lunes, septiembre 12, 2022

La forja de España (1): La macedonia peninsular

La macedonia peninsular
El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia



La península ibérica, como buena península, tiene algo que mueve o fomenta su posesión global. La quisieron para sí los romanos y, en un detalle que a menudo olvidamos, los godos la poseyeron en una extensión que ni siquiera los Reyes Católicos habrían de alcanzar; extensión que, incluso, sobrepasó la frontera natural de los Pirineos y se extendió por la Narbonense. Así pues, en la península ibérica existe un código geográfico, por así decirlo, que tiende a que toda ella forme parte de unidades de poder unificadas; sí, incluyendo Portugal.

La península ibérica ha sido, por ello, el teatro de muchas dominaciones. Fundamentalmente tres: la romana, la musulmana y la cristiana. La primera de ellas prácticamente no tuvo competidor sino los propios que nacían en el seno de la propia Roma; pero las otras dos tuvieron que competir entre ellas, y el hecho de quien resultó ganador ha marcado, nos guste o no, la ideología social de España como proyecto; exactamente igual que nos habría marcado que el resultado hubiera sido el contrario.

El 12 de julio de 1212, Alfonso VII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra abrieron la lata de lo que hoy conocemos como Andalucía, al vencer al califa al-Nasir en Las Navas de Tolosa. Hoy en día está muy de moda tomar posturas radicales respecto de esta batalla: ora otorgarle vitola de hecho histórico sin el cual, en frase churchilliana, los goznes de la Historia habrían girado en otra dirección; ora defendiendo que fue una batallita más que prácticamente no tuvo ninguna consecuencia. Ninguna de las dos posturas, en mi opinión, es la correcta. La mejor interpretación de Las Navas me parece a mí que es su condición moral. La condición moral que otorgó a unos reinos hasta entonces básicamente a la defensiva, en el sentido de que, como se suele decir en el periodismo futbolístico, el ciclo estaba cambiando. Fernando, rey ya de Castilla y León, recoge este espíritu en su famosa respuesta al santo rey Luis de Francia, cuando éste quisiera llevarlo a Oriente: No faltan moros en mi tierra. Por esa razón, en los campos del Líbano, de Siria y de la actual Israel apenas se verán sino algunos caballeros aragoneses, en realidad llegados de Sicilia y de Italia. Les fastidie lo que les fastidie a los amigos de poner en solfa los temas que no les gustan, en ese proceso de ajuste de cuentas con el presente que algunos llaman moderna historiografía, para los ibéricos la cruzada estaba en casa. Y era eso: una cruzada.

Fernando hizo suya la perla de la España musulmana, Córdoba; y, algunos años después, Sevilla. Sin embargo, no era el único que empujaba en la misma dirección. La dinastía real aragonesa, fruto del matrimonio de Petronila, la hija de Ramiro II, con Ramón Berenguer IV de Barcelona, también empujaba lo suyo. El rey Jaime, llamado El Conquistador y no precisamente por su charming con las titis, añadió muescas en su escudo por Baleares, por Valencia, Elche, Alicante, Murcia e incluso Ceuta.

En un solo siglo, el XIII, el tono del poder territorial en la península ibérica había cambiado. Aquel siglo fue como el segundo tiempo de un partido en el que uno de los equipos, que llegó al minuto 45 ganando dos a cero, comienza a mostrarse cansado, débil y descoordinado; mientras que el equipo contrario comienza a creérselo y, a partir del momento en el que mete un gol, se aplica, no ya a empatar, sino a ganar el partido.

El siglo siguiente vio el concurso de reyes castellanos de nota, como Alfonso X y su impagable labor al compilar las Partidas; junto con otros respecto de los cuales la valoración presente es más polémica, como es el caso del rey Pedro, cuyo apelativo más conocido, El Cruel, es sostenido por unos y atacado por otros. Fuere el rey Pedro el hombre adocenado e irreflexivo que pretenden algunos, o uno de los mejores reyes de Castilla como lo apelan otros, lo que es un hecho es que su reinado colocó a los hombres y mujeres de Castilla ante el reto de tener que soportar una inestabilidad rampante y una violencia excesiva.

Independientemente de la valoración de las cosas que hizo el rey Pedro, yo creo que está bastante fuera de discusión uno de sus grandes errores, que fue malquistarse con los franceses por el trato un trato despreciativo que le recetó a su mujer, Blanca de Borbón, cuñada del rey Carlos V de Francia. Una cosa es que el rey, como otros muchos reyes, prefiriese a otra (en su caso, la Padilla); y otra distinta que lo demostrase de una manera tan evidente. Aquel desliz cortesano labró la inestabilidad castellana, pues es un hecho que Enrique de Trastámara nunca hubiera podido soñar con rebelarse contra su hermanastro de no contar con el apoyo gabacho. Yo siempre he pensado que la famosa frase que se le atribuye a Bertrand de Duguesclin es más mito que realidad; el francés, doy por cierto, se cargó a Pedro porque le tenía ganas a causa de los desprecios a su real dama.

Además de estas querellas dinásticas, el siglo XIV vivió una homeopatización de la lucha contra el moro por causa de la querella portuguesa. Las alianzas matrimoniales habían sido tantas que, en realidad, casi siempre había en Lisboa algún miembro de su Casa Real con derechos sobre la castellana, y viceversa. Sin embargo, ya en el siglo XIV eran muchos, y muy poderosos, los opinadores que consideraban que la unión de las coronas castellana y portuguesa traería más problemas que soluciones. El nuevo poder castellano, además, como poder que fue conseguido gracias al apoyo decidido de las tropas francesas, no pudo sino volverse profrancés. Y dado que la geopolítica es siempre un juego de equilibrios, Portugal, en pura lógica, comprendió que de nada le valdría ser un aliado de segunda de París, por lo que volvió su vista hacia el otro contendiente de los Cien Años: Inglaterra, quien inauguró con la nación atlántica un patrón de amistad y cercanía que se mantiene hasta el día de hoy. Sola o en compañía de otros, pues, Portugal frena a Castilla en la batalla de Aljubarrota, 14 de agosto de 1385. El 9 de mayo de 1386, Portugal e Inglaterra firman el Tratado de Windsor; el primero de muchos.

Juan I de Castilla fue el rey que se estrelló con el muro luso. Su hijo, Enrique III, era menor de edad, justo lo último que necesitaba Castilla en ese momento. Cuando llegó a la mayoría de edad trató de revertir los latrocinios cometidos por los nobles regentes, pero, desgraciadamente, murió muy pronto, el día de Navidad de 1406. Castilla volvía a la casilla de Salida, con un rey, Juan II, que tenía dos años. No sólo era un niño de teta sino que, una vez destetado, fue el rey Juan un tipo pusilánime y de corte rajoyano; de ese tipo de gobernantes que parecen vivir convencidos de que los problemas se resuelven solos si no les haces caso. Eso sí, la pusilanimidad del rey dejó espacio para uno de los personajes más interesantes de la Historia de España, cuya peripecia ya hemoscontado aquí: Álvaro de Luna. No escribiré más aquí, puesto que, como digo, el difícil reinado de Juan II ya está contado.

El reino de Navarra, por propia identidad geográfica, propendía a cierto aislamiento. Era una monarquía surgida de la marca pirenaica de los carolingios, con poca población y, además, muy dispersa en sus cinco merindades: Pamplona, Estela, Tudela, Sangüesa y Ultra-Puertos. Los navarros sabían que, como dueños y administradores de los pasos de los puertos pirenaicos, sólo era cuestión de tiempo que alguien, o incluso todos, los que les rodeaban (Castilla, Francia, Aragón) decidiesen adquirirlos. La convicción navarra basada en la idea de que la vida independiente tiene poca viabilidad es muy antigua; por eso, los navarros siempre han querido pactar.

En el siglo XIII, por mor de las alianzas, las muertes y las fecundidades, la corona Navarra cayó en manos de una dinastía francesa: Champaña. Juana de Champaña, por ello, llevaba este reino en su dote cuando se casó con Felipe el Hermoso (no confundirse; hablamos de Felipe IV de Francia, no del churri de Juana la Loca). Así pues, los reyes de Francia comenzaron a intitularse “de Francia y de Navarra” (y de las JONS).

En 1328, sin embargo, a la muerte de Carlos IV, los Capetos le dejaron el sitio a los Valois, dado que ésa era la consecuencia de que la sucesión francesa se produjese por la línea masculina, pues los franceses siempre han sido agnaticios perdidos. Navarra, sin embargo, no era tan sexista; allí, la corona caía en manos de mujeres sin problema. A través de Juana, hija de Luis X, la corona chistorra pasó a manos de la Casa de Evreux. El hijo de Juana, conocido como Carlos el Malo, dado que no tenía nada que agradecerle a los Valois, que de alguna manera se consideraban legítimos herederos de su reino, se hizo proinglés. El conflicto con Francia fue constante. En el Tratado de Aviñón, Carlos (el Malo) y Carlos (V de Francia) acordaron que Navarra le cedía a Francia sus señoríos en Normandía a cambio de Montpellier. Sin embargo, años después Carlos V acusaría a los navarros de complotar contra él y, en castigo, se apioló Montpellier.

Aragón, por su parte, era de las cuatro piezas ibéricas (Aragón, Castilla, Navarra y Portugal) la que presentaba una menor homogeneidad. Algunos historiadores han llegado a comparar la existencia constitucional aragonesa, so to speak, con la monarquía austro-húngara del siglo XIX: una especie de territorio federado, unido bajo un mando personal.

Como ya os he dicho, una boda: la de la Petro y el Monchi, supuso la coordinación de esfuerzos entre aragoneses y catalanes. Jaime el Conquistador, también lo hemos visto ya, le añadiría a esta receta importantes dosis de arroz levantino. Tiempo después, estos aragoneses, término que en realidad es una sinécdoque de muchas identidades, salieron por los puertos y acabarían por conquistar un imperio colonial italiano.

La pujanza del proyecto aragonés convenció a los catalanes. Cataluña había nacido como entidad territorial, por así decirlo, como marca carolingia; y su destino, por lo tanto, era depender de los francos. Todo catalán medianamente inteligente, sin embargo, ha tenido siempre claro que Cataluña, como tal, tiene muy poco que ganar acercándose a Francia. Los indocumentados acuden aquí al espíritu jacobino del francés actual; pero, en realidad, la cosa viene de mucho más atrás. En el territorio de la actual Francia hay un montón de territorios que han tenido el pasado voluntad soberanista. Por citar los dos más claros, habría que hablar de Bretaña y de Angulema; eso por no hablar de la Borgoña francesa. Si hiciésemos un viaje en el tiempo a la Edad Media, parásemos por la calle a cualquier personaje de cualquiera de estos dos territorios y le dijésemos que acabarían obedeciendo a París, se nos habría descojonado en la cara. Francia, sin embargo, se las quedó y uniformó. Los franceses, pues, han sido jacobinos mucho antes del jacobinismo.

En el Tratado de Corbeil de 1258, Jaime el Conquistador sacralizó la vinculación entre Cataluña y Aragón. Para hacer a Francia entrar en este acuerdo, el rey aragonés hubo de renunciar a todo derecho de la Casa de Aragón sobre la Provenza y el Languedoc. Ambas partes: Aragón y Francia, acordaron que su frontera estaría en el Paso de Salces, por lo que tanto el Rosellón como la Cerdaña formarían parte del Principado catalán.

En 1410, con la muerte del rey Martín, la dinastía catalana inaugurada por Petro y Moncho se quedó sin efectivos. Esto hizo que el puesto se llenase de pretendientes, entre los que habrían de destacar el conde Jaime de Urgel, el duque de Anjou y el castellano Fernando de Antequera. Cualquiera de ellos tenía sus razones de cierto peso; así pues, hubo que nombrar a una comisión de expertos que decidiese. La decisión de dicha comisión es lo que conocemos como el Compromiso de Caspe, 28 de junio de 1412, por el cual era el castellano Fernando quien accedía a la corona aragonesa. El Compromiso de Caspe es, pues, el primer momento en el que Castilla, por así decirlo, penetra en Aragón.

Aquel reino de Aragón, como bien señala su denominación, había nacido de la coordinación, en esta amplia región sin salida al mar, entre una aristocracia relativamente atomizada y un rey que gobernaba con su apoyo a través de la institución de las Cortes. A menudo, sin embargo, la naturaleza del rey aragonés como mero primus inter pares se exagera en exceso, entre otras cosas porque esa exageración ha sido siempre muy querida por la historiografía aragonesa (y catalana). En realidad, la dinastía berenguérica, es decir lo que podríamos decir los reyes venidos de Cataluña, llevaban, en el mil cuatrocientos y pico, unos doscientos años de labor de zapa en la cual las capacidades de los barones, utilicemos esta expresión en un sentido muy actual, habían sido relativamente matizadas. Por otra parte, los logros de Jaime el Conquistador, al ensanchar notablemente el ecumene del reino aragonés, tendieron a disolver homeopáticamente la influencia de la original nobleza aragonesa. El noble aragonés average, por lo tanto, se convirtió, no en un poder más o menos autónomo o con ilusiones de autonomía, residiendo en su castillo y pretendiendo ser dueño de vidas y haciendas, sino un noble funcionario, una parte del Estado, por así decirlo. Cuando Alfonso V, llamado el Magnánimo, sucedió a su padre Fernando, llamado El Justo, y decidió que su reino was getting multinational y, por lo tanto, quería abordar la conquista de Nápoles, se puede decir que esa nobleza supeditada al poder real encontró su raison d'etre en la comandancia de esas tropas que luchaban por un bien común aragonés.

Ciertamente, en Aragón se conservaron, con esa legendaria terquedad que se la atribuye a ese ser social, las viejas fórmulas de la Edad Media ya distante, en las que al rey se le recordaba, a cada paso, que no era sino el resultado de un pacto entre gardingos. Pero eran aquéllas instituciones formales, al estilo de esa costumbre que todavía pervive hoy en Reino Unido, según la cual el rey o reina, al llegar al Parlamento para inaugurar la legislatura, ha de situarse delante de unas puertas cerradas y llamar para ver si le abren; que siempre le abren, claro.

2 comentarios:

  1. "El rey Jaime, llamado El Conquistador y no precisamente por su charming con las titis"

    Aunque según parece, tampoco hubiera sido injusto llamarselo ppr eso también, pues era rubio, tenia una muy buena planta y a la que podia, la ejercitaba con cualquier titi que se le cruzara.

    ResponderBorrar
  2. Iván Álvarez10:47 p.m.

    Buena introducción al tema, sólo por ser un poco puntilloso, el rey Alfonso de Las Navas, era el VIII.

    Gracias por todos tus escritos. Un saludo.

    ResponderBorrar