Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado
Las cosas, en 1932, estaban ya maduras para pasar al siguiente estadio, es decir, la represión generalizada. Ocho años antes, Dzerzhinsky había comenzado el proceso que culminó en las purgas, al recomendar en un congreso de oficiales de justicia marxistas (los únicos que había en la URSS) que los campos de concentración de prisioneros fuesen emplazados en lugares remotos de la URSS. Esta red de campos, diseñada desde el principio para provocar la muerte y la desesperación de sus internos, fue puesta bajo la administración de una nueva agencia de la OGPU, la Alta Administración de Campos de Trabajo Correctivos o GULAG. En 1928, los campos del Gulag tenían una modestísima población de 30.000 internos; tres años después, eran dos millones. Buena parte de ellos fueron convertidos en mano de obra forzada y gratuita (para que luego vengan los comunistas a hablar del salario mínimo) en grandes proyectos industriales o de infraestructuras, como el canal entre los mares Blanco y Báltico, obra en la que murieron centenares de veces más personas que en la construcción del Valle de los Caídos, pero nadie, claro, los recuerda ni le importa una mierda dónde están enterrados sus cuerpos (si es que los enterraron).
Los prisioneros-trabajadores forzados se convirtieron en un elemento muy importante de uno de los proyectos más queridos de Stalin: convertir la URSS en una potencia aurífera. Un revolucionario de primera hora, Alexander Pavlovitch Serebrovsky, que sería popularmente conocido como “el Rockefeller soviético”, fue colocado al frente de la Agencia Soviética del Oro. Stalin había leído varios libros sobre la fiebre del oro en California y quería erigir varias californias en la URSS. La minería debería empezar por el oro, pero debería tirar a todo lo que se moviese: carbón, hierro, cualquier cosa. La OGPU creó una nueva agencia, llamada Dalstroy, cuya sede central se emplazó en Magadan (casi en la esquina este de Siberia), encargada de crear la estructura de minas de oro, operadas por prisioneros forzados, en la región siberiana de Kolyma. Eduard Petrovitch Berzin fue el director de la Dalstroy. En todo caso, los presos no fueron los únicos trabajadores forzados en aquellos años. En 1930, los sindicatos soviéticos enviaron 180.000 obreros urbanos a hacerse agricultores, y podéis estar seguros de que no les preguntaron. Un decreto de noviembre de 1929 seleccionó a 25.000 trabajadores de factorías para que se hiciesen organizadores de granjas colectivas.
Como ya he tenido tiempo de apuntar en estas notas, el terror estalinista, en realidad, no comenzó por los cuadros del Partido. Empezó por la colectivización rural y el proceso de dekulakización. Un decreto gubernamental de 1 de febrero de 1930 reclamaba la colaboración de los campesinos pobres en la política contra los kulak; se buscaba, por lo tanto, crear un incentivo en muchos de los habitantes de las zonas rurales para atacar y vejar a sus vecinos. Quince días antes, el 16 de enero, el gobierno había emitido otro decreto con el que pretendía defenderse de la política generalizada de los kulaks a la hora de sacrificar su ganado, dando a las autoridades poderes plenos a la hora de confiscar los bienes de los agricultores acomodados. Este decreto se redactó a propósito en unos términos lo suficientemente etéreos como para que kulak viniese a significar cualquier cosa que el dirigente comunista de turno considerase que era un kulak. A esto hay que unir que los dirigentes locales sabían bien, porque así se lo habían explicado desde Moscú, que aquél que no lograse completar ciertas cuotas de confiscamiento sería acusado de “derechista”, es decir, de comulgar con la facción del bolchevismo que defendía una colectivización más lenta y menos ambiciosa, y que había sido declarada sediciosa. Así las cosas, la represión fue cualquier cosa menos selectiva; los comunistas fueron a por todo el mundo que tenía algo confiscable, y se lo confiscaron a hostia limpia.
Me atrevo a afirmar que nunca sabremos con cifras limpias e incontestables cuántas familias se vieron afectadas por el teórico proceso de dekulakización que, en realidad, fue un proceso de invasión indiscriminada del campo soviético. Algunas estimaciones apuntan a que aquella política le destrozó la vida a 1,1 millones de familias con un total de unos siete millones de miembros, la mitad de los cuales acabaron en esquinas ignotas de Siberia.
Aquello era una política que se podía imponer por la fuerza; pero imponer algo por la fuerza no supone, desde luego, que se pueda imponer que salga bien. El campo soviético se convirtió en un caos, y esto es algo que en febrero de 1930 era bastante evidente, incluso en Moscú. Diversas personas de las altas instancias del poder comunista comenzaron a defender la idea de que, tal vez, había que tascar el freno; y Stalin, abrumado por los datos, estuvo de acuerdo.
La política de colectivización había integrado nada menos que diez millones de familias en granjas colectivas en apenas siete semanas. Sin embargo, esto sólo significaba que los agricultores habían aceptado administrativamente formar parte de las granjas colectivas; en la realidad, ni estaban trabajando en ellas, ni trabajaban para ellas. Y, lo que es peor, el sacrificio masivo de animales continuaba cada vez a mayor velocidad. Entre febrero y marzo de aquel 1930 fue sacrificado un cuarto del ganado total, un tercio de los cerdos y más de un cuarto de cabras y ovejas. Sólo después de la muerte de Stalin se supo en la URSS que entre 1928 y 1933 la URSS había perdido 26 millones y medio de cabezas de ganado, 15,3 millones de equinos, y 63,4 millones de ovejas. Por lo demás, sólo en febrero de 1930 y sólo en Asia Central hubo 38 estallidos de violencia campesina en los que participaron 15.000 agricultores.
La situación tan comprometida provocó que dos miembros del Politburo: Ordzhonikizde y Kalinin, viajasen personalmente a zonas rurales, acompañados de altos funcionarios de la administración agrícola. Regresaron a Moscú seriamente temerosos de que aquella primavera no hubiese cosecha en muchos lugares de la URSS. El 24 de febrero, cuando ya habían vuelto, se convocó una sesión especial del Comité Central para estudiar el tema de la colectivización. Dado que los comunistas tienen siempre bastantes problemas a la hora de confrontar la realidad y reconocer su dinámica real, los viajeros se dedicaron a decir que el problema era que los cuadros comunistas locales que tenían que realizar la colectivización no tenían nivel para la labor que se les había encomendado. No tenemos testimonios ciertos de las intervenciones de Stalin en esa reunión; de hecho, ni siquiera sabemos si estuvo presente.
Con él o sin él, lo cierto es que el Comité Central, y las reuniones del Politburo que se celebraron más o menos en esos días, acordaron cambiar el paso con la colectivización. El 27 de febrero, Pravda santificaba la nueva teoría publicando un editorial en el que llamaba a ser pacientes con la colectivización en las repúblicas minoritarias (léase no rusas). Ordzhonikizde estuvo, sin duda, detrás de la reunión del Comité Central del Partido Comunista de Ucrania, en el que se ordenó que las explotaciones agrícolas de pequeño tamaño no fuesen colectivizadas.
Nada de esto, sin embargo, fue capaz de cambiar la situación. Las cosas en el campo estaban puteonas y cada vez más difíciles. El Politburo decidió que era necesario dejarse de editoriales a través de los cuales el personal adivinase la opinión del Partido; hacía falta una toma de posición inequívoca; y, lógicamente, se la encargó al secretario general. Ciertamente, es más que fácil de estimar que todo el mundo asumió que Stalin, como buen bolchevique, sometería su borrador al criterio de sus peers antes de publicarlo.
Esto, sin embargo, no fue lo que pasó. Stalin redactó un artículo, y lo hizo publicar sin el conocimiento de nadie más que él. Se publicó en Pravda el 2 de marzo. Mareados con el éxito se centraba, sobre todo, en criticar a los dirigentes locales que, en su exceso de celo colectivizador, se habían pasado de frenada. Decía Stalin en el artículo que el proyecto era un éxito, pues había más que doblado los objetivos del Plan Quinquenal; pero que ese éxito había movido a algunos a “llevar a cabo acciones aventuradas, buscando solventar todos los problemas de la construcción del socialismo en muy poco tiempo”.
En un ejercicio acojonante de cinismo, Stalin repasaba los errores cometidos por otros en la aplicación de sus instrucciones afirmando cosas como que “resulta evidentemente absurdo tratar de romper el carácter voluntario de la adscripción a la granja colectiva”. “¿Quién desea”, se preguntaba retóricamente, “este tipo de presiones innecesarias sobre nuestros agricultores? Sólo nuestros enemigos”. Asimismo, criticaba que la colectivización hubiese ido demasiado lejos, afectando también a casas, animales de pequeño tamaño, etc. Todo eso lo había ordenado él.
Mareados con el éxito generó una verdadera ola de pánico entre los dirigentes locales comunistas, que sabían muy bien cuáles serían las consecuencias de que Stalin los señalase con el dedo y los responsabilizase de los excesos en el proceso de colectivización que había ordenado él. Stalin era un político moderno con todas las de la ley: hoy digo una cosa, mañana la contraria, y ambas veces son verdad.
¿Y Georgia? Una vez estabilizado el poder en sí de los bolcheviques en Georgia, había llegado el momento para la Cheka y la GPU de aplicarse a fondo en la colectivización agraria, es decir, la guerra contra los kulak. En noviembre de 1929, el Comité Central transcaucásico, el Zakraikom, ordenó, a través del líder recién estrenado Krinitsky, una aceleración colectivizadora. La eliminación de los kulak como clase social, decretada por Stalin, se convirtió en Georgia, donde no se olvide que los campesinos retenían una fuerte conciencia menchevique, en una guerra sin cuartel contra el campesinado en general. Hay que decir, en todo caso, que hubo varios comunistas locales que, con bastante racionalidad, trataron de llamar a una cierta moderación. En medio de estas discusiones, llegó el artículo de Stalin de 2 de marzo de 1930, Mareados por el éxito.
El artículo de Stalin cayó en Georgia como un meteorito de estiércol de gorrina. Aparentemente, Beria y su jefe en la GPU transcaucásica, Stanislav Frankevitch Redens (cuñado de Stalin por estar casado con Anna Aliluyeva) decidieron sacar partido del cambio de orientación. Ambos se dedicaron a exagerar el alcance y gravedad de las revueltas campesinas ocurridas, y comenzaron a señalar culpables. Si no se tomaban medidas, dijeron, en unas semanas habría revueltas armadas. Existen indicios de que la nota de Beria y Redens fue leída personalmente por Stalin, quien le prestó bastante atención. El caso es que el Comité Central desde Moscú envió la instrucción de que la GPU asumiese el mando en la lucha contra los kulak. Krinitsky, por su parte, envió una carta a Stalin intentando desacreditar a Beria y a Redens.
Al final, se produjo un enfrentamiento resuelto de una manera un tanto salomónica. La GPU se quedó con las ganas de dirigir la guerra campesina. Pero, al mismo tiempo, Krinitsky perdió su puesto de trabajo y fue sustituido por Vissarion Vissarionovitch Lominadze. El primer secretario en Georgia, Kakhiani, fue también sustituido por Levan Gogoberidze.
A mediados de marzo de aquel 1930, Ordzonikizde y Mikoyan, acompañados de otros dirigentes agrícolas del Partido, se desplazaron a las zonas rurales para tratar de embridar la situación. Se multiplicaron las reuniones y los mitines. En ese momento, el PCUS ya no jugaba para ganar el partido de la colectivización, sino para empatarlo. El objetivo, marcado en Mareados con el éxito, era consolidar los avances conseguidos; y eso era lo que estaba en franco peligro. Como le ocurriría muchas veces a lo largo de su Historia al sistema soviético, en el momento en que el Partido abrazó el principio de la voluntariedad en cosas que había estado imponiendo a punta de bastón, la gente le tomó la palabra y comenzó a mandar a los kolkhozes a tomar por culo. Sólo entre marzo y mayo, ocho millones de hogares se largaron de las granjas colectivas.
En paralelo, sin embargo, Stalin estaba desplegando su propia política, a través de su principal vicario en la Tierra en ese momento, que era Kaganovitch. El fiel escudero también comenzó a coger trenes que paraban en las ciudades rurales; entonces visitaba a los dirigentes comunistas locales y les susurraba al oído que si la colectivización capotaba, sería enormemente fácil sufrir algún tipo de accidente personal. A base de hacer ofertas que sus recepcionarios no podían rechazar, el régimen consiguió estabilizar la situación y parar la hemorragia en el mejor momento posible: el de la cosecha. Así las cosas, las estadísticas de la época muestran un nuevo incremento en la colectivización; aunque eso, ciertamente, no necesariamente tiene que ser cierto. El proceso continuó más despacio de lo que Stalin había querido, pero continuó. A mediados de 1933, con el 65% de la tierra colectivizada, se podía decir que el proyecto de Stalin se había completado razonablemente.
La colectivización, sin embargo, no detuvo la lucha estalinista. Inmediatamente después de que se generalizase la agricultura comunista, Stalin comenzó a generalizar, a través de sus terminales de La Sexta Soviética, la teoría de que muchos de los campesinos que se habían apuntado a las granjas eran en realidad kulak que se habían metido para poder sabotear el sistema desde dentro; era, pues, necesario limpiar toda esa morralla.
Mirándolo con perspectiva, la colectivización no fue más que la reintroducción de la servidumbre. En 1934, 17 años de revolución habían conseguido que la situación del campesinado rusto retrocediera a 1861 (Millones de muerto mediante)
ResponderBorrar