El hijo del césar de Occidente.
Augusto, o tal vez no
La conferencia de Carnutum
Puente Milvio
El Edicto de Milán
La polémica donatista
Arrio
En el 328, las muchas diferencias en el seno de la Iglesia cristiana hicieron
necesario un nuevo concilio, esta vez en Antioquía. El partido lo
ganó quien probablemente lo convocó, esto es Eusebio, con la
condena de Eustacio. La cosa no fue nada edificante, ya que los dos
Eusebios (el de Cesarea y el de Nicomedia) montaron eso que se llama
una campaña de desprestigio de Eustacio, al que acusaron de
acostarse con putas. De hecho, en el concilio se habló del
testimonio de una de ellas, quien afirmaba que había tenido un hijo
del obispo; afirmación de la que al parecer se desdijo luego.
El mismo año del concilio de Antioquía la cascó
Alejandro de Alejandría, el cacofónico obispo partidario de la
legalidad niceica. En su sustitución no hubo sorpresas. El candidato
en el que todo el mundo pensaba era Atanasio, su second on board,
que ya había estado presente en Nicea, y así fue como ocurrió.
Atanasio tuvo que enfrentarse casi desde el primer
día con un problema tal vez inesperado para él: la creciente
cercanía entre Constantino y Arrio. Arrio, la verdad, debía de ser
un tipo no exento de inteligencia política. Según mi interpretación
de los hechos, debía de tener muy buena información de sus
corresponsales, información global de lo que pasaba aquí y allá; y
gracias a esa información tan completa fue como fue capaz de
reconstruir dentro de su cabeza la de Constantino. Tengo yo por muy
probable que el obispo entendió muy bien que Constantino no tenía
ninguna opinión sobre la querella planteada en la Iglesia imperial.
Como ya he dicho párrafos antes, a mí me da la impresión de que a
Constantino, que estaba en el cristianismo porque sabía que la
Iglesia era una institución con sobrada capacidad para tenerle el
cotarro organizadito y sin dar por culo, si le preguntaban sobre si
el Padre y el Hijo son o no de la misma sustancia, lo más probable
es que contestase: I don't give a fuck (que es, al fin y al
cabo, lo que, con mayor o menor educación, contesta el 99,9% de los
creyentes...) Lo que quería Constantino era una Iglesia eficiente, y
si para eso tenía que ponerse de acuerdo en que el profeta Isaías
era un payaso de caramelo, por él no quedaría.
Entendiendo este fenómeno, como digo, Arrio inició un acercamiento al emperador, tirándole el hueso de que, bueno, pensando las cosas despacio, la verdad es que había cosas del Credo niceico que no veía problema en aceptar. Al parecer él, o más bien alguno de sus parciales, consiguió ganarse a Constancia, hermana del emperador y viuda de emperador (ya que Licinio había muerto). Ella misma estaba ya cerca de la muerte, y quizás ese momento la hizo más proclive a escuchar argumentos de los religiosos; pero el caso es que apoyó las pretensiones arrianas y entre ellas, la más importante, que era ser recibidos por Constantino.
El emperador, en efecto, hizo llamar a Arrio a Constantinopla, y éste se cogió el AVE en cuanto le llegó el email. Arrio y su compañero Euzoio, un antiguo diácono de la iglesia alejandrina a quien Alejandro había cesado, se postraron ante Constantino y, ante las demandas de éste, le dijeron que sí, que estaban dispuestos a aceptar el Credo niceico. Así pues, Arrio redactó una confesión de fe, y Constantino, inmediatamente, hizo convocar un concilio en Nicomedia, que lo rehabilitó.
¿Todo solucionado? Ni de coña.
Arrio, que como he dicho debía ser un tipo listo,
sabía bien cómo hacer para que en aquel acuerdo pareciese que él
cedía pero la otra parte no. Hubiera podido quedarse en la actual
Turquía, o en Siría, donde había plenty of sedes
episcopales que bebían los vientos por él y lo acogerían con los
brazos abiertos. Pero no hizo eso; él se empeñó en volver a su
origen, esto es, Alejandría. Pero en Alejandría estaba Atanasio; un
tipo que preferiría destrozarse un testículo con un pelador de ajos
antes que aceptar a Arrio en su, por así decirlo, colegio episcopal.
Así se lo dijo (bueno, lo del huevo no; pero se sobreentendía) a
Constantino en una carta.
Así que ahí tenemos al emperador, emparedado
entre dos decisiones, ninguna de las cuales podía salir bien: apoyar
al máximo aval de su credo niceico, o exigir el cumplimiento de la
legalidad surgida de su acuerdo con Arrio. Optó por lo segundo.
La cosa, sin embargo, no terminó ahí. Los
arrianos, que probablemente habían previsto la intransigencia de
Atanasio, iniciaron una campaña de opinión pública contra él,
acusándole de varias cosas que fueron finalmente desmentidas, entre
otras complotar contra el emperador. Constantino, sin embargo, lo
defendió frente a estas acusaciones, mostrando de nuevo su ágil
cintura pragmática en todos los asuntos de la Iglesia. En el año
331 se entrevistó personalmente con Atanasio en Nicomedia. Algo
debió iniciar esa entrevista, algo le debió contar (y demostrar)
Atanasio sobre el peligro de darle cuartelillo a los arrianos, porque
dos años después Constantino estaba apoyando la quema masiva de
textos arrianos.
Éstos, sin embargo, parece que dominaban mucho mejor las redes sociales y consecuentemente su capacidad de manchar, con o sin razón, el nombre de Atanasio. En una de estas acusaciones, mostraron públicamente una mano cortada e informaron que había pertenecido a Arsenio, un obispo meleciano egipcio. Le dijeron a los alejandrinos que Atanasio había matado a Arsenio, se había quedado con la mano y la usaba para realizar magia negra. Para desgracia de Atanasio, una de las personas que creyó, o creyó lo suficiente, esta historia, fue Constantino. Se crea o no, la movida de la mano (o, más en concreto, el pretendido asesinato de Arsenio) fue el motivo de la convocatoria de un nuevo concilio, el de Cesarea (334).
Atanasio hizo todo lo posible, antes del concilio,
por encontrar vivo a Arsenio en algún rincón de Egipto. Finalmente,
el CNI niceico cantó bingo: supieron de la noticia de que Arsenio
estaba vivo en un monasterio meleciano. Los partidarios de Atanasio
consiguieron, no sabemos si de buen o mal grado, una confesión de
Patrines, el abad, por así decirlo, del monasterio; confesión que
Atanasio puso en conocimiento de Constantino. Toda esta información
llegó a Cesarea en medio de nuevas acusaciones de los arrianos, que
día sí, día también, tenían el Twitter temblando con acusaciones
más o menos peripatéticas. Así las cosas, Constantino decidió
promover un nuevo concilio para que se posicionara sobre el futuro de
Atanasio y sobre la interpretación arriana.
Esta nueva reunión eclesial se produjo en Tiro en el año 335. Este concilio decidió, primeramente, constituir una comisión de investigación de las acusaciones contra Atanasio: fueron nombrados Teognis de Nicea, Maris de Calcedonia, Teodoro de Heraclea, Macedonio de Mopsuestia, Ursacio de Singidinum y Valente de Mursa. En fin, aquellos de mis lectores que seáis arrianos habréis reconocido en esta lista a un buen número de vuestros compis de la época; Arrio, de alguna manera, había conseguido ser juez y parte en la comisión. La orina de Atanasio comenzaba a oler mal. De hecho, el obispo alejandrino trató de bombardear la comisión, sin conseguirlo.
Después de irse la comisión a Egipto, los padres
conciliares se trasladaron, casi todos, a Jerusalén, donde
Constantino había decidido celebrar su tricennalia, o sea sus
treinta años en el machito. Fue en esta celebración cuando Eusebio
de Cesarea, quien se había convertido para entonces en uno de los
principales asesores religiosos de Constantino, pronunció un
discurso donde se da comienzo a una idea que tuvo siglos de próspera
vida: la idea de la monarquía nacida de Dios. Aunque la idea no es
nueva (al fin y al cabo, los faraones eran dioses), nunca hasta
entonces se había elaborado imbricada en un sistema tan potente como
la creencia cristiana. El rey (emperador en el caso constantiniano)
lo es, dice Eusebio, por la voluntad de Dios. Es Dios quien lo unge
y, por lo tanto, quien ataca al emperador, ataca a Dios. Es, pues, moralmente
comprensible que los pueblos defiendan a su monarca, lo obedezcan y
lo adoren. La legitimidad del rey proviene de la divinidad, no de su
nación ni mucho menos de su pueblo.
Mientras Constantino recibía en Jerusalén lo parabienes de todo dios (nunca mejor dicho), estaba fraguando la idea de una reunión que cerrase por fin la polémica eclesial. Así pues, después de Jerusalén, ordenó que Arrio compareciese ante los prelados conciliares para que éstos zanjasen la postura frente a él. Con una mayoría arriana evidente, el concilio lo abrazó. Es lo que conoce normalmente como concilio de Jerusalén, ya que la reunión no se celebró en Tiro (si bien el concilio de Tiro continuó después; es un poco lío).
En Tiro se recibió a la comisión de
investigación, la cual regresó de Egipto afirmando que todas las
acusaciones contra Atanasio eran ciertas. En un momento muy efectista
y preparado de los niceicos, digno de la mejor película americana de
juicios, Atanasio, enfrentado a la mano momificada que sus enemigos
decían ser de Arsenio, preguntó, campanudamente, si alguno de los
obispos allí presentes habían conocido personalmente al
pretendidamente asesinado. Cuando varios dijeron que sí, hizo entrar
en la sala al propio Arsenio, con los brazos tapados con un manto.
Ante la sorpresa general, Atanasio le quitó a Arsenio el manto, para
mostrar que conservaba sus dos manos.
Todos sabemos, sin embargo, o deberíamos saberlo, que cuando lo que se está ventilando es un escándalo político, la verdad es la primera de las víctimas. Atanasio dejó clarísimo que él no había matado a Arsenio puesto que estaba vivo pero, la verdad, no le sirvió de nada. El concilio de Tiro, formado mayoritariamente por obispos orientales, era un concilio cada vez más mayoritariamente partidario de Arrio, y más deseoso, por lo tanto, de que la principal sede oriental, Alejandría, estuviese en manos de uno de ellos. Por ello, a pesar de pruebas tan evidentes, decretó el cese de Alejandro y su sustitución por Pisto, un prelado decididamente arriano y que tenía otra virtud: combinaba estupendamente con los huevos fritos.
Lo que había pasado era una de esas cosas a las
que por lo visto es tan aficionado el Espíritu Santo, responsable
último de la correcta senda de la Iglesia católica la cual, como es
bien sabido, no hace si no transcurrir por los carrilitos que le
diseña su Creador. La Iglesia que había prevalecido en el concilio
de Nicea era la que había perdido el concilio de Tiro. Tal cual.
Poco tiempo después de terminado Tiro, de hecho, Constantino recibió
en su capital a una representación de la Iglesia en la cual sólo
había arrianos. Sin embargo, quienes pensaban que con eso Atanasio
se daba por vencido, estaban muy equivocados. Atanasio de Alejandría
era el Pedro Sánchez del catolicismo, el Mac Arthur de la
cristiandad, y estaba dispuesto a volver sí o sí.
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