martes, noviembre 06, 2018

Constantino (8: Nicea)

Ya hemos corrido por:

El hijo del césar de Occidente.
Augusto, o tal vez no
La conferencia de Carnutum
Puente Milvio
El Edicto de Milán
La polémica donatista
Arrio

Constantino, decíamos ayer, tenía que cerrar la hemorragia del incipiente cristianismo imperial. Y se lo tomó muy en serio. Encargó a su principal asesor en cosas cristianas, el obispo de Córdoba Osio, para que se ocupase de mediar entre las partes. Nada más triunfar sobre Licinio, además, se dirigió personalmente por carta a los líderes de ambas facciones, en la que les conminaba a no hacer tanto ruido con la coñita de la esencia de Jesús. Pero nada de eso sirvió de nada, y es por eso que Constantino, un emperador que ni era cristiano ni tenía cargo alguno en la Iglesia cristiana, decidió convocar un concilio eclesial para zanjar la movida. La zona elegida para la reunión fue la actual Turquía. Se quería hacer la reunión en Ancira, cerca de la actual Ankara; pero diversos dimes y diretes acabaron llevándola a Nicea, en la vieja Bitinia.


El concilio, no cabe duda sobre ello, fue convocado por Constantino; que viene a ser, por lo tanto, como si mañana Donald Trump convocase un concilio de iglesias reformadas. El emperador hizo todo lo posible, incluido poner recursos públicos al servicio de la convocatoria, para garantizarse un carácter verdaderamente ecuménico para la reunión mediante la asistencia de cuantos más obispos, mejor.

Finalmente, se reunieron en Nicea unos 300 prelados, la mayoría orientales. Entre ellos se encontraban los dos Eusebios, de Cesarea y de Nicomedia, ambos cerrados apoyos del arrianismo. En la oposición se encontraba el entonces obispo de Alejandría, Alejandro, acompañado de su diácono Atanasio, que lo acabaría sucediendo.

El 20 de mayo del 325 comenzaron las sesiones del concilio niceico, ese concilio convocado por un no cristiano que, sin embargo, acabará por ser fundamental en la estructuración de la vida religiosa de los cristianos. Comenzó con la entrada del emperador en la sala (hay quien dice que de un palacio, otros que de una iglesia) en medio del silencio de los obispos. Constantino le soltó una soflama a su audiencia, formada de forma aplastante por personas que hablaban en griego, con un discurso en latín sobre la importancia de llegar a un acuerdo en el seno de la Iglesia, que debió ser traducido por un intérprete; el detalle es importante porque las mismas crónicas nos dicen que con posterioridad el emperador departió libremente con muchos obispos, signo de que dominaba el griego y, por lo tanto, había usado el latín por una cuestión de protocolo: pretendía dejar claro que aquella reunión tendría consecuencias para todo el Imperio.

La principal conclusión de Nicea, como ya hemos contado, fue desarrollar una fórmula de credo, el llamado credo niceico o fórmula niceica, que ha presidido la liturgia católica desde entonces y que tiene su centro en esa frase que tantos de nosotros hemos pronunciado cientos o miles de veces en nuestras vidas sin entenderla en realidad: engendrado y no creado, de la misma naturaleza que El Padre. Constantino impulsó ( a través de Osio) el desarrollo de esta fórmula, y trabajó para su éxito conciliar.

Para ser más exactos, lo que hacía falta era introducir en la profesión de fe del cristiano una solución elegante para la cuestión de la relación entre Padre e Hijo. La solución, pacientemente marroquinada por Osio, se encontró en el concepto griego homoousios, que quiere decir de la misma naturaleza o sustancia, esto es, consustancial. Aunque es difícil saber hasta qué punto, parece que, ya desde la primera concepción del aspecto nuclear del credo niceico, éste abrió muchas dudas entre los obispos conciliares. Todos o casi todos, sin embargo, acabaron firmando la decretal, sin duda por presiones del emperador. Al parecer, cinco obispos especialmente arrianos (Eusebio de Nicomedia, Teognis de Nicea, Maris de Calcedonia, Theonas de Marmarica y Secundo de la Ptolemaica) se negaron inicialmente a firmar pero, ante la amenaza imperial de destierro, cuando menos lo dos primeros se avinieron a hacerlo.

No fue, en todo caso, el único tema de fondo que se trató en Nicea. También se habló sobre la forma de emplazar la Pascua cristiana dentro del año. Las iglesias orientales, por lo general, eran proclives a situarla cerca o al mismo tiempo que la Pascua de los hebreos; sin embargo, la costumbre que se había ido consolidando en las iglesias occidentales, y en la alejandrina, era separarlas. El concilio acabó decantándose por la segunda fórmula, lo que ha llevado a que la Semana Santa se emplace cada año en un momento diferente; lo cual, todo hay que decirlo, es un puto engorro. Una más de las movidas construidas por los tipos éstos que para cruzar un desierto que se cruza en una semana se toman cuarenta años.

Como consecuencia inmediata del concilio, Arrio fue desterrado y objeto de anatema. Su condena fue comparativamente mucho peor que la de Melecio quien, pese a ser castigado por el concilio, pudo retener su puesto de obispo de Licópolis.

En fin, el emperador abandonó Nicea convencido de que había conseguido embridar a los cristianos y sus estúpidas querellas en torno a hijos, palomas y divinidades.

Ja.

La importancia para el cristianismo del concilio de Nicea no tiene que ver sólo con el desarrollo del credo niceico. Tiene que ver con la consolidación de un compromiso ya irrompible del emperador con la religión cristiana como espina medular del régimen. A partir de ese momento, tanto Constantino como su madre, Helena, desarrollaron una pasión cristiana que los llevó a tratar de rehabilitar los lugares santos donde había vivido y muerto Jesús presuntamente. A ellos se debe, por ejemplo, el hallazgo del Santo Sepulcro bajo un templo romano y otra serie de descubrimientos que, la verdad, tienen cierto tufo a preparado. Me refiero, por ejemplo, a cosas como el descubrimiento de los restos de la cruz con la que fue ejecutado Jesús. Según los relatos, aparecieron los restos de tres cruces, que fueron autentificados por un judío, no se sabe muy bien en base a qué. En fin, no se sabía cuál de las tres cruces era la de Jesús, pero en una de ellas se encontró un cartel escrito en griego, en latín y en hebreo, que decía “Jesús de Nazaret, rey de los judíos”. El detalle me recuerda un poco al hecho central de esa obra maestra de la imbecilidad llamada El código da Vinci, en la que un adminículo de los tiempos de Cristo se abre usando la combinación de letras apple, manzana en inglés. Curiosa presciencia ésa de una persona que, dos mil años antes, ya sabía que el inglés iba a ser la lengua franca en veinte siglos; como curiosa es la presciencia de quien, el día que murió Jesús, marcó su cruz usando, entre otros, el idioma de los tipos que se lo habían cargado, pues ya sabía que lo iban a buscar para adorarlo.

La gran innovación del procedimiento constantiniano de apoyo al cristianismo proviene de la naturaleza proselitista de esta creencia. Los cristianos, es bien sabido, no sólo aspiraban a ser cristianos, sino a hacer cristiano el orbe mundial; a hacer, por lo tanto, eso que hoy se llama ingeniería social: generar procesos por los cuales se buscaba que las personas ajenas a la religión la abrazasen o, cuando menos, tuvieran que respetar una moral y una ética social cristianas. Constantino comulgó, nunca mejor dicho, con ese objetivo, o lo que sería más preciso, lo aceptó. Es por ello que dio los primeros pasos para crear un problema desde entonces indisoluble, como es la relación entre el poder espiritual y el temporal, entre la eternidad y el siglo.

En la madurez del cristianismo, doce siglos después de los tiempos que vamos relatando, será el poder temporal el que reclame su parte del pastel del poder espiritual. Pero en este momento procesal de la Historia, el vector es el contrario: es el poder espiritual el que reclama cuartelillo en las cosas del día a día de la vida de las personas. Esto tiene tres vertientes: la primera, por supuesto, los impuestos. La Iglesia pronto reclamará su parte en la recaudación que los monarcas y las repúblicas imponen. La segunda es la justicia: la Iglesia reclamará poder decir qué es lo que está bien y qué es lo que está mal desde algún lugar distinto del púlpito; un lugar donde sus palabras tengan más ejecutividad. En efecto, Constantino les concederá el derecho a impartir justicia, derecho que retiene hasta el día de hoy. En tercer y último lugar, la Iglesia reclama, a través sobre todo del montaje sacramental, la intervención en los actos de la vida diaria de las personas, de todas las personas. Así, luchará para convencernos de que no hay más matrimonio que el que ella misma audita y permite; o, en el caso de la Roma constantiniana, de que actos como la manumisión de un esclavo deben producirse en el seno de una iglesia, y con un cura mirando.

Una medida nacida en los tiempos constantinianos, y que parece un gilipollez pero tiene mucha más importancia que otras muchas que a menudo se citan, es la que regula la relación entre señores judíos y esclavos cristianos. Constantino ni podía ni quería decretar que no se pudiera esclavizar a un cristiano, porque eso habría equivalido a dejar la abolición de la esclavitud en manos de los esclavos (les bastaría con besar una cruz para dejar de serlo); pero en la sociedad que diseñó junto con su mamá la beata Helena no cabía que un cristiano, incluso esclavo, tuviera que aceptar ya prelación por parte de otras religiones, notablemente la judía, puesto que judíos y cristianos, para entonces, venían a ser, en algunas zonas del Imperio, algo así como Galerías Preciados y El Corte Inglés. Por ello, Constantino primero decretó que un amo hebreo no podría imponer a su esclavo cristiano la obligación de pasarse el glande por la radial y, más tarde, tal vez comprobando que no por ello los obispos seguían (nunca mejor dicho) clamando al Cielo, decretó que los judíos no podían tener esclavos cristianos (nota para hábiles copistas escolares: no decretó que los cristianos no pudieran ser esclavos. Error de apreciación muy común, que tu profe pillará si tú no te fijas y él no pasa de ser el profe de Biología cubriendo una suplencia).

Digo que ésta es provisión importante porque fue el portillo por el que se fueron colando las sucesivas legislaciones antijudías de occidente. Así ocurrió en la España visigoda, que también tenía la misma prohibición y que acabó portándose con los hebreos malamente.

En el haber de Constantino hemos de recordar el detalle de que endureció mucho, por no decir muchísimo, las penas a los pederastas que secuestraban niños para pulírselos por la entrada del garaje. Las condenas, en la práctica, eran condenas a muerte.

Lo más desgraciadamente importante para Constantino, sin embargo, fue comprobar desanimado, día a día, que los puñeteros curas de los cojones, a los que él había aleccionado específicamente al terminar Nicea para que dejasen de darse por culo unos a otros, no sólo no le hacían caso, sino que amenazaban con convertir la iglesia en una recua de toros bravos picados por tábanos. No habían pasado dos años de Nicea cuando se tuvo que convocar un nuevo concilio, en el mismo sitio además. No tenemos mucha información de lo que había pasado en esos veinte meses más o menos, pero todo parece indicar que la presión eclesial y tal vez social, cuando menos en Egipto y Siria por decirlo en términos actuales, había sido tan imposible de regatear que la Iglesia, digamos, “oficial” en términos niceicos, había tenido que bajar los brazos. En Nicea II Fallout Arrio fue intracomulgado (¿cómo leches se dice cuando alguien que ha sido excomulgado es de nuevo aceptado en la comunión?); y no sólo eso, sino que dos de los obispos que habían seguido la suerte de su maestro hasta el final: Teognis de Nicea y Eusebio de Nicomedia, recibieron de nuevo las llaves del obispado.

Sean cuales sean los movimiento orquestales producidos en los meses anteriores, y de los que de momento sabemos poco, lo que sí es evidente, a la luz de cómo se comportaba el Imperio para entonces, es que el giro proarriano que dio la Iglesia en Nicea II no pudo ser posible sin el concurso de la misma fuerza que había enviado al mismo obispo al espacio cristiano exterior dos años antes: el emperador. Constantino quitó, y Constantino dio. Lo cual viene a ser un interesante indicio de cómo se tomaba el emperador todo esto del cristianismo: como un juego estratégico, en ningún modo teológico. El Constantino del 327, por supuesto, era ya probablemente un tipo muy trabajado por Osio de Córdoba y por su pastelera madre (la de Constantino, no la de Osio) con el rollo de la salvación y movidas y tal, así pues trabajaba para procurarse que ese Dios que le decían tan poderoso le diese la vida eterna, a ser posible con las comodidades que disfrutaba en ésta, claro. Pero, más allá, cuando menos mi interpretación es que todos esos temas de la naturaleza del Padre, del Hijo y de su Santo Callista, la verdad, se le hacían una higa. Él cargaba el pie a la derecha o a la izquierda según quisiera que la bola le saliese con slide o sin él.

En teoría, lo que había en el Imperio era arrianos y niceicos, siendo éstos, pues, los partidarios de la idea de que Dios senior y Dios junior son consustanciales, esto es, están hechos de la misma pasta divina. Pero esto, en realidad, es una generalización un tanto burda diseñada para que entre en los libros de texto que deberá aprender ese ejército de educandos que está dispuesto a aprenderse de memoria la discografía de Lady Gaga pero, sin embargo, considera la memorización de las coaliciones antinapoleónicas como labor de extraterrestres. En realidad, entre medias de estas dos posiciones había muchas variaciones. Esta confusión había sido además, cuando menos en mi opinión, generosamente provocada por la actitud de Constantino al final de Nicea, pues había obligado a muchos tenues partidarios del credo niceico a firmar al pie de su establecimiento como verdad teológica; él, por lo tanto, provocó que bajo el toldo de la verdad oficial se cobijasen prelados que, en realidad, no creían en ella.

El arrianismo, por su parte, presentaba muchas variaciones que, en la práctica, establecían diferencias en su seno, a ratos irreconciliables. Por ejemplo, Eustacio de Antioquía, que era una especie de camarada de la CUP arriana, acabó a hostias (nunca mejor dicho) con Eusebio de Nicomedia, a quien acabamos de ver recuperando su sede episcopal. Básicamente, Eusebio acusó a Eustacio de ser un sabelianista o, como se dice más modernamente, modalista o monarquianista. El sabelianismo es una forma de ver el cristianismo que ha estado ahí desde siempre, aunque ha sido combatida por todas las iglesias que le han dado alguna importancia al relato evangélico, dado que (es mi opinión), en buena parte lo niega. El modalismo es una especie de arrianismo radical que viene a conclusión que si no hay más Dios que Dios, entonces dejémonos de leches y trinidades y movidas, porque Dios es Uno, y fin de la cita. Por decirlo en pocas palabras.

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