La URSS, y su puta madreCasi todo está en Lenin
Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado
El resultado final de la colectivización fue cerrar el círculo. Es evidente que el mayor trile conceptual de los muchos que comete el comunismo es ése consistente en convencerte de que es una ideología progresista que, por lo tanto, vela por el desarrollo libre y personal de la gente. Lejos de ello, el comunismo, esto es lo que terminaron por creer la mayoría de los agricultores colectivizados, era el regreso a la servidumbre contra la que presuntamente se había alzado. En muchas zonas rurales, los campesinos comenzaron a usar las siglas VKP constantemente. Era una cosa parecida al grito de ¡UHP! (Unión de Hermanos Proletarios) que hacían las izquierdas obreristas en la II República española. Oficialmente, VKP significaba Vsesoiuznaia Kommunisticheskaia Partiia, es decir, Partido Comunista de la Unión. Pero, en realidad, para los campesinos significaba Vtoroe Krepostnoe Pravo que, como ya habréis adivinado, significa La Segunda Servidumbre.
La servidumbre rural zarista tenía dos elementos posibles: el obrok era la entrega al señor de un determinado volumen de producción; la barshchina era el trabajo durante un número de días al año en las tierras del señor. Las granjas colectivizadas soviéticas, una vez organizadas, se enfrentaron a la cuestión de cómo retribuirían al agricultor. Lo primero que hacía la granja con su producción era pagar con cosecha, valorada según precios fijados por las autoridades, a las unidades de maquinaria agrícola que facilitaban los medios de producción. Se mantenían ciertas cuotas de producción para tener semillas y, finalmente, el exceso que quedaba o bien se le vendía al gobierno, o bien se vendía el mercado libre. Esta porción era la que se distribuía entre los agricultores miembros de la granja.
Esta última distribución no se definió metodológicamente, y ahí estuvo el problema. En algunos lugares se hizo de forma egalitaria (un pollo, una porción), mientras que en otros se buscaban otros sistemas. El Partido, de hecho, siguiendo un poco la filosofía estajanovista, trataba de fomentar la distribución basada en los jornales realizados. El sistema basado en jornales se hizo obligatorio a principios de 1935. Cada labor: roturar, cosechar, ordeñar, recibía un valor de jornal de acuerdo con su complejidad o duración. La media de todos los jornales equivalía a la totalidad de la producción dividida por los jornales acumulados por todos los agricultores; sí, en la práctica esto significaba que el jornal valía distinto de un kolkhoz a otro.
Como quiera que a un comunista que gobierna no hay nada que le guste más que prohibir y, si puede, castigar, los mandamases de las granjas colectivas, que ya sabéis que no eran agricultores sino burócratas paniaguados y policías represores, tomaron la costumbre de castigar las faltas de los agricultores de las granjas colectivas poniéndoles jornales de multa. Esto es: producida la falta, el culpable recibía una reducción de los jornales que tenía anotados: con ello se producía otro de los sueños húmedos del comunismo, que es que la gente trabaje gratis para él (y si a alguien se le ocurre decir que eso es alienar la plusvalía del obrero, se le coloca frente a un paredón y se soluciona el tema). Lógicamente, cuando un burócrata recibe un poder así, lo normal es que se venga arriba, se convierta en una especie de mini sátrapa de establo, y comience a sancionar lo no sancionable con multas excesivas, como el gallego del chiste, tan sólo por joder. Así se lo acabó por advertir a Stalin Ivan Alexeyevitch Akulov, un viejo revolucionario que se quejó del asunto ante el secretario general. La verdad sea dicha, lo mismo Akulov pensaba que él no había hecho la revolución para eso; pero también tenía otros motivos más crematísticos para estar preocupado. Akulov sabía sumar dos y dos y, consecuentemente, se dio cuenta de que: si el excedente que quedaba finalmente para repartir entre los agricultores de la granja solía ser putomiérdico y, además, los agricultores veían reducida su parte en el mismo por la vía de que unos soplamierdas les redujesen la cuenta de jornales, la inmediata era que esos agricultores se dedicasen a sus parcelas individuales, ésas que conservaban para poder alimentar a sus familias, y en las que, si trabajaban mucho, podían aspirar a conseguir excedentes que podrían vender.
Esto se podría resolver poniendo en vereda a los cabrones que estaban puteando a los agricultores. Pero no fue lo que hizo esa ideología que es la luminaria del progresismo mundial. Lo que hizo fue decretar que, sí o sí, cada agricultor debía trabajar una serie de horas mínimas en la granja colectiva cada mes.
O sea: la barshchina.
El regreso del campo soviético a la servidumbre zarista, sólo que ahora santificado ante todos los intelectuales del mundo porque, oye, lo mandaban los comunistas, y lo mandaban por nesecidad, fue definitivamente recogido en un decreto conjunto del Partido y del gobierno (o sea, del Partido) con fecha 29 de mayo de 1939.
Os diré algo fruto de la experiencia: esto de la colectivización soviética del campo es uno de los temas sobre los que menos quiere debatir un marxista de libro. Yo comencé a leer sobre él muy joven, así pues, cuando estuve en la universidad, ya más o menos me lo sabía. Por eso, aprendí que la mejor forma de terminar abruptamente una discusión teórica de cafetería de facultad, de las que entonces había muchas, era sacar este tema. O sea: si el agricultor trabaja en las tierras de todos para producir unos bienes que serán valorados al precio que quiera quien los compra y, además, de todo el cupo de horas de trabajo de que es capaz dicho agricultor el trabajo en los campos colectivos ha de ser de un número de horas mínimo establecido... ¿acaso no hay robo de plusvalía ahí? ¿no existe robo de plusvalía en el gesto de valorar la producción sin tener en cuenta lo que ha costado producirla; no existe robo de plusvalía en evitar que dicha plusvalía se genere prohibiendo el trabajo en las parcelas propias? Fin de la discusión; me voy, que he quedado.
No fue ésta la única institución zarista que revivieron los comunistas. Una de las primeras cosas que los revolucionarios habían ilegalizado en 1917 era el sistema de pasaportes internos zarista, por el cual el personal en Rusia no podía viajar de un sitio a otro sin los correspondientes permisos. El Sovnarkom, sin embargo, lo revivió; inicialmente (27 de diciembre de 1932) sólo para los habitantes de las grandes ciudades (Moscú, Leningrado, Jarkov); pero rápidamente extendido para todo cristo. Desde los 16 años, los ciudadanos recibían pasaportes interiores, renovables cada cinco años.
La principal preocupación que estaba detrás del sistema de pasaportes es que las autorizades querían obstaculizar la emigración a las ciudades y, sobre todo, que la gente se acostumbrase a cambiar de curro. Nadie, efectivamente, ha trabajado tanto por la identificación del ciudadano con su trabajo como el comunismo soviético. A partir del momento en que los pasaportes se pusieron en marcha, la decisión de irse de una ciudad a otra a probar suerte en la industria local era una decisión compartida con la policía, que ésta podía vetar y, de hecho, solía. Eso, de todas formas, era para los habitantes de las ciudades. Los habitantes rurales ni siquiera recibían pasaportes, lo cual no es que quiera decir que podían ir donde quisieran, sino exactamente lo contrario: de ellos se esperaba que permaneciesen siempre ligados a la tierra. Los habitantes rurales no recibieron pasaportes hasta el año 1975.
Pero, eso sí, los objetivos del Plan Quinquenal se cumplieron en cuatro años y tres meses; nueve de adelanto. Costó millones de vidas, pero el camarada secretario general tenía su éxito.
En 1932, el 70% del PIB soviético era industrial. El país había cambiado en la dirección querida por Stalin, y con la intensidad que reclamaba. En ese año, Stalin ya estaba pensando en convertir a la URSS en un lugar con una capacidad de mostrar éxito incomparable en el mundo. Probablemente, su proyecto más ambicioso era el del nuevo Palacio de los Soviets. Un edificio coronado con una estatua de Lenin tan elevada que la altura final tenía que ser mayor que cualquiera de los rascacielos de Nueva York. La obra, nunca realizada, supuso la demolición de la iglesia de Cristo Salvador.
El éxito de Stalin, sin embargo, tenía truco. Desde 1927, y muy particularmente con la Gran Depresión, los precios industriales mundiales, en los cuales se contabilizaba la producción del Plan Quinquenal, se habían disparado. Si el Plan Quinquenal de Stalin se mide en volumen, que es como habría que hacerlo, se puede ver que, en realidad, no se cumplió. El Plan incluía un objetivo de 22 millones de toneladas de carbón en 1932; se extrajeron 13,4 millones. La producción de hierro, 12,1 millones, tenía que ser de 19. La producción de acero fue poco más que la mitad de lo proyectado.
Probablemente informado de todo esto, pues es muy difícil de imaginar que Stalin careciese de cifras adecuadas y bien calculadas, el secretario general era plenamente consciente de que lo que le tocaba era evitar las críticas. Esto lo hizo alimentando una visión absolutamente maniquea del país y del Partido: por un lado, los “bolcheviques reales”, seguidores de Lenin y Stalin; y, por otro, los contrarrevolucionarios, que trataban de sabotear el proyecto comunista por la vía de criticarlo.
Stalin necesitaba algo así, porque la verdad es que los movimientos y opiniones críticos con él y con su política eran cada vez más numerosos en el seno del Partido, aunque la gente no se enterase por la mordaza establecida en la Prensa. En esas circunstancias, como ocurriría también en el franquismo, la crítica se refugió en la creación artística. En 1931, una revista publicó un relato escrito por un autor entonces poco conocido: Andrei Platonovitch Klimentov, que firmaba Andrei Platonov. El cuento contaba la historia de un innominado electricista que viaja por la Rusia rural, de kolkhoz en kolkhoz, ofreciendo sus servicios como electricista; y comprobando cómo la colectivización ha barrido toda iniciativa y toda esperanza del campo. Stalin, que leyó el relato, anotó al margen: “¡Basura!” En 1933, el poeta Osip Emilievitch Mandelstam fue arrestado tras escribir un epigrama sobre Stalin.
El opositor en el Partido, quizás no más peligroso, pero sí más significativo, era sin duda Nadezhda Konstantinova Krupskaya, la viuda de Lenin. En mayo de 1930, la muy respetada viuda del fundador del régimen habló en una reunión del Partido, y dijo que la colectivización no respondía a las instrucciones de su marido. Krupskaya vendió a Lenin en ese discurso como una especie de activista bienintencionado del cooperativismo agrario, cosa que está bastante lejos de ser cierta, pero, bueno... El revuelo que causó el tema fue tal que Kaganovitch tuvo que presentarse en el mismo distrito a apagar el fuego. Su argumento fue, ¿cómo decirlo?; muy comunista. Krupskaya, dijo, en su condición de miembro del Comité Central del PCUS, no tenía derecho a criticar al Comité Central del PCUS. Además, dijo que Krupskaya, por ser la viuda de Lenin, no podía reclamar el monopolio del leninismo. Khruschev, que estuvo presente en las reuniones y en la polémica, recordaría años después que la viuda fue aislada y que la gente incluso dejó de saludarla. Como tantas otras veces, sin embargo, se le olvidó recordar que, más que probablemente, él fue uno de los que con mayor saña le retirarían el saludo.
El 9 de junio de 1930, en el marco del trabajo preparatorio del XVI Congreso del PCUS, un tal Mamaev publicó un borrador de ponencia en el que venía a decir que la colectivización era una ful si antes no se mecanizaba al campo, y venía a decir que Stalin no distinguía un pimiento verde de una cornucopia floreada. Días después, Pravda, el mismo periódico que había publicado el texto de Mamaev, publicó un artículo editorial a cinco columnas tildando a Mamaev de kulak y de saboteador; y a otra cosa.
Mamaev era un pobre diablo. Pero Stalin tenía opositores mucho más poderosos en el Partido, y algunos de ellos velaban sus armas en secreto de cara al XVI Congreso, mientras formalmente seguían apareciendo como cerrados defensores de su secretario general. Conforme fue desarrollándose aquel año de 1930, fue quedando claro que la oposición a Stalin, lo que se dio en llamar el bloque derecha-izquierda, tenía dos expresiones. Una de ellas estaba liderada por Seguei Ivanovitch Syrtsov, entonces miembro candidato del Politburo, miembro del Comité Central y primer dirigente comunista en la Federación Rusa; la otra, representada por Vissarion Vissaroniovitch Lominazde, también miembro del Comité Central y primer secretario general del Partido Comunista de la Federación Transcaucásica; así como Lazar Abramovitch Shatskin, miembro de la Comisión de Control del Comité Central y uno de los fundadores del Komsomol.
El hecho de que haya que ser un verdado sovietofriki para conocer los apellidos Syrtsov, Lominazde o Shatskin, ya nos dice el recorrido que tuvieron. Sabemos poquísimo de ellos; en realidad, casi todo lo que sabemos nos viene de cuando fueron denunciados como saboteadores. Cabe imaginar que, probablemente, fueron personas que comenzaron a pensar que la estrategia de Stalin no estaba conduciendo a la URSS hacia el socialismo y que estaba cayendo en burocratismo excesivo.
Ya que hemos hablado de Lominadze, hagamos un interludio georgiano. Recordaréis que habíamos dejado a Lavrentii Beria haciendo un bisnes con el cuñado de Stalin, Redens, para quedarse ambos con el machito caucásico. En 1931, sin embargo, Beria estaba ya en cargarse a su otrora aliado. Redens era un dispómano empedernido, como muchos otros cuadros comunistas, y una noche, la noche de su cumpleaños, montó la de dios es cristo en la calle tras una hemicránea brutal. A Beria le faltaron minutos para contárselo a Stalin, buen conocedor de que ese tipo de mamonadas en público eran especialmente odiadas por el secretario general. Stalin, efectivamente, trasladó a su cuñado a Bielorrusia. Así las cosas, en abril de 1931 Beria ascendió a jefe de la GPU de toda Transcaucasia, el cargo anterior del borracho. No fue, en todo caso, el único alcohólico al que ayudó. El tío de su mujer, el prominente comunista georgiano Sasha (Alexei Alexandrovitch) Gegechkori, tenía una afición desmedida por los dos grandes beneficios del comunista medio: el vodka, y las putas. Lo suyo era tan brutal que, en cierta ocasión, la policía (normal, no la secreta) le detuvo en el Hotel Oriental de Tibilisi, donde estaba montando una bacanal con docenas de tías en pelotas corriendo por los pasillos. Beria lo tapó todo. Eso sí, tiempo después Gegechkori, que había desfalcado un montón de dinero público, acabaría suicidándose.
Muy bueno el de hoy.
ResponderBorrarEse Gegechkori debía de ser el Charlie Sheen georgiano.