Historias de España se va de vacaciones. Pero volverá. Y, de hecho, espera que volváis también vosotros. Así pues, para estimularos el regreso, aquí os dejo la primera toma de la serie que desplegaremos ya en septiembre. Para abrir boca. Franco y Dios. Choque de trenes.
Que descanséis a tope.
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Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.
El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva
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Una negociación imposible
Los comienzos de una relación más jodida de lo que parece
Los primeros problemas
Monseñor Antoniutti, en España
Casi un acuerdo; casi...
Un acercamiento formal
Posiciones enfrentadas
Aquel agosto que el Generalísimo decidió matar a los curas de hambre
La tarde que el cardenal Pacelli se quedó sin palabras
O el cardenal no sabe tomar notas, o el general miente como una perra
Monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco
La pregunta: “¿qué tal se llevó el general Franco con la
Iglesia?”, provocaría, supongo, una respuesta unánime: de puta madre. De hecho,
la inmensa mayoría de las personas que conozco concibe el franquismo como una
alianza básica entre el general, el ejército y la Iglesia, consolidada desde el
momento en que ésta última redactó una
pastoral colectiva en la que calificaba la guerra civil de cruzada
en defensa de la religión. La verdad, sin dejar de negar en esencia buena parte
de estos argumentos e impresiones, es que ni tanto, ni tan calvo.
Franco tuvo problemas con la Iglesia. Vaya si los tuvo. Los
tuvo cuando instó la pastoral colectiva. Los tendría durante los largos años de
su mandato, con escenas como la de diciembre de 1956, cuando los obispos se
presentaron en El Pardo a decirle que si seguía dándole cuerda a Falange, se
fuera olvidando de ellos. Y los tuvo al final de su vida, cuando los curas se
volvieron rojos, o nacionalistas, o ambas cosas. A Franco le alfombraban la
entrada a las catedrales, pero no era oropel todo lo que había. Y,
probablemente, ningún momento fue más complejo que el momento que pretendo
describir en estas notas, que he titulado Franco
y Dios: el momento en el que el general, ya garantizado el pleno
control de España, se aplicó a negociar un Concordato con la Santa Sede, esto
es, a acordar con el Vaticano la forma en la que ambos Estados se
relacionarían.
Franco pensaba, o yo creo que pensó en un primer momento,
que la cosa era relativamente fácil. Había posibles para la transacción. La
Iglesia católica estaba interesada en controlar la educación y, en general, la
vida moral del país; eso era algo que Franco estaba dispuesto a concederle.
Pero, ¿quería algo a cambio Franco? Aquí es donde fallan los análisis
excesivamente superficiales; porque Franco, efectivamente, quería algo, algo de
gran importancia para él. Franco quería que la Iglesia le reconociese un
derecho secular, y ese deseo tenía un motivo muy concreto.
Ese derecho secular se llama Patronato Real y es un
privilegio concedido por los Papas a determinados gobernantes y, entre ellos, a
los reyes españoles desde los que, no por casualidad, se llamaron católicos. El
Papa tenía dos razones de mucha enjundia para privilegiar a los reyes
españoles, muy particularmente los castellanos: por un lado, la estrecha
solidaridad existente entre la corona y la tiara ante la misión común de echar
al islamita de la península; eso que, con los siglos, acabó llamándose
Reconquista, y que ahora los nuevos vientos historiográficos están tan
empeñados en convencernos de que nunca existió. El segundo de los argumentos
tiene que ver, o por lo menos yo lo creo así, con el
Cisma. El cisma de occidente fue una situación en la que Roma le vio
las orejas al lobo, uno; y, dos, Castilla, Aragón en menor medida, saborearon
las mieles de tener unos obispos nacionales,
de alguna manera controlados desde la Corte. La combinación de este último
hecho y del primero, con la extremada necesidad que desarrolló el Vaticano
hacia los esforzados cristianos españoles, llevó a los Papas a convencerse de
que lo prudente era dar sedal. Consecuentemente, a través de la institución del
Patronato Real, los reyes católicos, puesto que eran católicos y de confianza,
recibieron el derecho de nombrar obispos; derecho que, en otras latitudes, pudo
ser ligeramente distinto, por el ejemplo el derecho a proponerlos, o el derecho
a conocer los candidatos.
Los reyes españoles siempre tuvieron en muy alta estima el
Patronato Real. En un país como España, en el que una buena diócesis era más
valiosa que mandar sobre cuarenta mil infantes (y a veces suponía ambas cosas,
de hecho), en la Corte siempre tuvieron claro que el Espíritu Santo es muy
volátil a la hora de iluminar a los miembros del Cónclave. A pesar de la honda
solidaridad entre España y el Vaticano, Papas en la Historia que no se hayan
llevado bien con el rey de España ha habido muchos; y esto es algo que pueden
atestiguar, sin ir más lejos, algunos de los más católicos de nuestros reyes,
como Carlos de Habsburgo y su hijo Felipe, los monarcas que hubieron de comerse
el marrón de Trento.
Por esa razón, los reyes españoles (y no fueron los únicos) siempre le dejaron
claro a los legados pontificios que Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da, no se
quita.
El interés por nombrar obispos propios, que puede parecer un
interés propio de eso que llamamos la Edad Moderna, permanecía incólume en el
cerebro del general Francisco Franco Bahamonde. El Generalísimo de los
Ejércitos y jefe del Estado español también quería tener ese mismo derecho, y
por razones que, en esencia, eran las mismas que las que habían animado los
deseos de los pretéritos reyes de España. Un obispo es una cosa muy seria, y
muy importante. Tiene una importante capacidad de influencia, sobre todo si su
sede es importante; y, si las cosas se ponen mal en la Iglesia, siempre puede
sacar a pasear el agrio debate de Trento y otros concilios anteriores, en los
cuales se recordó hasta la saciedad que son los obispos quienes son nombrados
por Dios, mientras que el Papa no es sino aquél a quien eligen esos obispos
Premium que llamamos cardenales. Los obispos, pues, tienen una gran capacidad,
presente y potencial, de mando en la Iglesia. Y son, además, la Iglesia, en mucha mayor medida en que lo es un
Papa. Los Papas, ya veis para qué sirven: Juan XXIII y Pablo VI impulsaron, en
el Vaticano II, la modernización de la Iglesia, pero no pudieron evitar que
rincones enormes de la misma siguieran instalados en los sentimientos más
ultramontanos; Juan Pablo II fue un Papa radicalmente conservador, a cuyos pies
se desarrollaron decenas de teólogos y obispos más o menos cercanos a la
Teología de la Liberación y movimientos parecidos.
Franco sabía que, si podía nombrar obispos, podría petar la
Conferencia Episcopal de falangistas. Inmediatamente después de terminada la
guerra, cuando todavía quedaban como quince años para que terminase
desilusionándose de la formación política que le había dado su apoyo
incondicional, Franco, que era consciente, sobre todo a través de la
experiencia del cardenal Vidal i Barraquer (del que volveremos a hablar) de lo
dañino que puede llegar a ser un obispo al que no le caes bien, de que dejar
que en una sede se nombre un obispo contrario es como dejarte una chincheta en
el zapato de por vida, quería evitar eso. Muy particularmente, el jefe del
Estado quería extirpar, de cuajo, el cáncer vasco. Sabía que la clase
sacerdotal vasca estaba con los nacionalistas, y que lo seguiría estando en la
España del Nuevo Amanecer, aprovechando sobre todo los privilegios procesales
concedidos a los miembros del clero. Franco quería obispos vascos o, mejor,
obispos en el País Vasco, que elaborasen encendidas homilías anatematizando el
pecado mortal de la ciega sedición. Quería hombres que le dijesen a la grey
euskaldún que creer en los derechos del pueblo vasco era torcer el brazo de
Dios, y que acabarían pagándolo en la otra vida. Quería negarle el rosario a
los fueros. Y para todo eso necesitaba el Patronato Real.
El general, sin embargo, tenía dos problemas: uno, que el
Patronato Real es un privilegio concedido a
los reyes de España; pero él no era de sangre real. Otro, que la II
República, tan
ciega y estúpida en cuestiones religiosas, desde luego no se había
preocupado demasiado por aquella movida; no había hecho movimiento alguno por
tener una paz concordataria con el Vaticano y, consecuentemente, había abierto
un hiato en la Historia de las relaciones entre Iglesia y Estado español que
ahora no era tan fácil de solventar.
De cómo se desplegaron las negociaciones para intentar
resolver este problema es de lo que van estas notas.
En efecto, como acabo de decir, le gustase o no le gustase,
que la verdad es que no mucho, el general Franco, cautivo y desarmado el
ejército rojo, heredó, automáticamente, la mierdera posición en la que la
República había dejado las relaciones entre España y la Iglesia.
Las cosas, como ha hemos contado o insinuado en otros
sitios, no tendrían que haber sido así, o tan así. El 24 de abril de 1931, diez
días después de la festiva jornada que cambio de régimen, monseñor Federico
Tedeschini, entonces nuncio papal en España, le envió una circular a los
obispos españoles en la que les recomendaba aceptar el nuevo régimen sin
alharacas. Los obispos obedecieron, algunos a su manera. Muy especialmente, el
fogoso cardenal Pedro Segura, que no era cualquiera pues al estar al frente de
la sede toledana era el primado de España, hizo público, aquel 1 de mayo, una
carta pastoral en la que exhortaba a los católicos a unirse en defensa del
orden social y de los derechos de la religión. Hasta ahí bien pues,
básicamente, Segura no hacía otra cosa que seguir las instrucciones que había
recibido de Roma: un discurso comedido, pero firme en sus principios. Sin
embargo, no pudo evitar el monseñor incluir en su pastoral un emocionado
recuerdo a Alfonso XIII, a quien alababa por haber sabido conservar la fe de
sus mayores. La referencia fue vista por los republicanos como una provocación.
El día 10 de mayo, con la connivencia del nuncio, que seguía
buscando puntos de acuerdo, Segura salió de España. Regresado a España, el
ministro Miguel Maura lo expulsó del país el 15 de junio. De alguna manera, la
República nunca se recuperaría ante elementos importantísimos de la opinión
pública internacional por la combinación entre la quema de iglesias y la
expulsión de Segura. Pero lo más importante que ocurrió en ese conflicto, a
largo plazo, fue que Roma claudicó ante las exigencias del gobierno Azaña y,
consiguientemente, aceptó que su primado saliera del país. Un fatal error que
le costaría caro años después, cuando intentase obtener del general el regreso
a España del cardenal Vidal i Barraquer, y el general les contestase: lo que
valió para la República, no menos va a valer para mí, que encima soy de vuestra
cuerda.
El 14 de septiembre de 1931, como digo mediando una
claudicación evidente, Tedeschini aceptó reunirse con Niceto Alcalá Zamora y
con Fernando de los Rios (socialista, ministro de Justicia) con la sola
compañía de Vidal i Barraquer. La iglesia estaba muy preocupada por la inminente
discusión de la Constitución republicana, y por ello quería arrancar algún tipo
de acuerdo. Las partes, efectivamente, acordaron reconocer la personalidad
jurídica de la Iglesia, el reconocimiento de la libertad de enseñanza, la
libertad de las órdenes religiosas y el presupuesto de culto y clero. Alcalá
Zamora y Fernando de los Ríos discreparon sobre la mejor forma de apañar esos
acuerdos, y probablemente ambos pensaban de diferentes maneras porque ambos
tenían la misma información sobre cómo se iba a desempeñar la República en la
cuestión religiosa. Alcalá, que era católico y quería evitar el enfrentamiento,
era partidario de que ambas partes firmasen un Concordato, ya. Fernando de los
Ríos, más proclive a las tendencias en la República que presionaban en favor de
un laicismo radical, prefería que sólo se llegase a un acuerdo más informal de
convivencia; lo que normalmente se conoce como un modus vivendi. Alcalá y De los Ríos, asimismo, discrepaban en el
tratamiento que habría que darle al tema del divorcio.
Cuatro días después, una comisión de metropolitanos visitó a
Alcalá, quien, de nuevo, les dio seguridades sobre la consecución de un acuerdo
en los temas principales (¿cuáles? ¡La pasta, por supuesto!) Como respuesta a
este buen rollito, el Papa Pío XI adscribió al cardenal Segura a la Curia
romana, en una señal sin ambages de que no volvería.
Sin embargo, Fernando de los Ríos incumplió el pacto. El
debate constitucional pronto derivó hacia posiciones muy alejadas de lo que se
le había prometido a Tedeschini y Vidal. La República, bajo la influencia de un
ministro de Justicia poco resolutivo en estos temas, un primer ministro
convencido de que un país puede dejar de ser católico porque una ley lo diga, y
unas izquierdas que, no pocas veces, se tomaban todo aquello con un neto ánimo
revanchista, decidieron, por decirlo mal y pronto, que la Iglesia no tenía ni
media hostia.
Deseando leer el resto. Buenas vacaciones.
ResponderBorrar¡Hasta la vuelta!
ResponderBorrarQue vayan bien esas vacaciones. Aquí me encontrará a su vuelta.
ResponderBorrarEn todo caso, esta serie se debería llamar "Franco y la Iglesia", la relación de una persona con Dios es otra cosa.
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