miércoles, junio 24, 2020

La Baader-Meinhof (17: bajo minimos)


El 19 de diciembre, toda la banda se reunió para esparragar un rato. Ruhland habría que recordar que él e Isle Stachowiack fueron los únicos que llevaron algo (una botella grande de Coca-cola y otra de coñá), pero que la mercancía fue rápidamente mutualizada, lo cual quiere decir que, como suele ocurrir, los que no habían llevado una mierda fueron los que más libaron. En esa reunión, Andreas les dijo que la banda tenía que consolidarse; tenía que ser capaz de tener más pisos francos, más medios. Más pasta. El discurso era optimista, porque estaba convencido de que iban a poder conseguirla a base de palos a bancos. Gudrun Ensslin, de hecho, dijo que, si se ponían a ello, el botín no bajaría de medio millón de marcos (para poder contextualizar el objetivo, cabe recordar que, poco tiempo antes, el matrimonio Röhl-Meinhof se había endeudado en 150.000 marcos para comprarse una casa pituca en un barrio pijo).

Al día siguiente, 20, Ruhland se metió en un coche con Beate Sturm, Jansen, y un tipo al que Jansen presentó como un amigo suyo. Iban a Oberhausen a robar coches; pero no llegaron, porque la policía los paró. Iba conduciendo Ruhland, y por eso fue a él a quien la policía le pidió la documentación y toda la pesca. El mecánico les entregó sus papeles falsos y el policía le solicitó que lo acompañase al coche policial mientras se hacían las comprobaciones. Allí hubo algo que no fue bien; tal vez la falsificación era un poco defectuosa, porque el caso es que los policías, a vuelta de radio, se mosquearon. Entonces le dijeron a Ruhland que les acompañase a la comisaría, a lo que el mecánico contestó que vale, pero que quería recuperar las llaves de su coche. Así las cosas, un policía le acompañó hasta el vehículo y Ruhland, cuando llegó a la altura del vehículo, le susurró a sus compañeros, en términos hispanos: “¡Agua!”

Los otros tres aprovecharon el retorno al coche de policía para salir del coche y quitarse de en medio.

En realidad, para Ruhland aquel inocente acto policial había sido un acto de cierta justicia poética. Había pasado la noche anterior lamiéndose los recuerdos de sus orgasmos, durmiendo apiñado en el salón del apartamento, mientras que Ulrike y Raspe se habían cogido un dormitorio para ellos solos (para ser exactos, los únicos que durmieron no apelotonados fueron: Rana y Raspe y, por supuesto, Andreas y Gudrun; porque la revolución, insisto, siempre ha tenido sus niveles). Además, él había entrado en la banda por la pasta; pero para entonces ya tenía clarinete que repartos como el realizado por Mahler tras el atraco combinado a los bancos sería la norma, y que aquellos tipos, en corto, no le iban a hacer rico. Quería dejar la banda, y aquélla era una ocasión color esperanza. Desde las primeras adquisiciones exitosas de armas, Ruhland iba siempre armado, así pues se apresuró a informar a los policías de que alguna cosa dura que se podía apreciar en su pantalón no era, precisamente, producto de que el cacheo lo estuviera poniendo cachondo.

Beate Sturm, por su parte, tomó un taxi junto con el amigo de Jansen. Ella misma tomaría muy pronto la decisión de dejar la banda; al parecer, estaba en ella porque quería vivir una experiencia como de peli americana, lo cual sugiere que muy lista no era. Había llegado a la banda a través de su amistad con Holger Meins, Isle Stachowiak y un compañero de su misma facultad, Ulrich Scholtze. Pero ahora se había desengañado. Prácticamente horas antes del arresto de Ruhland, le había confesado a éste sus intenciones de marcharse de la banda, a lo que el mecánico le contestó que ésa era también su idea. Muy probablemente, el arresto le sirvió de acicate.

Al día siguiente de todo aquello, fueron Ulrike y Raspe los que aparecieron excitados porque los había parado la policía. Ulrike, probablemente, no se fió de su identidad falsa, porque el caso es que, cuando le dio a los policías dicha documentación, salió corriendo. Por lo tanto, si la policía sospechaba que la persona que había hecho tal cosa era Ulrike Meinhof, ahora sabía cuál era el aspecto que tenía últimamente.

La policía estaba cerca. En las semanas siguientes, interrogó a varios de los propietarios de pisos donde habían estado miembros de la banda.  Su presión dio resultado, pues Jansen y Scholtze fueron arrestados en Nuremberg, poco después de que intentaran robar un coche. El dueño les vio intentando arrancar el coche y, aunque ellos intentaron huir, no lo consiguieron. Aquel suceso cambió totalmente los planes de la pequeña célula que se había desplazado a la ciudad, formada por los dos detenidos, Ulrike Meinhof, Proll, Meins y Beate Sturm. Todos ellos planeaban robar algún banco en la ciudad. Ahora, Ulrike telefoneó a Baader para informarle del arresto, a lo que el jefe de la banda le contestó que en Frankfurt las cosas no iban mucho mejor; él había tenido otro accidente.

A Ulrich Scholtze lo soltaron bajo fianza, y Baader le ordenó a Beate, que como he dicho era compañera suya de facultad, para que contactase con él y le exigiese su continuidad en la banda. O eso, o que devolviera los mil marcos que se le habían dado para financiar el palo de Nuremberg. Cuando Beate se entrevistó con su compañero, el día 30 de diciembre, estaba en casa de su madre y le juró que jamás volvería a hacer algo ilegal. Ahora, dijo, sus estudios eran lo primero.

La banda, sorprendentemente, se reunió en Stuttgart para celebrar la Navidad. Tras pasar las fiestas como unos burgueses más, Astrid Proll propuso que se planteasen algún atraco de bancos en Kassel, su ciudad natal. Todos estuvieron de acuerdo, así pues se desplazaron allí y comenzaron a vigilar algunos bancos; la principal labor, en este sentido, fue realizada por una Beate Sturm cada día menos motivada. El probable último empujón que recibió Beate para dejar a la Baader-Meinhof se produjo una madrugada en la que Ulrike Meinhof la despertó y le arreó una brasa de la hostia, en la que, básicamente, la acusó de tener poca motivación política. Al día siguiente, la políticamente desmotivada Beate llamó a su madre y le dijo que quería irse a casa.

Finalmente, la banda realizó dos robos de bancos en Kassel el mismo día, 15 de enero de 1971; con un botín de unos 115.000 marcos.

Que la policía sabía lo que se hacía lo demuestra que, como respuesta a los atracos, realizó registros en apartamentos de Gelsenkirchen, Frankfurt, Hamburgo y Bremen; registros, todos ellos, muy bien tirados.

Y tan bien tirados. El 2 de febrero, el presunto traidor y membrillo Hans Jürgen Bäcker fue arrestado por la policía. El 12 de abril, la que cayó fue Ilse Stachowiak en una estación de Frankfurt, después de que un policía la reconociese de uno de los muchos carteles que entonces empapelaban Alemania con los retratos de la banda. Finalmente, el 6 de mayo, un fontanero vio a una mujer en un coche que le pareció Astrid Proll, y avisó a la policía. La policía la siguió y, aunque ella intentó escapar, la trincaron antes de que pudiera hacer uso de su arma. Para entonces, la policía tenía sólidas sospechas de que Proll había participado en la huida de Baader.

En llegando la primavera de 1971, la RAF, que contaba aproximadamente un año de existencia, había perdido ya catorce de sus miembros: Homann, quien ya no estaba en la banda aunque aún se escondía de la policía; Mahler, Görgens, Schubert, Berberich, Asdonk, Ruhland, Gusdat (que había sido arrestado en diciembre de 1970), Sturm, Bäcker, Jansen Scholtze, Stachowiak y Proll. Esto, en todo caso, no era sino la cabeza del cometa. La policía, en realidad, hizo muchas víctimas más entre el abirragado colectivo de ayudantes de los terroristas, las gentes que les habían prestado sus casas o les habían servido de correos. Entre éstos, la verdad, hubo de todo: desde personas que se mostraron muy orgullosas de haber ayudado a la Fracción del Ejército Rojo porque la consideraban la vanguardia del progresismo mundial, hasta personas que se hicieron los orejas y pretendieron convencer al mundo de que le habían dejado sus casas a grupos de tres, cuatro, siete o más personas a las que no conocían de nada. Muy particularmente, teniendo en cuenta que Ulrike Meinhof había sido la más intensa buscadora de contactos en la RFA, fueron pequeña legión los declarantes que juraron que nunca supieron que aquella persona era Ulrike Meinhof. No pocos de ellos perdieron sus curros y su reputación por el camino, claro.

En ese momento, la banda estaba formada sólo por ocho miembros: Baader, Ensslin, Meinhof, Raspe, Herzog, Meins, Grashof y Schelm. Había que ampliar la nómina.

Pero hagamos un alto en el camino para atender a los más sensibles de entre vosotros, que, tal vez, os estéis preguntando: pero si Ulrike Meinhof estaba dándose de barrigazos clandestinos por las ciudades de la RFA e ítem más, no quería que su marido se ocupase de sus hijas, ¿dónde estaban las niñas?

La respuesta es: su madre había decidido que sus hijas, de siete años entonces, cambiasen de aires. En realidad, que cambiasen mucho de aires. Sabido es que una de las pulsiones más habituales en el ser humano es tratar de hacer que los hijos repitan las mierdas de los padres. Cuando un padre, o una madre, no es lo suficientemente humilde como para reconocer y reconocerse que lo que piensa, lo que hace, su oficio, su ideología o sus aficiones, no tienen por qué ser los mejores del mundo, se dedica, sistemáticamente, a inculcárselos a su hijo de una forma un tanto totalitaria. Así que ahí tenemos a los niños que tienen que montar a caballo porque su madre es una jodida amazona de los cojones (o nunca lo pudo ser y está estúpidamente traumatizada porque los caballos no la aman); los que se tienen que tragar las misas que sólo sus padres aguantan; o los que van a las manifas que les molan a sus papis.

UIrike Meinhof, como buena revolucionaria, no estaba dispuesta a admitir que lo bueno para sus hijas fuese otra cosa que la vida de revolucionarias. Y, por eso, les recetó droga dura de Revolución: serían llevadas, mediante intrincados caminos, al mismo campo de entrenamiento jordano donde había estado ella, para recibir la misma formación que recibió ella.

El plan para desplazarlas pasaba por mandarlas a Sicilia, a cargo de un conocido filántropo; quien, después de dos semanas, le entregaría las niñas a una pareja de hippies alemanes, que las llevarían a un campo en Palermo, construido en su día para víctimas sin hogar de las erupciones volcánicas, que entonces no tenía inquilinos.

Mientras ocurría eso, obviamente, el padre de las niñas las estaba buscando. Röhl tenía muy claro que era Ulrike quien mecía la cuna de sus hijas, y por eso trató de convencer a Renate Riemeck de que se pusiera en contacto con ella y le ofreciese dejar que las niñas estuviesen con su abuelastra, a cambio del compromiso firme por parte del padre de que no intentaría llevárselas. Riemeck estuvo de acuerdo, pero lo cierto es que el mensaje que le mandó a su hija putativa nunca obtuvo respuesta; tampoco hay constancia de que Ulrike lo recibiera, en realidad.

Así las cosas, Röhl tuvo claro que no le quedaba otra que jugar la baza legal e ir a los tribunales para reclamar la custodia legal de sus hijas. Evidentemente, los jueces se la dieron; siendo su madre una persona perseguida y huida de la Justicia, no parece que la cuestión presentase mucha discusión, aunque seguro que en España podemos encontrar más de una Señoría, y toneladas de tontólogos tuiteros, que dirían lo contrario. Con su derecho bajo el brazo, Röhl se hizo un Pedro Sánchez, y se dedicó a conducir por toda Alemania, publicitando el retrato de sus hijas con la esperanza de que alguien las hubiera visto.

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