lunes, julio 08, 2024

Calcedonia (4): Los conciliábulos de León, Pulcheria y Marciano

Hablemos (de nuevo) de Arrio
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Apolinar de Laodicea la lía parda
Los conciliábulos de León, Pulcheria y Marciano
La rebelión egipcia
La que has montado, Leoncito  



Teológicamente hablando, las iglesias orientales, sobre todo Alejandría y Antioquía, estaban divididas. Después de mucha puta y mucha Ramoneta, se había conseguido establecer que el Cristo (ya no Jesús; de Jesús hombre cada vez quería hablar menos gente) y Dios tenían la misma esencia; pero, ahora, después de Apolinar y otros, ¿cómo encajar al Cristo-hombre en ese esquema?

Este tema preocupaba especialmente en Antioquía. Allí Diodoro de Tarso y su becario, Teodoro, que era un tipo muy inteligente que acabaría siendo obispo de Mopsuestia (hoy en día Yacapinar) se dedicaron al tema.

Los teólogos alejandrinos, por su parte, eran bastante renuentes a afirmar las diferencias entre los diferentes Cristos, por así decirlo. El cristianismo antioquiano, sin embargo, desarrolló, gracias a Diodoro y Teodoro, la idea de que en el Cristo se juntaban dos naturalezas distintas, la humana y la divina, sin que ello comprometiese la unidad de esencia trinitaria; algo que, sin embargo, para los alejandrinos resultaba, más que herético, blasfemo. En aquel entonces se usaba mucho una imagen para explicar la diferencia: si el cristianismo alejandrino consideraba a Cristo como un vaso de agua con vino, ambos totalmente mezclados y convertidos en otra cosa, en Antioquía se lo consideraba un vaso de agua con aceite, perfectamente diferenciados y diferentes. Esta actitud está en el fondo de las primeras prácticas de auto tortura que se empezaron a producir en ámbitos monacales sirios, por parte de fieles que despreciaban su cuerpo como despreciaban la mitad humana de Dios.

Como ya os he dicho, todo comienza con Apolinar. Apolinar dijo que el Logos estaba inmerso en el Jesús hombre, hasta el punto de cambiar su mentalidad para hacerla divina. Diodoro y Teodoro, sin embargo, eran dos teólogos teóricos de la idea, básica para el cristianismo, de que Cristo llegó a la Tierra para salvar al hombre pecador, y lo hizo sacrificándose como hombre. Si, en realidad, Jesús era un dios sobrado al que ni los clavos le habían dolido, ni el látigo destrozado las espaldas, entonces no se podía hablar en puridad de sacrificio. Para el obispo de Monpsuesta, era fundamental distinguir, y reconocer, al Jesús hombre, bien que “extraordinariamente inclinado a lo divino”, y el Logos, procedente de Dios.

En el año 428, un sacerdote llamado Nestorio fue nombrado obispo de Constantinopla. Atrás quedaban los tiempos del concilio del 381, cuando, a la muerte de Melecio, su presidente, fue elegido obispo de Constantinopla Gregorio Nacianzeno, a quien hubieron poco menos que obligarlo con malas maneras, pues el buen cura se negaba, dicen las crónicas, con gritos y grandes aspavientos. Medio siglo más tarde, era un puesto de gran poder e influencia. Nestorio era muy admirador de Teodoro, que había sido su maestro en Antioquía. Pero, además, un tipo muy echado para delante aunque, por lo que nos dicen las crónicas, habitualmente poco hábil con el tacto y la mano izquierda. A Cirilo, que era el titular entonces de la sede alejandrina, aquel nombramiento no le gustó nada.

Cirilo había heredado de su antecesor Atanasio la apasionada defensa de la unidad de Cristo. Jesús era Dios descendido a la Tierra, sin matices. Para él, la distinción que otros hacían entre el concepto de persona y el concepto de naturaleza o substancia, era una futesa. Enfrente, sin embargo, tenía las ideas de Teodoro y sus seguidores, según las cuales en Jesús había dos personas diferenciadas.

La cosa alcanzó un punto de temperatura superior cuando Nestorio, en Constantinopla, decidió atacar la idea de unir a los muchos títulos de la Virgen el de Theotokos, o sea, madre de Dios. Yo sé que hoy en día cuesta entenderlo, pero lo cierto es que la concepción de la madre de Jesús dentro del montaje teológico cristiano ha sido, históricamente, uno de los puntos de fricción de las peleas religiosas en el seno del cristianismo. Aún en el siglo XX, en el concilio Vaticano II, como espero poder contaros algún día, se montó la que se montó tan sólo porque unos querían, y otros no, identificar a la Virgen como Mediatrix.

El culto mariano es una consecuencia de la defensa nicena respecto del arrianismo. Una forma de elevar la figura de Jesús consiste en elevar la figura de su madre, que deja de ser la simple mujer que lo parió para pasar a ser una mujer de esencia virtuosa de partida y tocada por el dedo de Dios (sobre la madre de Jesús encontraréis más material aquí y aquí). Nestorio, según las crónicas, escuchó en Constantinopla un sermón sobre la Virgen que encontró pasado de vueltas; es decir, que exageraba en exceso la figura de la madre de Dios, por lo que decidió defender la idea de que definir a María como madre de Dios (que es justo lo que hace nuestro cristianismo cultural) era una gilipollez. “El Verbo de Dios [léase el Logos joanino]”, decía, “es el creador del tiempo, no se crea con el tiempo”. Para él, María no podía ser la que había llevado a Dios en su interior, sino Anthropotokos, la que había llevado al hombre en su interior. Otra cosa, venía a decir, sería convertir a la Virgen en una especie de deidad en sí misma (asunto en el que, debo decir, estoy totalmente de acuerdo; el culto mariano católico es algo totalmente desproporcionado).

El problema de Nestorio es que remaba contra una corriente que ya era fuerte. El culto de la Virgen era ya muy popular en la cristiandad. Se había convertido en una tradición en muchos sitios, y ya se sabe que el hombre es renuente a abandonar tradiciones. Incluso en Antioquía hubo cristianos que se escandalizaron con las palabras del obispo; el cual, por otra parte, y como ya te he dicho, no manejaba precisamente las artes de la diplomacia. A todos estos críticos desanimados, Cirilo los recibió en su peña.

Lo que siguió fue una guerra a gran escala, sólo que sin espadas. Fue una guerra de sermones, presiones, cartas, banderías y capillas, en el fondo de todo siempre estaba la pasta, es decir, el control de las sedes episcopales más prósperas. En medio, un emperador que no entendía nada, pero que percibía con claridad el riesgo de desintegración de sus dominios. En el año 431 se celebró un concilio en Éfeso, al que siguieron dos años de zúmballe-dalle, hasta que Teodosio II consiguió arrimar a todos a un compromiso. Bueno, compromiso: abrazó totalmente la denominación Theotokos y pretendió enviar a Nestorio al basurero de la Historia eclesial. Ciertamente, no se dio el paso de declarar totalmente dominantes las teorías de Cirilo, por lo que sí que hubo cierto compromiso, aunque tenue.

Cirilo la roscó en el 444. Fue sucedido por Dióscoro de Alejandría, quien se convirtió en el Josué de Moisés-Cirilo, pretendiendo ganar tras su muerte todo lo que había quedado pendiente. A base de dar mucho, pero mucho, por culo, consiguió convocar un segundo concilio en Éfeso (año 449), del que salió franquistamente victorioso: la formulación de las dos naturalezas del Cristo quedó más ilegalizada y desprestigiada que la defensa de la Ley del Sí es Sí.

El posicionamiento alejandrino en Éfeso 2.0 fue tan ciego, tan talibán (porque lo que estaba detrás era la prevalencia episcopal, es decir, la pasta, no lo olvides), que se pasó de frenada. León, obispo de Roma y, como tal, representante de la Iglesia europea, presentó una proposición conciliadora sobre la doble naturaleza de Jesús, que fue displicentemente apartada por el alejandrismo dominante.

La posición de León I, que normalmente se conoce como el Tomo Flaviano (se llama así porque, técnicamente, es una carta al patriarca de Constantinopla, entonces llamado Flaviano, para responder a una apelación presentada por un tal Eutiques), no era una gran pieza de cristología. Es posición bastante extendida que, en su texto, León demostró no haber entendido muy bien la doctrina de las dos naturalezas de Cristo; algo que viene a confirmarse porque con posterioridad parece que intentó enmendarse a sí mismo. Sin embargo, el PasPas inauguró una larga lista de sostenella y no enmendalla generadas por la Iglesia de Roma, pues ordenó que el Tomo fuese defendido como la verdad verdadera. La consecuencia más importante de la actitud de Dióscoro, sin embargo, fue que Roma, tradicional aliado de Alejandría, la abandonase. Y habría de pagarlo caro (y por caro queremos decir caro).

El 450 murió Teodosio Zweiste y, tras un golpe de Estado, el Imperio quedó en manos de su hermana Pulcheria, que debía de ser una mezcla entre Charlize Theron y Arnold Schwartzenegger y, nota importante para lo que aquí relatamos, una nestoriana con galones. La Hillary Clinton de Bizancio escogió a Marciano como esposo porque lo juzgó lo suficientemente blando como para hacer lo que ella quisiera (aunque no fue del todo así), y le hizo convocar un concilio en Calcedonia, una ciudad cercana a Constantinopla (451). La idea de Pulcheria era interpolar una mediana entre el nestorianismo y el alejandrismo.

Para integrar a Roma en el tema, el concilio de Calcedonia empezó por asumir el Tomo Flaviano como doctrina, a partir de lo cual trabajó una definición del misterio de Cristo que fue bordada puntada a puntada, sintagma a sintagma: “la misma perfección en divinidad y en humanidad, el mismo Dios verdadero y Hombre verdadero, con un alma racional y un cuerpo; consustancial con el Padre en su divinidad, y al tiempo consustancial con nosotros en su humanidad”. El credo de Calcedonia, aunque obviamente no nos suene mucho en España dada la naturaleza de nuestro catolicismo, tuvo, en su momento, la misma importancia que el niceno, por la potencia que exhibió a la hora de unir a diferentes iglesias. Hoy en día, lo podemos encontrar en Grecia, en Rumania, o entre los ortodoxos eslavos.

Vayamos, pues, con el desarrollo del concilio de Calcedonia.

A Eutiquio ya lo conocéis porque es el pavo que apeló ante León el PasPas y provocó que éste escribiese su Tomo Flaviano. Ahora sabréis por qué. Era sacerdote y abad de un monasterio cercano de Constantinopla, y era un partidario cerrado de las teorías alejandrinas de Cirilo. Eusebio, obispo de Dorilea, le obligó a rendir cuentas de su doctrina delante de un pequeño concilio. Como allí Eutiques no se retractó, fue condenado y excomulgado. Entonces fue cuando Euti, encabronado, decidió apelar al Francisquito. Eusebio se apresuró a advertir a León de quien le escribía; pero, aún así, el Papa le escribió al patriarca Flaviano así en plan yo creo que os habéis pasado con la excomunión, tíos. Flaviano le contestó diciendo que, según Eutiques, antes de ser concebido Jesús tenía dos naturalezas pero, una vez nacido, sólo tenía una; y le invitó a confirmar o refutar la idea. Del estudio del tema, León llegó a la conclusión de que Eutiquio, efectivamente, era un piernas.

Como ya os he contado, en Éfeso los alejandrinos se limpiaron el culo con el Tomo de León, y esto no le sentó bien al PasPas pues, por lo general, un Santo Padre suele estar acostumbrado a que todo el mundo le ría las gracias. Por eso, le escribió una carta plañidera al entonces emperador Teodosio II sugiriéndole la celebración de un nuevo concilio en Italia. Para entonces, León estaba seriamente preocupado porque consideraba que Éfeso había cerrado la herida en falso y, por lo tanto, había riesgo de cisma eclesial (léase: riesgo de que otros pasasen a recaudar la pasta que ahora recaudaba Roma). Por eso le escribió una segunda carta a Pulcheria, sabiendo bien que la herma era la que mandaba, conminándola a hacer algo. León, por otra parte, difundió en Europa su carta a Teodosio, conteniendo su (un tanto torpe) elaboración dogmática sobre la naturaleza de la encarnación, que fue leída en todas las iglesias y adoptada, en general, por un clero para el cual, para qué lo vamos a decir de otra manera, en buena mayoría todo eso de las personas o naturalezas de Cristo le parecía más complejo que la cromodinámica cuántica.

Dióscoro, encabronado con las gestiones de León, se declaró no partidario, y arrastró con él a diez obispos más. ¡Cisma a la vista! En esos tiempos el emperador occidental Valentiniano II, su señora madre Placidia y su mujer Eudoxia visitaron Roma (hacía ya mucho tiempo que los emperadores romanos no vivían en Roma); León aprovechó para comerles la oreja con que el tema estaba más complicado que un mitin de Pablo Iglesias en el Monte Athos. Los conminó, pues, a que ellos también presionasen a Teodoro para que le hiciesen caso a su puto Tomo mediante un nuevo concilio en Italia (o sea: un concilio que él pudiera controlar). Los emperadores le escribieron a Teodosio, pero éste se encastilló en que Éfeso era Éfeso y que, consecuentemente, no es no. Pero ese mismo año se arreó una hostia cayéndose del caballo, y quedó machihembrado con el Cielo.

Cuando Marciano llegó a la categoría de Clinton de Bizancio, bajo la atenta mirada de su Hillary, quiso tener inmediatamente buenos gestos hacia Roma. Por ejemplo, hizo caer en desgracia a Crisafo, un eunuco que era el Félix Bolaños del emperador Teodosio. Marciano, parece ser, estaba íntimamente convencido de que le debía el solio imperial a Dios (supongo que se decía eso para esconderse a sí mismo el hecho de que se lo debía a su señora esposa). Por eso, decidió tomar la unión de las iglesias como su gran labor. Pulcheria, asimismo, asumió frente al Papa la labor de pacificar la Iglesia.

Aunque ideológicamente los emperadores, sobre todo ella, pudieran ser de otra cuerda, esto son negocios. Marciano y Pulqueria olieron claramente cuál era la tendencia ganadora, probablemente impresionados por la facilidad con la que el Tomo Flaviano se había hecho dogma en Europa, y decidieron condenar a Nestorio y al pobre Eutiques. León envió a Constantinopla a dos legados: Lucencio y Basilio, a fin de que analizasen con Anatolio de Constantinopla los excesos perpetrados por Dióscoro y los suyos.

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