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De 15 de marzo de 1850 lleva fecha la que probablemente podríamos, incluso deberíamos, llamar Ley Falloux, formalmente conocida como ley de la libertad de enseñanza. Una ley consagrada a un principio fundamental: la ruptura del monopolio educativo del Estado. Ésta era una vieja reivindicación de las derechas. El momento más lógico para haberle devuelto competencias educativas a la Iglesia, obviamente, fue la Restauración. En ese momento político, sin embargo, las fuertes raíces sociales del napoleonismo habían aconsejado a los ministros no dar ese paso. Durante la monarquía de Luis Felipe, Charles de Montalembert había reivindicado el tema repetidas veces, sin conseguir nada apreciable.
Ahora, sin embargo, el propio Montalembert y el abate Félix Antoine Philibert Dupanloup, normalmente conocido como el abate Dupanloup, se convirtieron en los principales propagandistas de la idea de que la Iglesia tenía derecho a formar a los jóvenes franceses; a volver a tener, pues, la influencia social que había tenido en el pasado.
La ley se aprobó con una mayoría fuerte. El bachillerato quedó abierto a los seminaristas y a los alumnos de escuelas privadas y se dictó la libertad plena para abrir escuelas de secundaria. A pesar de la importante apertura que comportaba la norma, el control del Estado no era cosa olvidada. En cuanto a la universidad, los altos funcionarios napoleónicos no se atrevieron a consagrar los deseos de las derechas, que eran la total sumisión de la institución a la Iglesia (como, de hecho, había sido, por ejemplo, la Sorbona hasta muy pocos años antes). Sin embargo, la capacidad eclesial de influencia se incrementó notablemente.
El siguiente paso en el plan de Luis Napoleón era el sufragio universal. Aquí, de nuevo, y como ya os he comentado, contaba, sobre todo, con una presión clara y pública por parte del legitimismo, que quería ver ese derecho notablemente recortado. Esta reivindicación, además, ganó momento después de la exclusión de los diputados revolucionarios. En efecto, el Tribunal Supremo francés le negó el acta de diputado a treinta diputados electos por su participación directa y probada en la pequeña guerra civil que había precedido a la estabilización napoleónica. Eran tiempos, en efecto, en los que el compromiso constitucional pesaba más que la voluntad votada; qué cosas.
Las derechas se las prometieron muy felices con aquella exclusión; pero quizás no habían calculado que los sustitutos deberían ser elegidos por sufragio universal, por ser aquélla, todavía, la ley electoral. En provincias, 18 montagnards fueron elegidos. Y en París, los tres candidatos del denominado Comité Democrático Social: Carnot, Eugène Süe y Paul de Flotte, se alzaron con la mayoría acumulando 130.000 papeletas.
Aquellas elecciones le enseñaron a Les Burgraves, como se habían dado en llamar los líderes de derechas, que tenían que presionar más al poder. Napoleón reunió en el Elíseo a Thiers y otros importantes elementos legitimistas: Jacques-Victor-Albert de Broglie, duque de Broglie; Louis-Mathieu Molé; Montalembert; Louis Joseph Buffet; o Napoleón Daru, conde Daru. Napoleón le ofreció a Thiers y Mole entrar en el gobierno; pero los otros no estuvieron de acuerdo. Pero en lo que sí estaban todos de acuerdo era en parar a las izquierdas a través de la reforma electoral. De hecho, el tema estaba tan maduro que ya el 8 de mayo, Pierre Jules Baroche presenta el consiguiente proyecto de ley. Con la intención confesada de “moralizar las elecciones”, esta ley lo que hace no es restablecer el sufragio censitario, pero sí establecer una serie de cortapisas importantes como, por ejemplo, negarle el derecho al sufragio a toda persona que no pueda acreditar un enraizamiento en su lugar de residencia de como poco tres años.
En la Asamblea, Michel de Bourges, uno de los portavoces de las izquierdas, amenaza con la producción de una guerra civil ante lo que considera una violación flagrante de la Constitución. Montalembert le contesta: “lo que nosotros queremos es la guerra legal para combatir el socialismo”. La ley se votó el 31 de mayo, tras áridos debates.
Tras la aprobación de la ley, sin embargo, llegaría el momento para que Napoleón se diese cuenta de que, por lo general, ceder ante un aliado político no sirve para nada más que para convencerle de que eres débil y que, por lo tanto, puede seguir exprimiéndote.
El subsidio al presidente de la nación había sido establecido en 1.200.000 francos; una cantidad de la que, la verdad, Napoleón no podía quejarse. Sin embargo, era un Napoleón: podía con eso y con mucho más. Aun y a pesar de que todavía no se había inventado el Falcon, el presidente pronto necesitó que Fould, su ministro de Finanzas, se presentara ante el Parlamento para solicitar nada menos que dicha asignación fuese multiplicada por dos. Aquello fue el pistoletazo de salida para las derechas quienes, pese a que no pudieron bloquear la aprobación de la pasta, sí fueron capaces de montar unas sesiones de debate enormemente ácidas. Y lo que siguió fue un memorial de demandas reaccionarias sin fin: ley para ilegalizar definitivamente los clubs, ley de deportaciones, legislación de prensa que restableciese el timbre... la gran gala completa.
Cuando el Parlamento francés se fue de vacaciones de verano, los Burgraves, con seguridad, pensaban que a la vuelta de las sesiones se acabaría por producir la restauración monárquica que era su deseo final. El 28 de agosto fallece Luis Felipe de Orléans, lo que sirve de excusa perfecta para una gran manifestación y concentración orleanista en Claremont. Cada vez se habla más de fusión entre las ramas de Chambord y Orléans, para así allanar el camino de la monarquía. Sin embargo el conde de París, Felipe de Orléans; y Henri, conde de Chambord, duque de Burdeos y candidato prevalente (dicen algunos) a Luis Felipe en la corona de Francia, deciden seguir en sus trece cada uno.
Luis Napoleón, mientras tanto, intentaba mejorar su popularidad. Por eso invirtió aquel verano en visitar los departamentos orientales del país, donde había recibido menos votos. Aquello le sirve para darse cuenta de lo poco popular que es en unas zonas de Francia donde la figura de Napoleón Bonaparte no se suele contemplar con tanta simpatía. En Besançon, por ejemplo, su llegada viene a coincidir con una manifestación que toma tintes violentos con mucha rapidez. En Estrasburgo, el gobierno municipal se niega a recibirlo y le viene a decir que se marche por donde ha venido. Para entonces, sin embargo, ya hay en Francia 52 consejos generales que han solicitado públicamente una revisión de la Constitución para permitir un segundo mandato consecutivo del presidente. La ola es la que es; la mayoría de Francia ha vuelto a saborear las mieles de un líder de la nación que trae los sabores del pasado que los franceses han admirado más en toda su Historia; y se nota. En Satory, Louis Napoleón, acompañado de Changarnier, pasa revista a unas tropas, que lo reciben dando vivas al Emperador. Changarnier no ocultó su repugnancia al hecho.
El Parlamento está de vacaciones pero, como siempre, tiene una permanente que sigue currando. Esta permanente fue, lógica y puntualmente informada del incidente de Satory. Era ministro de la guerra el general Jean Joseph Ange d'Hautpoul, y tuvo que tragarse el sapo de tratar de explicarle lo inexplicable a los diputados. Changarnier se explayó en explicaciones poco elegantes para Napoleón: “los gritos en favor del emperador no sólo se produjeron, sino que fueron impulsados y provocados. Se produjeron, además, en contra de mi orden expresa en sentido contrario”.
El general Changarnier es un jodido enemigo. Además de diputado de la nación, es el comandante en jefe de la guardia nacional y de la primera división militar; lo cual lo convierte, de facto, en el dueño del orden en París. Luis Napoleón había intentado, de hecho, hacerse con el apoyo de este militar de alto rango incorporándole a su equipo; el general, sin embargo, había rechazado la oferta casi con displicencia. La respuesta de Napoleón, a partir de ese momento, había sido apostar fuerte por su segundo, el general Maximilien-Georges-Joseph Neumayer.
Changarnier, sin embargo, era duro de pelar. El general emite una orden tajante a sus tropas en el sentido de que, mientras estén en servicio de armas, deberán abstenerse de hacer cualquier manifestación de simpatía política o personal. Esta instrucción hizo que Napoleón tascase el freno, y las escenas en las cuales la tropa, “espontáneamente”, se dedicaba a aclamarlo como a su tío, ya no se reprodujeron. Sin embargo, esto, en realidad, estaba más impostado que otra cosa por parte del emperador. Luis Napoleón tenía ya lo que quería. El incidente de Satory no había sido sino un elemento más de un conjunto de polémicas y tomas de posición que había tenido la virtud de colocar dentro del debate nacional la idea de una reforma constitucional que le permitiese doblar turno como presidente. Eso era lo que quería, y ya lo tenía. No le compensaba tirar más de la cuerda.
Esto, sin embargo, no quiere decir que el presidente se hubiese convencido de que podía convivir con Changarnier. Más bien le había convencido de todo lo contrario: Francia era una sabana demasiado pequeña para dos leones dominantes.
Tras volver a tener enfrentamientos con Changarnier en la Asamblea, Napoleón decidió que ya era suficiente y decidió sugerirle su cese a los Burgraves. Apenas un día después de haberse reunido con ellos, el 9 de enero, efectivamente lo cesó de su mando.
Todo parece indicar, sin embargo, que fue una huida hacia adelante de Napoleón, tan común en su familia. Los hechos parecen indicar que, lejos de lo que pueda parecer, los líderes de la derecha, el 8 de enero, le advirtieron que no hiciese lo que hizo; y Napoleón, en una decisión, como digo, muy típica de su familia, reaccionó con el muy castizo si no queréis caldo, aquí tenéis dos tazas. Y digo esto porque la reacción al cese en la Asamblea deja poco lugar a la interpretación. Thiers, alguien de quien cabría esperar un apoyo si los Burgraves hubiesen salido contentos del Elíseo, pronunció palabras muy fuertes: “si la Asamblea se muestra débil en esto, en lugar de dos poderes sólo quedará uno, y la frase llegará cuando quiera: el Imperio es un hecho”.
Finalmente, 417 diputados votan contra el gobierno, y 278 lo apoyan. Pero Napoleón no se iba a deprimir por algo así. Como varias veces en todo el siglo XIX y parte del siglo XX en muchos países, entre ellos España, la reacción del jefe de la nación ante el hecho de que el Parlamento le de la espalda será formar un gabinete a espaldas del Parlamento. Un envite que el presidente sabía que le ganaría a la Asamblea, demasiado influida por el principio general après moi, le Deluge; esto es, el vértigo de lo que podía pasar si hacían caer al presidente. Así las cosas, el Parlamento tuvo que contentarse con devolverle al corral al presidente una petición de un crédito adicional de 1.800.000 francos para sus gastos. Los diputados son claros: ni une heure de prolongation de pouvoir, ni un écu. Recortándole la pasta, pretendían demostrarle al presidente que tendría que irse tras su primer mandato.
Luis Napoleón, sin embargo, tenía a una parte muy importante de la calle a su favor. De hecho, la prensa bonapartista, en un gesto inusitado, pretendió abrir una cuestación pública para reunir el dinero que el presidente le había pedido al Presupuesto público y éste le había negado. Luis Napoleón, sabiamente, convence a sus partisanos de que no lleven a cabo esa iniciativa, que con seguridad sería exitosa, pero que abriría un precedente muy jodido. El presidente, dando ejemplo, despide a varios de sus criados, vende algunos de sus caballos; hace economías. Napoleón tiene claro que no es momento de enfrentamientos; ahora mismo, lo que mejor le puede venir es una reconciliación con la Asamblea.
La rana se está cocinando poco a poco. Mientras el presidente y el Parlamento juegan al ratón y al gato, por toda Francia se han recogido más de 1,3 millones de firmas en favor de la reforma constitucional. En la Asamblea, sin embargo, se produce una extraña alianza contra natura entre orleanistas y republicanos en contra de la medida. El presidente se impacienta y acaba haciendo lo que hacen las personas impacientes: cometer errores. En Dijon, pronuncia un discurso contra la Asamblea en el que utiliza palabras poco medidas. Viene a decir que él ha tenido mucha paciencia y que ha querido siempre negociar y buen rollo y tal, pero que los parlamentarios son una panda de cabezas huecas. Y llega a decir: “Francia no perecerá en sus manos”.
Se pasó tres pueblos. Una cosa es enfrentarte con la Asamblea, y otra acusarla de desear el fin de la nación.
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