El hijo del césar de Occidente.
Augusto, o tal vez no
La conferencia de Carnutum
Puente Milvio
El Edicto de Milán
La polémica donatista
Arrio
Constantino, decíamos ayer, tenía que cerrar la hemorragia del incipiente cristianismo imperial. Y se lo tomó muy en serio. Encargó a su principal
asesor en cosas cristianas, el obispo de Córdoba Osio, para que se
ocupase de mediar entre las partes. Nada más triunfar sobre Licinio,
además, se dirigió personalmente por carta a los líderes de ambas
facciones, en la que les conminaba a no hacer tanto ruido con la
coñita de la esencia de Jesús. Pero nada de eso sirvió de nada, y
es por eso que Constantino, un emperador que ni era cristiano ni
tenía cargo alguno en la Iglesia cristiana, decidió convocar un
concilio eclesial para zanjar la movida. La zona elegida para la
reunión fue la actual Turquía. Se quería hacer la reunión en
Ancira, cerca de la actual Ankara; pero diversos dimes y diretes
acabaron llevándola a Nicea, en la vieja Bitinia.
El concilio, no cabe duda sobre ello, fue convocado por Constantino; que viene a ser, por lo tanto, como si mañana Donald Trump convocase un concilio de iglesias reformadas. El emperador hizo todo lo posible, incluido poner recursos públicos al servicio de la convocatoria, para garantizarse un carácter verdaderamente ecuménico para la reunión mediante la asistencia de cuantos más obispos, mejor.
Finalmente, se reunieron en Nicea unos 300 prelados, la mayoría orientales. Entre ellos se encontraban los dos Eusebios, de Cesarea y de Nicomedia, ambos cerrados apoyos del arrianismo. En la oposición se encontraba el entonces obispo de Alejandría, Alejandro, acompañado de su diácono Atanasio, que lo acabaría sucediendo.
El 20 de mayo del 325 comenzaron las sesiones del
concilio niceico, ese concilio convocado por un no cristiano que, sin
embargo, acabará por ser fundamental en la estructuración de la
vida religiosa de los cristianos. Comenzó con la entrada del
emperador en la sala (hay quien dice que de un palacio, otros que de
una iglesia) en medio del silencio de los obispos. Constantino le
soltó una soflama a su audiencia, formada de forma aplastante por
personas que hablaban en griego, con un discurso en latín sobre la
importancia de llegar a un acuerdo en el seno de la Iglesia, que
debió ser traducido por un intérprete; el detalle es importante
porque las mismas crónicas nos dicen que con posterioridad el
emperador departió libremente con muchos obispos, signo de que
dominaba el griego y, por lo tanto, había usado el latín por una
cuestión de protocolo: pretendía dejar claro que aquella reunión
tendría consecuencias para todo el Imperio.
La principal conclusión de Nicea, como ya hemos contado, fue desarrollar una fórmula de credo, el llamado credo niceico o fórmula niceica, que ha presidido la liturgia católica desde entonces y que tiene su centro en esa frase que tantos de nosotros hemos pronunciado cientos o miles de veces en nuestras vidas sin entenderla en realidad: engendrado y no creado, de la misma naturaleza que El Padre. Constantino impulsó ( a través de Osio) el desarrollo de esta fórmula, y trabajó para su éxito conciliar.
Para ser más exactos, lo que hacía falta era
introducir en la profesión de fe del cristiano una solución
elegante para la cuestión de la relación entre Padre e Hijo. La
solución, pacientemente marroquinada por Osio, se encontró en el
concepto griego homoousios, que quiere decir de la misma
naturaleza o sustancia, esto es, consustancial. Aunque es difícil
saber hasta qué punto, parece que, ya desde la primera concepción
del aspecto nuclear del credo niceico, éste abrió muchas dudas
entre los obispos conciliares. Todos o casi todos, sin embargo,
acabaron firmando la decretal, sin duda por presiones del emperador.
Al parecer, cinco obispos especialmente arrianos (Eusebio de
Nicomedia, Teognis de Nicea, Maris de Calcedonia, Theonas de
Marmarica y Secundo de la Ptolemaica) se negaron inicialmente a
firmar pero, ante la amenaza imperial de destierro, cuando menos lo
dos primeros se avinieron a hacerlo.
No fue, en todo caso, el único tema de fondo que
se trató en Nicea. También se habló sobre la forma de emplazar la
Pascua cristiana dentro del año. Las iglesias orientales, por lo
general, eran proclives a situarla cerca o al mismo tiempo que la
Pascua de los hebreos; sin embargo, la costumbre que se había ido
consolidando en las iglesias occidentales, y en la alejandrina, era
separarlas. El concilio acabó decantándose por la segunda fórmula,
lo que ha llevado a que la Semana Santa se emplace cada año en un
momento diferente; lo cual, todo hay que decirlo, es un puto engorro.
Una más de las movidas construidas por los tipos éstos que para cruzar un desierto que se cruza
en una semana se toman cuarenta años.
Como consecuencia inmediata del concilio, Arrio
fue desterrado y objeto de anatema. Su condena fue comparativamente
mucho peor que la de Melecio quien, pese a ser castigado por el
concilio, pudo retener su puesto de obispo de Licópolis.
En fin, el emperador abandonó Nicea convencido de
que había conseguido embridar a los cristianos y sus estúpidas
querellas en torno a hijos, palomas y divinidades.
Ja.
La importancia para el cristianismo del concilio
de Nicea no tiene que ver sólo con el desarrollo del credo niceico.
Tiene que ver con la consolidación de un compromiso ya irrompible
del emperador con la religión cristiana como espina medular del
régimen. A partir de ese momento, tanto Constantino como su madre,
Helena, desarrollaron una pasión cristiana que los llevó a tratar
de rehabilitar los lugares santos donde había vivido y muerto Jesús
presuntamente. A ellos se debe, por ejemplo, el hallazgo del Santo
Sepulcro bajo un templo romano y otra serie de descubrimientos que,
la verdad, tienen cierto tufo a preparado. Me refiero, por ejemplo, a
cosas como el descubrimiento de los restos de la cruz con la que fue
ejecutado Jesús. Según los relatos, aparecieron los restos de tres
cruces, que fueron autentificados por un judío, no se sabe muy bien
en base a qué. En fin, no se sabía cuál de las tres cruces era la
de Jesús, pero en una de ellas se encontró un cartel escrito en
griego, en latín y en hebreo, que decía “Jesús de Nazaret,
rey de los judíos”. El detalle me recuerda un poco al hecho
central de esa obra maestra de la imbecilidad llamada El código
da Vinci, en la que un adminículo de los tiempos de Cristo se
abre usando la combinación de letras apple, manzana en
inglés. Curiosa presciencia ésa de una persona que, dos mil años
antes, ya sabía que el inglés iba a ser la lengua franca en veinte
siglos; como curiosa es la presciencia de quien, el día que murió
Jesús, marcó su cruz usando, entre otros, el idioma de los tipos
que se lo habían cargado, pues ya sabía que lo iban a buscar para
adorarlo.
La gran innovación del procedimiento
constantiniano de apoyo al cristianismo proviene de la naturaleza
proselitista de esta creencia. Los cristianos, es bien sabido, no
sólo aspiraban a ser cristianos, sino a hacer cristiano el orbe
mundial; a hacer, por lo tanto, eso que hoy se llama ingeniería
social: generar procesos por los cuales se buscaba que las personas
ajenas a la religión la abrazasen o, cuando menos, tuvieran que
respetar una moral y una ética social cristianas. Constantino
comulgó, nunca mejor dicho, con ese objetivo, o lo que sería más
preciso, lo aceptó. Es por ello que dio los primeros pasos para
crear un problema desde entonces indisoluble, como es la relación
entre el poder espiritual y el temporal, entre la eternidad y el
siglo.
En la madurez del cristianismo, doce siglos después de los tiempos que vamos relatando, será el poder temporal el que reclame su parte del pastel del poder espiritual. Pero en este momento procesal de la Historia, el vector es el contrario: es el poder espiritual el que reclama cuartelillo en las cosas del día a día de la vida de las personas. Esto tiene tres vertientes: la primera, por supuesto, los impuestos. La Iglesia pronto reclamará su parte en la recaudación que los monarcas y las repúblicas imponen. La segunda es la justicia: la Iglesia reclamará poder decir qué es lo que está bien y qué es lo que está mal desde algún lugar distinto del púlpito; un lugar donde sus palabras tengan más ejecutividad. En efecto, Constantino les concederá el derecho a impartir justicia, derecho que retiene hasta el día de hoy. En tercer y último lugar, la Iglesia reclama, a través sobre todo del montaje sacramental, la intervención en los actos de la vida diaria de las personas, de todas las personas. Así, luchará para convencernos de que no hay más matrimonio que el que ella misma audita y permite; o, en el caso de la Roma constantiniana, de que actos como la manumisión de un esclavo deben producirse en el seno de una iglesia, y con un cura mirando.
En la madurez del cristianismo, doce siglos después de los tiempos que vamos relatando, será el poder temporal el que reclame su parte del pastel del poder espiritual. Pero en este momento procesal de la Historia, el vector es el contrario: es el poder espiritual el que reclama cuartelillo en las cosas del día a día de la vida de las personas. Esto tiene tres vertientes: la primera, por supuesto, los impuestos. La Iglesia pronto reclamará su parte en la recaudación que los monarcas y las repúblicas imponen. La segunda es la justicia: la Iglesia reclamará poder decir qué es lo que está bien y qué es lo que está mal desde algún lugar distinto del púlpito; un lugar donde sus palabras tengan más ejecutividad. En efecto, Constantino les concederá el derecho a impartir justicia, derecho que retiene hasta el día de hoy. En tercer y último lugar, la Iglesia reclama, a través sobre todo del montaje sacramental, la intervención en los actos de la vida diaria de las personas, de todas las personas. Así, luchará para convencernos de que no hay más matrimonio que el que ella misma audita y permite; o, en el caso de la Roma constantiniana, de que actos como la manumisión de un esclavo deben producirse en el seno de una iglesia, y con un cura mirando.
Una medida nacida en los tiempos constantinianos, y que parece un gilipollez pero tiene mucha más importancia que otras muchas que a menudo se citan, es la que regula la relación entre señores judíos y esclavos cristianos. Constantino ni podía ni quería decretar que no se pudiera esclavizar a un cristiano, porque eso habría equivalido a dejar la abolición de la esclavitud en manos de los esclavos (les bastaría con besar una cruz para dejar de serlo); pero en la sociedad que diseñó junto con su mamá la beata Helena no cabía que un cristiano, incluso esclavo, tuviera que aceptar ya prelación por parte de otras religiones, notablemente la judía, puesto que judíos y cristianos, para entonces, venían a ser, en algunas zonas del Imperio, algo así como Galerías Preciados y El Corte Inglés. Por ello, Constantino primero decretó que un amo hebreo no podría imponer a su esclavo cristiano la obligación de pasarse el glande por la radial y, más tarde, tal vez comprobando que no por ello los obispos seguían (nunca mejor dicho) clamando al Cielo, decretó que los judíos no podían tener esclavos cristianos (nota para hábiles copistas escolares: no decretó que los cristianos no pudieran ser esclavos. Error de apreciación muy común, que tu profe pillará si tú no te fijas y él no pasa de ser el profe de Biología cubriendo una suplencia).
Digo que ésta es provisión importante porque fue el portillo por el que se fueron colando las sucesivas legislaciones antijudías de occidente. Así ocurrió en la España visigoda, que también tenía la misma prohibición y que acabó portándose con los hebreos malamente.
En el haber de Constantino hemos de recordar el
detalle de que endureció mucho, por no decir muchísimo, las penas a
los pederastas que secuestraban niños para pulírselos por la
entrada del garaje. Las condenas, en la práctica, eran condenas a
muerte.
Lo más desgraciadamente importante para
Constantino, sin embargo, fue comprobar desanimado, día a día, que
los puñeteros curas de los cojones, a los que él había aleccionado
específicamente al terminar Nicea para que dejasen de darse por culo
unos a otros, no sólo no le hacían caso, sino que amenazaban con
convertir la iglesia en una recua de toros bravos picados por
tábanos. No habían pasado dos años de Nicea cuando se tuvo que
convocar un nuevo concilio, en el mismo sitio además. No tenemos
mucha información de lo que había pasado en esos veinte meses más
o menos, pero todo parece indicar que la presión eclesial y tal vez
social, cuando menos en Egipto y Siria por decirlo en términos
actuales, había sido tan imposible de regatear que la Iglesia,
digamos, “oficial” en términos niceicos, había tenido que bajar
los brazos. En Nicea II Fallout Arrio fue intracomulgado
(¿cómo leches se dice cuando alguien que ha sido excomulgado es de
nuevo aceptado en la comunión?); y no sólo eso, sino que dos de los
obispos que habían seguido la suerte de su maestro hasta el final:
Teognis de Nicea y Eusebio de Nicomedia, recibieron de nuevo las
llaves del obispado.
Sean cuales sean los movimiento orquestales producidos en los meses anteriores, y de los que de momento sabemos poco, lo que sí es evidente, a la luz de cómo se comportaba el Imperio para entonces, es que el giro proarriano que dio la Iglesia en Nicea II no pudo ser posible sin el concurso de la misma fuerza que había enviado al mismo obispo al espacio cristiano exterior dos años antes: el emperador. Constantino quitó, y Constantino dio. Lo cual viene a ser un interesante indicio de cómo se tomaba el emperador todo esto del cristianismo: como un juego estratégico, en ningún modo teológico. El Constantino del 327, por supuesto, era ya probablemente un tipo muy trabajado por Osio de Córdoba y por su pastelera madre (la de Constantino, no la de Osio) con el rollo de la salvación y movidas y tal, así pues trabajaba para procurarse que ese Dios que le decían tan poderoso le diese la vida eterna, a ser posible con las comodidades que disfrutaba en ésta, claro. Pero, más allá, cuando menos mi interpretación es que todos esos temas de la naturaleza del Padre, del Hijo y de su Santo Callista, la verdad, se le hacían una higa. Él cargaba el pie a la derecha o a la izquierda según quisiera que la bola le saliese con slide o sin él.
Sean cuales sean los movimiento orquestales producidos en los meses anteriores, y de los que de momento sabemos poco, lo que sí es evidente, a la luz de cómo se comportaba el Imperio para entonces, es que el giro proarriano que dio la Iglesia en Nicea II no pudo ser posible sin el concurso de la misma fuerza que había enviado al mismo obispo al espacio cristiano exterior dos años antes: el emperador. Constantino quitó, y Constantino dio. Lo cual viene a ser un interesante indicio de cómo se tomaba el emperador todo esto del cristianismo: como un juego estratégico, en ningún modo teológico. El Constantino del 327, por supuesto, era ya probablemente un tipo muy trabajado por Osio de Córdoba y por su pastelera madre (la de Constantino, no la de Osio) con el rollo de la salvación y movidas y tal, así pues trabajaba para procurarse que ese Dios que le decían tan poderoso le diese la vida eterna, a ser posible con las comodidades que disfrutaba en ésta, claro. Pero, más allá, cuando menos mi interpretación es que todos esos temas de la naturaleza del Padre, del Hijo y de su Santo Callista, la verdad, se le hacían una higa. Él cargaba el pie a la derecha o a la izquierda según quisiera que la bola le saliese con slide o sin él.
En teoría, lo que había en el Imperio era
arrianos y niceicos, siendo éstos, pues, los partidarios de la idea
de que Dios senior y Dios junior son consustanciales, esto es, están
hechos de la misma pasta divina. Pero esto, en realidad, es una
generalización un tanto burda diseñada para que entre en los libros
de texto que deberá aprender ese ejército de educandos que está
dispuesto a aprenderse de memoria la discografía de Lady Gaga pero,
sin embargo, considera la memorización de las coaliciones
antinapoleónicas como labor de extraterrestres. En realidad, entre
medias de estas dos posiciones había muchas variaciones. Esta
confusión había sido además, cuando menos en mi opinión,
generosamente provocada por la actitud de Constantino al final de
Nicea, pues había obligado a muchos tenues partidarios del credo
niceico a firmar al pie de su establecimiento como verdad teológica;
él, por lo tanto, provocó que bajo el toldo de la verdad oficial se
cobijasen prelados que, en realidad, no creían en ella.
El arrianismo, por su parte, presentaba muchas variaciones que, en la práctica, establecían diferencias en su seno, a ratos irreconciliables. Por ejemplo, Eustacio de Antioquía, que era una especie de camarada de la CUP arriana, acabó a hostias (nunca mejor dicho) con Eusebio de Nicomedia, a quien acabamos de ver recuperando su sede episcopal. Básicamente, Eusebio acusó a Eustacio de ser un sabelianista o, como se dice más modernamente, modalista o monarquianista. El sabelianismo es una forma de ver el cristianismo que ha estado ahí desde siempre, aunque ha sido combatida por todas las iglesias que le han dado alguna importancia al relato evangélico, dado que (es mi opinión), en buena parte lo niega. El modalismo es una especie de arrianismo radical que viene a conclusión que si no hay más Dios que Dios, entonces dejémonos de leches y trinidades y movidas, porque Dios es Uno, y fin de la cita. Por decirlo en pocas palabras.
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