lunes, marzo 13, 2023

El otro Napoleón (7): La cuestión romana

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



Tras los primeros éxitos evidentes, se hará bien claro que en el partido independentista hay muchas tendencias. A esta relativa desunión se une el hecho de que Austria es mucha Austria y que, por lo tanto, tras las primeras derrotas, Viena decide plantar batalla. Radetzki reconquista Venecia y pone a los nacionalistas italianos a la fuga. Carlos Alberto es vencido en Custozza, huye a Lombardía y, desde allí, se ve obligado a firmar un armisticio en condiciones muy humillantes.

En Roma, los vientos liberales son igual de fuertes. Pío IX, un hombre que, al fin y al cabo, está en condiciones de leer bien el partido y entender la situación, decide dar pasos en la dirección liberal. Le ofrece a los romanos una nueva Constitución y nombra ministros de corte liberal. Pero durará poco. El ministro de mayor peso, Terenzio Mamiani, a cargo de Interior, dimite pronto tras un grave desacuerdo con el Papa a cuenta de la entrada de tropas austriacas en territorio pontificio. Pellegrino Rossi, otro de los elegidos del Francisquito, es asesinado en noviembre. Finalmente, el Papa sale de Roma, disfrazado, en dirección a Gaeta, en territorio napolitano. Se proclama la República Romana con un hombre fuerte en Giuseppe Mazzini.

En medio de todo este follón nos encontramos a Luis Napoleón; un hombre que, digámoslo con claridad, estaba dispuesto a perder los huevos en la valla con tal de intervenir en Italia. Supongo que el sobrino del emperador, considerando el papel fundamental que jugó la península italiana en la formación del mito de su tío, consideraba que él tenía que repetir la jugada; que tenía poco menos que la obligación de curtirse como gran estadista en los temas italianos. Además, implicarse en el avispero italiano era la mejor forma de presentarle batalla geopolítica al Imperio y, consecuentemente, sustentar la idea de conseguir que Francia volviese a tener el papel internacional que siempre había tenido.

Desde muchos puntos de vista, sin embargo, la elección del teatro italiano era la peor que podía hacer el flamante presidente de la República Francesa. Y esto es así porque las diferentes capas sociopolíticas francesas tenían, todas, aspiraciones relativas al asunto italiano. Los socialistas carbonarios, respecto de los cuales no olvidemos que Napoleón había sido solidario en sus años jóvenes, esperaban que Francia, al fin y al cabo un país que había vivido una revolución triunfante, hiciese de báculo para su propia revolución. Los liberales más templados, por su parte, apoyaban lógicamente el nacionalismo italiano, al fin y al cabo dotado de los mismos tintes ideológicos que ellos. Y, finalmente, la fortísima opinión católica francesa esperaba de su presidente que protegiese al PasPas. En el gobierno, por lo demás, los apoyos no están claros, pues mientras Barrot y Drouyn de Lhuys consideran que la revolución liberal romana morirá por sí sola en muy poco tiempo, Falloux es de la opinión que la situación es perfecta para que Francia realice una intervención directa.

En estas discusiones estaba Francia cuando el tema italiano se movió con rapidez. Carlos Alberto, el rey piamontés, cada vez más presionado por los movimientos nacionalistas en Roma y en la Toscana, denuncia inopinadamente el armisticio con los austríacos y vuelve al campo de batalla. De nuevo, es derrotado en Novara. Carlos Alberto hubiera preferido morir en esa batalla, pero eso no ocurre y, por eso, decide abdicar en su joven hijo, Víctor Manual, y se marcha a Portugal. Las ciudades rebeldes comienzan a caer una detrás de otra, y los austríacos vuelven a instaurar el gran ducado de la Toscana o los ducados de Módena y Parma. Una vez que Bolonia también cae, los blancos marchan hacia Roma. Cuando el Imperio se apodere de Roma, en realidad lo hará de la península entera; y esto es algo que Francia, por motivos geopolíticos, ya no puede permitir. El viejo problema entre Francisco I y Carlos I aparece: Francia no quiere ser fronteriza con un Imperio que le es abiertamente hostil. Odilon Barrot, a pesar de que él mismo no está muy convencido, consigue arrancarle a la Asamblea la autorización para el envío de una tropa expedicionaria a Civita Vecchia, bajo el mando del general Nicolás Charles Oudinot.

Pero esa ayuda armada no lo es para la república romana. Lo es, claramente, para prevenir la llegada de los austríacos. Los republicanos romanos se sienten traicionados y llaman en su ayuda a Garibaldi. El líder militar entra en Roma al frente de su abigarrada tropa voluntaria de camisas rojas y gorros catalanes. El 30 de abril, los garibaldinos responden a Oudinot, cuando se acerca a la ciudad con sus tropas, disparando su artillería.

El fracaso de la expedición Oudinot, que tiene que volver grupas sin entrar en Roma, provoca un escándalo en el Parlamento de París. Jules Claude Gabriel Favre, uno de los más ardientes oradores republicanos, clama desde la tribuna: “¡La sangre de franceses se ha derramado en defensa del absolutismo!”

Napoleón, sin embargo, no se preocupó demasiado por el escándalo parlamentario. A aquel Parlamento le quedaban apenas unos días de vigencia, así pues, aunque quisiera, no podía realizar una labor de oposición continuada. Así las cosas, lo que más le preocupaba era la situación desabrida de Oudinot, y por eso le promete que le va a enviar más refuerzos. Con esa carta, parte para Italia un joven diplomático francés al que Napoleón quiere allí para negociar con los republicanos romanos. Se llamaba Fernando de Lesseps, y acabará siendo muy famoso, aunque no por esas gestiones.

La Asamblea elegida en las nuevas elecciones, asamblea ya legislativa por lo tanto, era abiertamente hostil al republicanismo romano y partidaria de la reinstauración de Pío Nono. Las elecciones, en efecto, fueron el 13 de mayo de 1849. En ellas, como una consecuencia lógica de los terribles excesos revolucionarios producidos antes de la elección presidencial, los legitimistas y los orleanistas han hecho prácticamente copo con todos sus candidatos. Las derechas, por así decirlo, obtuvieron más de medio millar de sitiales de los 750 que componen la Asamblea. Los bonapartistas puros fueron una minoría, mientras que los republicanos burgueses o moderados, ésos mismos que meses antes eran la mayoría del Parlamento, ahora se han de contentar con 70 escaños. Del Parlamento han desaparecido nombres como Lamartine, Marrast, Garnier-Pagès, Marie, Dupont de L'Eure, Carnot, Fauvre. Un auténtico genocidio progresista que, la verdad, ellos mismos se buscaron. La Asamblea elige presidente a André Marie Jean-Jacques Dupin, un orleanista.

La lectura que de estas elecciones se puede hacer en el Elíseo no es ninguna maravilla. O sea: imaginad que, meses después de que los franceses hayan elegido a Macron presidente de Francia, hubiese unas legislativas y las ganase de calle Marianne Le Pen, o Eric Zemmour. Es más o menos esto. Las derechas legitimistas son tan poderosas en el nuevo Parlamento que, aunque el sistema constitucional no sea tan equilibrado como lo es hoy en día, en la práctica tienen poder de sobra para darle por culo. La alternativa para Napoleón es abrir uno más de los muchos, muchísimos periodos que podemos encontrar en la Historia moderna francesa, que se asientan sobre una cohabitación violenta: un presidente y un parlamento tratando, en cada momento, de derribar al otro, de desacreditarlo.

Luis Napoleón intenta, como primera providencia, atraerse al ejército. Tienta a la vieja cacatúa de Bugeaud para hacerlo ministro; pero éste le rechaza, más fiel a sus ideas legitimistas que al presidente. De todas maneras, pocas jornadas después, el cólera acabará con él. Así las cosas, Napoleón sólo puede aspirar a retocar su gabinete, colocando a Alexis de Tocqueville en Asuntos Exteriores y Jules Armand Stanislas Dufaure en Interior. Pero no pudo cesar a Barrot, cosa que estoy seguro que deseaba ardientemente.

El 3 de junio de aquel 1849, excelentes noticias desde Italia: Oudinot se ha hecho con el control de la Villa Panphili; es el dueño virtual de Roma. Los escasos socialistas presentes en la Asamblea tratan de darle a esta noticia el significado revolucionario que buscan. Ledru-Rollin se levanta de su escaño en la sesión del día 11, para proponer una acusación pública contra el presidente de la República y todo su gobierno por haber atacado a la República Romana. Freme: “¡La Constitución ha sido mancillada, y nosotros la defenderemos, con las armas si es preciso!” La Asamblea, como el vasco del chiste, no es partidaria.

París, en ese momento, es una ciudad silenciosa. La pandemia la ha agarrado fuerte, aunque en este caso es peor que el COVID: es el temible cólera. A pesar de las pocas ganas que la gente tiene de ganar una calle ponzoñosa, el día 13 de junio, a mediodía, se produce una abigarrada manifestación de civiles y guardias nacionales, todos ellos socialistas, dirigidos por Étienne Arago, dando vivas a la República Romana. Changarnier, sin embargo, tiene órdenes muy claras, y procede a la detención de los principales manifestantes on the spot. En el palacio de las Artes y los Oficios, Ledru-Rollin y otros dirigentes socialistas han iniciado una deliberación propia, buscando un poco el paralelismo con el inicio de la ya endiosada revolución francesa. Sin embargo, cuando llegan las tropas, que, no se olviden, ya han desmovilizado a la principal fuerza de estos políticos que eran los manifestantes, no les queda otra que huir. Ledru se irá a Londres. Esa misma tarde, Luis Napoleón sale por las mismas calles de las manifestaciones en su caballo, y es celebrado por las gentes.

En París ha habido siete manifestantes muertos y dos soldados heridos. Poca cosa. Pero la rebelión del 13 de junio, no hay que olvidarlo, fue mucho más que eso, porque Francia es muy grande. Especialmente en Lyon, la violencia fue mucho peor y las barricadas hubieron de ser cañoneadas. En conjunto, se contaron unos 200 muertos.

Esta vez, sin embargo, el presidente tiene a la Asamblea de su parte. Los diputados son mayoritariamente de derechas; ahora, su sensación es que pueden hacer lo que no pudieron hacer durante la pequeña guerra civil exactamente un año antes. Así las cosas, las propuestas del presidente: estado de sitio, cierre de los clubs revolucionarios, caen en suelo fertilizado. Y también censura de prensa. En la sesión se destaca especialmente uno de los mejores oradores del parlamentarismo francés decimonónico: Charles Forbes René de Montalembert, conde de Montalembert Deux-Sèvres, con un discurso vibrante: “Olvidándonos de la gran ley del respeto, hemos olvidado las condiciones mismas de la libertad. La libertad puede ser el resultado de una revolución, pero no durará sino tras matar a su madre”.

Oudinot, tras un mes de asedio, es, en el momento en que Montalembert está hablando, rey de la ciudad romana, aunque todavía ha de luchar contra parches de resistencia garibaldina. El 3 de julio, el Francisquito es reestablecido como gobernante de la ciudad y comienza, sobre los hechos, una ocupación militar francesa que deberá durar muchos años.

Pío, sin embargo, no se fía. Rodeado de cardenales que, la verdad, haciendo gala de su condición, a pesar de que dicen estar convencidos de que Dios gobierna sus destinos, son algunos de los seres más cobardes de la Tierra, la Curia no quiere volver a Roma. Quien más, quien menos, ha leído cosas, o se las han contado, y sabe que ser cardenal en Roma es comprar algún que otro billete de lotería para acabar arrastrado por las calles. Y tal y como están las cosas, con media ciudad apoyando a un tipo que va por ahí diciendo “con las gripas del último rey ahorcaremos al último Papa”, pues consideran que el tema no está, precisamente, como para regresar. Francisquito les hace hilo y dice que él no se mueve de Gaeta. Sus condiciones son claras: o se restablece el absolutismo en sus Estados antes de que él ponga un pie en el estribo de la diligencia, o no va.

Aquello era demasiado para Napoleón. El presidente podía avalar una política de derechas. Pero una cosa es la derecha, y otra el tradicionalismo, por así decirlo. Así las cosas, le escribe una carta a su amigo el coronel Edgar Ney; carta que está pensada para que sus mensajes lleguen a la Curia. En la carta dice que los franceses han enviado tropas a Italia para regular la libertad italiana contra sus propios excesos; pero que las tropas francesas se mueven por Europa para difundir la idea de libertad, no para combatirla. Esta carta se lee en todas las cancillerías europeas con gran interés. La posición del presidente de Francia, que es una posición personal, en modo alguno avalada por el Parlamento (aval que no ha pedido Napoleón, desde luego) se gana la amistad de Londres y de Berlín, Estados ambos hostiles al Papa; mientras se gana la enemiga de Viena y de San Petesburgo. En lo que respecta a Pío, cuando la lee se coge un globo de la hostia, lo cual, en su caso, tiene resonancias especiales. Sale de Gaeta hacia Portici, alejándose más de Roma. En Francia, los progresistas aplauden a su presidente, mientras que las derechas arrastran su nombre por las calles.

Pío IX, después de pensárselo, decide anunciar reformas en sus Estados; pero más que reformas, son pequeñas inyecciones de bótox que ya no van a contentar a nadie. La cuestión romana no se cierra, ni se cerrará en mucho tiempo.

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