a más y se pudiera producir algún tipo de acercamiento respecto del Imperio. Por ello, el rey francés, consciente de que Europa había recibido con muy buenos ojos la expedición tunecina, pues entre otras cosas muchas personas consideraban que después de Túnez llegaría Constantinopla, ofreció su ayuda; un gesto que es pura diplomacia francesa en esencia pues, como sabemos, el mismo rey que se estaba ofreciendo para atacar a los turcos estaba, en ese mismo momento, negociando una alianza con los mismos; y a ambas cosas se habría aplicado, de necesitarlo, con la furia del converso. Pues a la diplomacia francesa, labrada al fin y al cabo casi a imagen y semejanza de la vaticana, de toda la vida le ha sudado el pene ocho que ochenta, o Juana que su hermana.

Francisco sabía que Carlos, de una forma un tanto optimista, creía llegado el momento de echar al Turco de Europa. Por eso pensaba que podía ser sensible a sus cucamonas mientras él, en paralelo, no sólo negociaba con la Sublime Puerta, sino que también negociaba con Venecia una alianza antiimperial, puesto que ahora contaba con la posibilidad de presionar insinuando un ataque turco a los intereses de la República.

Carlos tampoco estaba quieto. El emperador no era tan tonto como para creer que las ofertas e intenciones expresadas formalmente por el rey francés fuesen ciertas. Carlos sabía que Francisco lo estaba macroneando, y pensaba que su respuesta tenía que ser ganarse al caliginoso Pablo III. La idea de Carlos era conseguir de Roma un pacto de largo plazo, que incluso vinculase a los futuros sucesores de Pol (ja) en contra de los infieles y los herejes; pacto que, sin embargo, Carlos seguía pensando que tenía que pivotar alrededor de la celebración de un concilio. La visión del emperador era clara: el campeón de la catolicidad no podía librar dos guerras a la vez. O luchaba contra la Reforma, o luchaba contra el Turco; menos aun teniendo en cuenta que la segunda gran referencia católica, es decir Francia, jugaba sus cartas y, por lo tanto, no era de fiar. En ese entorno, la idea de Carlos era resolver el tema de los musulmanes en el campo de batalla, y el de los reformados en los despachos. Probablemente pensaba, además, que el conflicto de los husitas, al fin y al cabo, trazaba con bastante claridad el camino posible.

Pablo III, sin embargo, no podía decirle que sí. En primer lugar, como ya he analizado en mis notas sobre Trento, porque el Sumo Francisquito no tenía, ni tiene, absolutamente nada que ganar en un concilio abierto que, además, se vea de alguna manera presidido por la idea del regreso de la Iglesia a sus primeras esencias. Esto es así porque las primeras esencias de la Iglesia nos hablan de una asamblea de creyentes cuya principal institución es el obispado; de modo y forma que el Francisquito es, como mucho muchorum, un primus inter pares. El Papa no podía convocar el concilio que la cristiandad estaba pidiendo; si ya estaba frenando el virus protestante en Italia a base de levantar una Inquisición al lado de la cual la española parece el club de fans del padre Ángel, como se le ocurriese convocar a los teólogos de media Europa, unos tipos que iban por la calle diciendo que no es obedeciendo al cura con las chorradas que te ordene como te vas a salvar (mientras de paso lo riegas de pasta), tenía las de perder.

Geopolíticamente hablando, además, Pablo sabía que la mejor forma de conservar su momio era manteniendo la neutralidad entre el Vaticano y el Imperio. Los papas renacentistas, si no habían aprendido cosas antes, las aprendieron con el saco de Roma. Eso que llamamos Renacimiento había asistido al nacimiento de estructuras estatales (dejemos la discusión de si eran naciones o no lo eran para los diletantes, los licenciados en Historia más o menos perdidos y los historiógrafos de nota al pie) muchísimo más fuertes que sus antecesores. Durante eso que llamamos la Edad Media, un Papa amenazado por un rey siempre podía llamar en su auxilio a algún espadón feudal que, incluso, podría ser más poderoso que el agresor. Pero eso se había terminado. Ahora los reyes y los emperadores eran cachoburros que se paseaban por Europa con brigadas de lanzamisiles; y, lo que es más importante, habían demostrado que, en un momento dado, no tenían reparo alguno en dispararlos sobre la cúpula de San Pedro. El inquilino del Vaticano, pues, ya no podía significarse tan fácilmente.

A finales de febrero de 1536, un ejército francés ocupó la Bresse, territorio encuadrado en la comunidad autónoma del ducado de Saboya. Con esa base ya en la buchaca, los franceses cruzaron los Alpes y tomaron Turín, amenazando, pues, con hacerse con Milán por la vía de los hechos, que es la vía que siempre les ha gustado más, cosa en la que se parecen mucho a los ingleses.

Ante esa situación, Carlos siguió defendiendo su solución: Milán sería para el duque de Angulema, siempre y cuando los franceses se marchasen del Piamonte; y trató de buscar la aquiescencia francisquital; de hecho, sin embargo, instruye a Granvela para que lleve a cabo algunos contactos para sondear la posibilidad de que el ducado sea finalmente entregado al duque de Orléans bajo algunas condiciones.

Carlos llega a Roma el 5 de abril y mantiene diversas conservaciones con Pablo III, en las que parece que el Francisquito se comprometió a convocar un concilio en 1537. El lunes de Pascua, 17 de abril, en presencia de toda la Curia y del cuerpo diplomático (también los gabachos), Carlos pronuncia un discurso en español delante del Papa, en el que le pide que haga esfuerzos para conseguir un acuerdo con los franceses y que eche una mano en el tema de los islamitas. El Papa no le hizo ni puto caso, básicamente.

Así las cosas, Carlos decide dar un paso más y dirigirse, mediante sus emisarios, al rey de París, al que ofrece tres alternativas de salida para el tema. La primera, firmar la paz sobre la base de que Milán sea para el duque de Angulema; segunda, ir la guerra, debilitar a Europa y permitir con ello la entrada de los turcos hasta Finisterre; tercera, un combate singular entre ambos monarcas, sobre la base de un preacuerdo en el sentido de que, cualquiera que fuese el resultado del embroque, el Imperio y Francia se unirían contra el Turco bajo el mando del ganador. Todo ello, arbitrado por el de siempre (el cura Ariel).

El Papa, cuando supo de esta oferta, se escandalizó, yo diría que formalmente, por el hecho de que se hubiese hecho la oferta de un duelo con su intervención. Esto es una chorrada; la verdad, que un pontífice renacentista (en realidad, incluso uno del siglo XXI) se diga escandalizado por un gesto que propende a la violencia, no mueve más que a la sonrisa piadosa y al silencio educado; mejor silencio, digo, porque no hay horas en el día para recordarle a cura Ariel todas las veces en las que él mismo, y por supuesto sus antecesores, se ha quedado calladitos mientras en algún rincón del mundo alguien le aplastaba a alguien la cabeza. Lo cierto, sin embargo, es que formalmente este gesto, por mucho que Carlos argumentó que el derramamiento de la sangre de uno no buscaba sino evitar el de miles y miles de europeos, le sirvió al Francisquito para negarse a mediar entre el Imperio y París, que era lo que quería.

De esta manera, la guerra parecía inevitable. Y Carlos, por primera vez, no estaba en condiciones de pensar que podía salir ganador del enfrentamiento. Eso sí, una de las cosas en las que los hombres de Estado, los gobernantes, no se parecen al común de los mortales, es que en este tipo de situaciones, situaciones en las que la mayoría de nosotros nos achantaríamos, ellos se crecen. En el momento en que todo está perdido, para muchos suena la hora de ir hasta donde nadie imaginaría que irían.

Había llegado el momento de ser temerario.

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