Capítulos de esta serie:
Breve repaso de la (triste) Historia del parlamentarismo español
Haciendo equipo
Las mujeres, por la zona sucia de la pista
La conexión portuguesa
Para volver a volver, como has vuelto mil veces
La que has montado, pollito
Analizando la situación, se puede decir que Carlos IV pudo tener varias razones para tomar la no-decisión que tomó. Por un lado, estaban las razones dinásticas. Como sabemos por Floridablanca, el rey no tenía la intención de publicar la pragmática sanción enseguida, en un año tan convulso como 1789; y, como es un hecho que esperó, el tiempo le acabaría dando buenas razones para seguir esperando. Cuando se produjeron las Cortes de 1789, Carlos IV tenía dos hijos varones vivos: Fernando y Carlos María. Pero pronto llegó un tercero: el infante Francisco de Paula. En consecuencia, la línea masculina de su linaje estaba sólidamente establecida y, como quiera que no se produjeron demandas basadas en el hecho de que él no había nacido ni había sido criado en España, las dudas dinásticas que habían provocado en Carlos III la inquietud sobre el Auto Acordado eran menos.
Con todo, las principales razones tuvieron que venir del plano internacional, puesto que la noticia del cambio constitucional no gustó nada a los franceses, quienes hicieron todo lo posible por bombardear el proyecto.
En primer lugar, aunque yo creo que es razón menor, hay que recordar el interés británico por hacer que la casa de Saboya pudiera llegar a tener intereses en la corona de España, para así diluir su carácter francés y eliminar la posibilidad de esta alianza. Derogar el Auto Acordado suponía centrar la sucesión española en la estricta familia real reinante, y suponía, por lo tanto, cegar los derechos de eventuales candidatos laterales, como la casa saboyana (que, curiosamente, acabaría reinando en España a través de Amadeo). Por lo tanto, la publicación de la pragmática podría malquistar a los ingleses. Era un elemento a considerar.
Por lo demás, en una Francia crecientemente revolucionaria, la Asamblea Nacional se planteó el tema de la sucesión de su propia corona; estudio en el que, por fuerza dada la fuerte imbricación de ambas dinastías, tenía que entrar en juego el estudio de los derechos de los miembros (que no miembras) de la familia real española.
Felipe V, lo hemos visto, había renunciado, por sí y por sus sucesores, a todo derecho al trono de Francia. Sin embargo, en Francia, quizás por repugnancia hacia la línea directa de Luis XVI, eran más partidarios de abordar la cuestión sin tener en cuenta las renuncias que se pudieran haber producido.
Jurídicamente hablando, los franceses defensores de la pervivencia de los derechos filipinos sobre la corona de Francia tenían su cierta base. Recordaréis que Campomanes, ante las Cortes, había recordado que precisamente el derecho castellano no agnaticio era el que había elevado a Felipe V al trono español. Y es así. Los derechos de Felipe goteaban de los de una mujer: María Teresa, hija de Felipe IV y mujer de Luis XIV; y la renuncia de esta mujer, por sí y por sus sucesores, no había detenido el ejercicio de los derechos por parte del entonces duque de Anjou.
El hecho de que en Francia el tema de los derechos de Felipe V, de alguna manera, se reavivase, fue probablemente un obstáculo para la promulgación de la pragmática sanción. De haber estado cegada esa vía, la derogación del Auto Acordado se habría convertido, como diría Alexander Haig, en un asunto interno de España: desconectadas las dos familias reales, la francesa y la española, lo que la segunda hiciese con sus reglas sucesorias sería ya sólo cosa suya. Sin embargo, existiendo posibles vasos comunicantes entre ambas ramas, todo lo que se moviese en la sucesión española podría afectar a la francesa. Por lo demás, el movimiento de la Asamblea Nacional francesa fue muy favorablemente acogido en el Palacio Real en lo que suponía de apertura de inesperadas posibilidades para la familia de Carlos IV; y, en consecuencia, es posible que el rey decidiese responder a aquello con el gesto de aparcar la pragmática sanción y mantener, así, sintonizados los derechos dinásticos francés y español.
Otra razón para parar la pragmática era la relación con Nápoles. Como ya os he contado, las relaciones con el reino italiano, al frente del cual se encontraba un hermano de Carlos IV, habían sido difíciles en los tiempos de Carlos III. El padre de Carlos IV, a pesar del amor que le habían proferido los napolitanos, siempre consideró que el reino de Nápoles era una especie de premio de consolación dinástico, y siempre tuvo clara la absoluta prelación de la corona española. En consecuencia, reservó para Nápoles representaciones diplomáticas de segundo nivel, más otros gestos y tratos que transmitían constantemente esa condición subordinada que el rey español tenía respecto del solar italiano. Con la llegada de Carlos IV, y puesto que las cabezas de ambos reinos eran hermanos, las cosas se apaciguaron notablemente. Madrid y Nápoles regresaron al entendimiento o, por lo menos, al desarrollo de una convivencia razonablemente pacífica. Sin embargo, como hemos visto, la derogación del Auto Acordado venía a diluir las ya de por sí tenues esperanzas dinásticas del hermano de Carlos a la hora de poder llegar a ser, él o alguno de sus descendientes, rey de España. Es muy posible que Carlos y Floridablanca juzgasen que no merecía la pena ganarse aquella enemiga, sobre todo teniendo en cuenta que, como primera provisión que ya os he contado, la sucesión por vía masculina parecía más que asegurada.
Estaba el tema de Portugal. Ciertamente, mantener la pragmática en un cajón suponía desactivar cualquier eficacia en los matrimonios portugueses. Ciertamente, la proclamación de Joao como príncipe del Brasil levantó todas las esperanzas. Pero luego el destino hizo de las suyas. La familia real portuguesa fue atacada por tres flancos. Primero murió la infanta María Ana Victoria; siete días después, moría su hijo, recién nacido; y poco después, lo hacía su marido, el español infante Gabriel. Esto ocurrió exactamente un año antes de las Cortes que habían propuesto la pragmática, y había disparado los sentimientos antiespañoles a orillas del Tajo, y despertado suspicacias en torno al matrimonio de Joao y CJ:
Éstas son las razones que, en mi opinión, aconsejaron al rey Carlos IV ser prudente con la promulgación de la pragmática sanción en primera vuelta, es decir, en los meses inmediatamente siguientes al 31 de octubre de 1789. Carlos ya tenía en la cabeza que las Cortes le diesen carta blanca para cambiar la Constitución de España, por así decirlo; pero ya contaba con no hacerlo en el corto plazo, porque casi todas las razones que os estoy describiendo estaban presentes ya en el momento en que diseñó la asamblea de procuradores. Sin embargo, esto es la primera vuelta. En segunda vuelta, es decir a plazo más medio o largo, fue otro el factor que lo retrajo: la revolución que se desarrolló en Francia.
Con la intensificación del republicanismo y las políticas, digamos, de izquierdas en Francia, las prioridades en España cambiaron notablemente. Ahora se trataba, sobre todo, de cavar cortafuegos que impidiesen la infestación revolucionaria en el país. En ese entorno, el tema dinástico perdió momento, sobre todo porque el factor que había sido la norma años antes: la muerte sucesiva de los pequeños hijos varones de Carlos IV, dejó de presentarse.
En España, todo lo que oliese a cambio de política respecto de lo que había comenzó a oler a caca. Y, por extraño que parezca, esto, con mucha probabilidad, también pudo afectar a una medida en el fondo promovida por el propio rey, como era la ilegalización del Auto Acordado. Hubo, por otra parte, cambios radicales en el gobierno. Los nuevos hombres fuertes eran Aranda y Godoy, y el segundo progresivamente iría desplazando al primero. Godoy no había tenido nada que ver en la elaboración de la pragmática sanción e, incluso, hay historiadores que sostienen que no tenía demasiada idea de las sutilezas de la polémica dinástica española ni se preocupó en estudiarlas. Así las cosas, como ya os he citado en el año 1805, en pleno tiempo de Carlos IV pues, se editó la denominada Novísima Recopilación, publicación en la que el Auto Acordado fue incluido como elemento de pleno derecho del orden normativo español. Algo que Carlos IV, lógicamente, tuvo que saber, y ante lo que no hizo nada. Este gesto, por otra parte, ha provocado toda una polémica entre historiadores del Derecho sobre la vigencia de la norma. Sabemos, por ejemplo, que Floridablanca consideraba que la pragmática sanción, aunque no se hubiera publicado, era una norma completa “en la sustancia”, es decir, esencialmente vigente. Y no es el único que lo pensaba. Otros autores han insinuado que, tal vez, la ilegalización del Auto Acordado era, en tanto que proposición votada por unas Cortes y aceptada por el rey, una ley válida, aunque no exigible puesto que su público conocimiento no había sido garantizado mediante la publicación. Es un debate teórico jurídico interesante, aunque a la luz de los hechos de la Historia tenga poca eficiencia.
Carlos IV olvidó la cuestión de la pragmática sanción. Para él, la combinación de una Asamblea Nacional francesa que coqueteaba con la conservación de los derechos de los Borbones españoles y la radicalización revolucionaria se combinaban en una realidad que le hacía temer que si hacía algo que pudiera encabronar a los franceses, se podía encontrar enfangado en una guerra que difícilmente podría ganar. Así pues, lo dejó pasar. Pero, claro, en 1808, cuando el pueblo español, no se olvide, en nombre de su rey legítimo, se rebeló contra el francés, el tema cambió.
En la España rebelde eran conscientes de que la totalidad de la familia real española masculina estaba presa de Napoleón. Así pues, se planteó la cuestión: si los reyes no pueden ser reyes, ¿a quién llamaremos?
En este punto, dos familias reales exigieron sus derechos: la napolitana, y la portuguesa. La napolitana, obviamente, se apoyaba en el Auto Acordado. El hermano de Carlos IV se consideraba, en este sentido, el primer varón en libertad de movimientos de la familia real española y, en consecuencia, consideraba que le correspondía a su familia ser el regente de España. El cargo, pues, debía ser, primero para su hijo, Leopoldo; y, después, lo reclamó para su sobrino, Luis Felipe de Orléans. Por el otro lado, Carlota Joaquina, quien finalmente se había casado con Joao, en un manifiesto publicado en noviembre de aquel 1808, se intituló representante de su padre Carlos IV en los territorios americanos de España.
El viejo Floridablanca, que había resucitado para la política al frente de la Junta de Murcia, publicó un manifiesto en el que contaba todo lo que se había muñido en 1879, aseverando, por lo tanto, los derechos de CJ si estaban presos sus hermanos con pito. En leyendo Carlota dicho manifiesto, publicó una ampliación del suyo en el que venía a decir que, ahora, además de los territorios americanos, quería la Regencia de España.
La Junta Central es la que tuvo que entender de las reclamaciones portuguesa y napolitana. Sus miembros, claramente, se decantaban por los derechos de Carlota, cosa que no ha de extrañar, pues Floridablanca estaba en el ajo. La Junta se agarraba al tecnicismo de que Felipe V nunca había consultado a los representantes de los territorios americanos, amén de sostener que la mera voluntad del rey, expresada en la propuesta a las Cortes de 1789, y su gesto de aceptar la votación, daban fuerza de ley a la pragmática sanción. Quizás la Junta tenía la intención de proceder ella a la publicación de la pragmática para consumir el último escalón de legalidad; pero el caso es que no lo hizo, probablemente por el puto follón que era España entonces.
Reunidas las Cortes de Cádiz, siguieron entendiendo del asunto. Ante las presiones, sobre todo, de CJ, los gaditanos, en octubre de 1811, decidieron declarar secreto el tema de la herencia dinástica y, al redactar la Pepa, introdujeron su artículo 176, que reza: En el mismo grado y en la misma línea, los hombres tienen preferencia sobre las mujeres y siempre los mayores sobre los más jóvenes; pero las mujeres de una línea o de un grado mejor en la misma línea tienen preferencia sobre los hombres de una línea peor.
La Constitución de Cádiz, pues, se inspiró claramente en la decisión de 1789. Pero, claro, luego llegó Fernando VII y la ilegalizó. Por otro lado, siempre quedará para la discusión entre juristas cómo pudieron los diputados gaditanos cabalgar la contradicción de aprobar este artículo en la Constitución y luego nombrar regencias distintas de la de Carlota Joaquina. Quizá por eso siempre tuvo en las regencias un papel tan importante el cardenal de Borbón: querían a alguien de la familia en la Regencia para que no se les pudiera decir que no tenía nada que ver con la familia real.
Y llegamos, al fin, al final del reinado de Fernando VII, que es donde este entorno, nunca demasiado claro, ya se convirtió en un sudoku en números romanos.
El 29 de marzo de 1830, un crepuscular Fernando VII ordena al Consejo Real que publique la pragmática sanción de 1879, cargándose el Auto Acordado y recuperando el vigor de las Partidas. Esta disposición se puede consultar en la Gazeta de 3 de abril de 1830. Fue una publicación inteligente. El rey pensaba en la posibilidad de que el hijo que estaba a punto de nacerle fuese hija, y no se equivocó: el 10 de octubre, vio la luz la futura Isabel II. Antes, el 12 de junio, Fernando había otorgado testamento dejando claro que la corona de España sería para el hijo o la hija que tuviese del embarazo en curso. Claramente, pues, Fernando, rectamente aconsejado por sus secretarios, quiso aclarar la cuestión sucesoria de la forma que menos conflictos generaba: reactivando las viejas Partidas castellanas dejaba el trono en manos de su descendencia, fuese hombre, mujer, cisgénero, fluido o lo que quisiera.
Pero hete aquí que llega el 18 de septiembre de 1832; el día de la Historia de España que, con gran diferencia, más dolor y más muertos nos ha provocado. Ese día, la Parca le pasó rozando a Fernando VII quien, según la mayoría de los estudiosos, llegó a estar en coma. En ese estado, los partidarios de su hermano Carlos lo rodearon y de alguna manera consiguieron arrancarle, con o sin voluntad, que el rey firmase un codicilo que anulaba la pragmática sanción y volvía a poner en vigor el Auto Acordado de 1713. El rey, sin embargo, se recuperó y, pasado lo peor, el 1 de diciembre de 1832, reimpuso la pragmática sanción; y no sólo hizo eso, sino que en los meses siguientes hizo jurar a su hija Isabel como princesa de Asturias.
El rey murió el 29 de septiembre de 1833. Un mes y pico después, el 5 de diciembre, en consejo de ministros presidido por María Cristina, Cea Bermúdez consideró que el tema sucesorio estaba claro, que diría Jardiel, como el caldo de un asilo, y abogó por publicar la pragmática de 1879 sin más comentarios. Según Cea, el acuerdo de las Cortes con el asenso del rey tenía suficiente fuerza legal, y sólo quedaba darle publicidad suficiente. Sin embargo, había otras opiniones. José Cafranga y Costilla, secretario de Justicia y él mismo un cristino claro, consideraba que el acto de las Cortes no había sido legal, por considerar que los procuradores no tenían poderes para dirimir una cuestión constitucional, a lo que se añadía el hecho de que no se hubiera hecho pública.
Una de las claves de esta movida es que Carlos María Isidro, el infante en quien recaerían los derechos carlistas, era nacido en 1788, es decir, antes de la derogación del Auto Acordado.
Los hechos, tal y como os los he bosquejado, provocaron tres guerras civiles en los campos de España, con las consecuencias actuales que son trazables en la mayoría de sus movimientos de corte nacionalista; más una pelea intelectual, menos conocida pero no menos acerada.
La intelectualidad jurídica liberal respondió en su día a los intentos del carlismo de ilegalizar las Cortes de 1789 tratando de hacer lo propio con las de 1712, sustento del Auto Acordado. Efectivamente, aquellas Cortes adolecieron de varios defectos formales. Añadiéndole a esto el carácter contrario a la tradición española del Auto Acordado, concluyeron que era un acto ilegal y que, por lo tanto, ni siquiera competía discutir si la pragmática sanción reinstauraba la Ley de Partidas, porque ésta nunca fue ilegalizada.
Otros juristas recordaron que el hecho de que una ley no esté publicada quiere decir que no es exigible; pero no quiere decir que no esté en vigor. Que, por lo tanto, el gesto de Fernando VII, de publicar una pragmática sanción medio siglo después de su aprobación, era plenamente legal.
En el lado carlista, sin embargo, encontramos a dos grandes referentes en Antonio Aparisi y Guijarro y Juan Vázquez de Mella, ambos autores de elevado nivel intelectual. Aparisi, apoyándose en que las Cortes de 1789 no contaron con dictamen alguno ni del Consejo Real ni del de Estado, concluye que los diputados votaron un poco como engañados, sin saber muy bien lo que votaban o haber podido valorarlo adecuadamente. Vázquez de Mella, en oposición más efectiva en mi opinión, siempre argumentó que el mero acto de las Cortes no ilegalizó el Auto Acordado y que Fernando VII, cuando lo ilegalizó, carecía de poder para hacerlo y publicar la pragmática, dado que toda ley hecha por unas Cortes sólo puede ser, decía, anulada por otras Cortes. Concluía, pues, que “ningún Rey sin Cortes, ni ningunas Cortes sin Rey, pueden cambiar una ley fundamental”.
Hoy, este tema nos da igual. Y, con ello, demostramos que no tenemos ese meconio intelectual que algunos llaman memoria histórica. Amigo lector, ten claro que, si vas a la búsqueda de matarifes, genocidas, cabrones con borlas y ejecuciones sumarias en la Historia de España, te será mucho más fácil encontrarlas en las guerras carlistas que en la denominada Guerra Civil Española y el franquismo. La polémica generada por Felipe V, Carlos IV y Fernando VII, por colleras, generó el conflicto político más notable y duradero en España (pues es el origen de las dos Españas machadianas), y el que tiene en su debe un número mayor de muertos inútiles, de fosas repletas de cadáveres perfectamente inocentes de hombres, mujeres, niños y ancianos. Asesinatos cometidos a ambos lados de la ideología, con la saña del que odia y disfruta odiando.
Hoy nadie reclama las fosas de los muertos de la pragmática sanción, porque sabe dios dónde están y, desde luego, tan sólo una estricta minoría de sus descendientes los recuerdan. Quién sabe hoy de un tatarabuelo cristino que fuera fusilado sin juicio por los carlistas tras la toma de una villa, o de aquél navarro que fue salvajemente despeñado por un barranco por sus enemigos, entre risas y chanzas. Nadie, o muy poca gente, los recuerda ya.
Y así, literalmente, nos va.
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