... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica
Un presidente Missing in Action
El día que James McCord le dijo al mundo: "¡Es un pato, imbéciles, es un pato!"
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Los pruritos morales de Hugh Sloan
Johnny cogió su fusil
El testimonio de Alejandro Mantequilla
Spyro Agnew y las 21 preguntas de los cojones
A situaciones paranormales, aficiones paranormales
Los diez negritos fiscales
El discurso del político acorralado
La última trinchera
It's not easy, but it could be done
El último martillazo de Warren Earl Burger
Barbara Jordan, Christine Chubbuck, y el final
El 24 de julio, Bob Hadelman. Se mostró bastante cómodo en su comparecencia hasta que el senador Robert Palmer Weicker Jr le sacó a colación un memorando dirigido a él, fechado el 14 de octubre de 1971. Aquel documento consistía en una descripción de las labores previas a una aparición presidencial en Charlotte, Carolina del Norte, en compañía del popular reverendo Bill Graham. Las instrucciones incluían, para sorpresa de todos, el montaje de una manifestación violenta cuyos miembros deberían portar, decía el memorando, signos obscenos. Weicker, señalando al documento, le preguntó a Haldeman si era su letra la que se podía leer en una anotación al margen que decía: Good. A Haldeman no le quedó otra que reconocer que sí, que él habría escrito que le parecía bien que el gobierno de los Estados Unidos fomentaba la producción de falsas protestas en su contra para así apuntalar la teoría de la “mayoría silenciosa”.
El documento no tenía desperdicio. Las instrucciones
ordenaban que los manifestantes no sólo insultasen al presidente, sino también
al reverendo. Haldeman había subrayado esto último y había escrito al margen; great.
Aunque no directamente relacionado con el Watergate (lo
cual, por cierto, debería enseñarle a tanto y tanto presidente de comisión
parlamentaria patán e ignorante que no todos los testimonios deben ser
exclusivamente sobre el mismo tema), aquel testimonio de Haldeman forzado por
Weicker presentaba muchos elementos de reflexión sobre lo que se estaba
investigando allí. Si por algo había forjado su figura señera Richard Nixon
durante la segunda mitad de los sesenta era por su compromiso contra la subversión;
pero ahora resultaba que la subversión, cuando menos parcialmente, era él. ¿Resultaba
eso patriótico? La pregunta planteaba un debate de amplio calado en la sociedad
estadounidense, un debate que hizo que muchos conservadores pro republicanos se convirtiesen en leninistas por un día, defensores de la idea de que el fin justifica los
medios. Un debate que no ha terminado hoy en día en Estados Unidos, menos aun
teniendo en cuenta que los demócratas, lejos de pelear para acorralar el republicanismo
leninista, lo que han hecho es abrazar el democratismo de igual tendencia (pues, ¿qué otra cosa es la doctrina cualquier cosa con tal de echar a Trump?).
Fue, en efecto, durante aquel intenso verano de 1973 cuando,
al albur de los discursos de defensa de un Nixon cada vez menos defendible,
muchos estadounidenses liberales descubrieron, anonadados, el enorme porcentaje
de conciudadanos con los que convivían, y que pensaban que la ilegalidad es
justificable si las líneas rojas de la ley se traspasan por una buena causa
(como, por ejemplo, la independencia de Cataluña, o la defensa de la okupación). Y, en este medio siglo que
ha pasado desde entonces, repito, lo que ha ocurrido no es que ese escape de
gas se haya cerrado en la cañería de la sociedad americana, sino que se han
abierto más. Sucintamente: quienes en 1973 combatían esa forma de hacer política se han apuntado al
carro.
No olvidemos un dato: de todos los políticos republicanos, hubo
prácticamente uno solo que nunca abandonó a Nixon; ni siquiera una vez
dimitido. Se llamaba Ronald Reagan.
Una encuesta demoscópica (los países sin CIS son más libres
por definición) arrojó aquel verano de 1973 el resultado de que la mayoría de
los americanos adultos que habían votado en 1972 confesaban que si volviesen a
estar en la misma situación, habrían votado a McGovern. El ratio de aprobación
de Nixon, del 31%, era el más bajo desde Hoover. El 84% consideraba que el
comité Ervin estaba haciendo una gran labor. La credibilidad de Nixon (38%)
estaba apenas un punto por encima que la de John Dean.
En medio de todo aquel merdé, a la Casa Blanca le crecieron
los enanos: el vicepresidente Spiro Agnew, una figura deliberadamente gris
elegida por Nixon cuando calculó que podría ganar las elecciones del 72 por sí
solo, calculado por lo tanto para tener un efecto neutro sobre la imagen del
gobierno, de repente comenzó a restar.
Hasta 1968, aproximadamente, Spiro Agnew había sido, como coloquialmente
decimos en España, conocido en su casa a la hora de comer. Tenía una pequeña
experiencia de un año como gobernador de Maryland y cuatro como principal
ejecutivo del condado de Baltimore. Pero se había tenido que enfrentar a unos
disturbios callejeros, y los había aplastado con una rudeza poco común en un
gobernador; y eso fue lo que le gustó a Nixon: el tío tenía pegada.
Spiro Agnew era un jefe de los que ya incluso hace cincuenta
años no quedaban. A un empleado que una vez se presentó en su puesto de trabajo
recién llegado de una excursión por el campo le ordenó que se fuese a casa y se
adecentase (esta anécdota me ha recordado a la de un presidente de empresa pública española, que prohibió que la planta donde estaba su despacho nadie llevase barba). Le aportó a Nixon la imagen que él quería de persona que no le
pasaría ni media a la subversión y las protestas pasaditas de tono, y ahí acabó
todo. Una vez colocado en el segundo puesto teóricamente más importante del
Estado, su labor se redujo a cortar cintas y ocuparse de los temas que al presidente
le rayaban, como los derechos de los indios. Pat Buchanan, uno de los estrategas
de la Casa Blanca, pensó, sin embargo, a finales de 1969, que el tipo daba la
imagen perfecta para convertirlo en una especie de martillo de herejes protestones,
y para plantarle cara a las teorías liberales de gobierno.
En su papel, Spyro Agnew se convirtió en el editorialista
que entonces no tenía la Fox (más que nada porque no había Fox), en un Limbaugh
colocado en la estructura del Estado, arreando unas hostias como panes a las organizaciones
de derechos civiles y a la izquierda liberal demócrata americana (porque los
que, aun viviendo en Estados Unidos, sostienen que Trump inventó a Trump, la
verdad, no tienen ni puta idea de la Historia de dicho país). Con el tiempo, la
comisión Ervin se convirtió en su principal pimpampún. Los acuso de macartistas
(que hay que tener huevos), se dedicó a decir, entre cinta cortada y cinta
cortada, que nunca había estado más orgulloso del gobierno de los Estados
Unidos como durante el caso Watergate, y se refería a las sesiones del comité
como rain dances.
El 6 de agosto, Spyro Agnew declaró que estaba de acuerdo
con la idea del presidente de que el caso Watergate no era materia de una
comisión parlamentaria sino de los tribunales porque, dijo, tenía una confianza
plena en el sistema de justicia americano. Pero, vaya, si hubiera esperado
apenas unas horas, tal vez no habría terminado la frase de la misma manera: al
día siguiente, se hizo público que el sistema judicial le estaba
investigando a él. El cargo: haber aceptado bolsas de dinero de empresas de
la construcción procedentes de sus días baltimorinos y marylandienses. Agnew reaccionó (un
clásico) asegurando que era inocente pero, evidentemente nada seguro de su
afirmación, arremetió contra los “masoquistas que siempre están buscando
errores”. A través de su abogado, el flamante vicepresidente que 24 horas antes
tanto confiaba en el sistema judicial americano presentó un escrito en el que apelaba
al privilegio ejecutivo para sostener que un vicepresidente no tenía que
presentarse frente a un Gran Jurado.
El político medio, ya se sabe: el día 6 dice una cosa, el 7
la contraria, y siempre tiene la razón, porque siempre hay algún imbécil que le
cree. De hecho, lo normal es que las dos veces sea el mismo imbécil el
que le cree.
Después de mucho esperar con impaciencia el público
americano, Nixon apareció en público para dar un discurso el 15 de agosto. En
Estados Unidos, como en España con los mensajes del rey por el solsticio,
también se mira mucho todo eso de la preparación del atrezzo. Por ello,
la Prensa se apresuró a airear el dato de que, aquella vez, de la toma del
despacho oval habían desaparecido tres clásicos de la puesta en escena
nixoniana: la foto de su familia, el retrato de Abe Lincoln y la propia bandera.
La noche anterior, quince minutos antes de que, a medianoche,
el Congreso hubiera aprobado, a pesar del veto presidencial, la War Powers Act,
que convertía los bombardeos sobre Camboya en ilegales, dichos bombardeos
hubieron de cesar. Sin embargo, en aquel punto de las cosas, el tema ya no era Camboya,
sino el otro bombardeo, simbólico e interior, que estaba sufriendo Nixon.
Ante los americanos, el presidente leyó: “No es que no fuese
consciente de la existencia de encubrimiento; es que desconocía que hubiera
algo que encubrir”. Vino a decir que aquéllos que estaban empeñados en llegar
hasta el final en el Watergate corrían peligro de “destruir nuestras esperanzas
en el futuro” (siempre la misma mierda: yo no soy un político catalán, yo soy Cataluña;
yo no soy el garante de la estabilidad de mi partido, soy el garante de la
estabilidad del país). “Todo presidente de los Estados Unidos desde la segunda
guerra mundial”, dijo también, “ha creído que en materia de seguridad, el presidente
tiene el poder de autorizar escuchas sin necesidad de autorización judicial
previa”. El argumento, muy florentino, estaba bien tejido: si, finalmente, la
batalla por el acceso a las famosas cintas era ganada por quienes querían
acceder a ellas, entonces ningún presidente, ni pasado ni futuro, estaría
protegido. En otras palabras: Nixon venía a decirles a todos los que, en
realidad, lo que trataban de hacer era defender los valores constitucionales,
que si seguían por ahí se cargarían la Constitución. Y, ojo, ojo, porque esta
teórica ha sido comprada por mucha más gente de lo que te imaginas durante todo
el proceso de revisitación de la figura de Nixon que se ha producido en las
décadas posteriores a su muerte.
Para Nixon, y así lo dijo, la relación entre un presidente y
sus asesores es muy parecida a la que tienen un acusado y su abogado, un
sacerdote y un penitente, o dos esposos. El tema tiene su enjundia. Think of it.
La cosa le salió al presidente como la rana. Sólo una cuarta
parte de los que escucharon el espich del presidente lo creyeron, a juzgar por
las encuestas. La mitad dijo que lo había encontrado “para nada convincente”.
Incluso pundits y políticos que solían ser partidarios de Nixon comenzaron a
saltar del barco, diciendo que el discurso había sido muy débil.
Presionado por las circunstancias, una semana después Richard
Nixon se sometió a su primera rueda de prensa en algo más de un año.
Formalmente, el encuentro era para comunicar la nominación de Henry Kissinger
como secretario de Estado, además de lo que ya era, esto es, consejero de
Seguridad Nacional. Los periodistas le hicieron 21 preguntas: 18 fueron sobre
el Watergate; y de las tres que quedaron, dos fueron sobre Spiro Agnew; y la
restante se refería a los datos conocidos recientemente sobre cómo Nixon había
estado escondiendo, incluso a altos mandos militares que debían conocerlos, los
bombardeos sobre Camboya.
Algunos comentarios editoriales comenzaban a hablar
directamente de comportamiento dictatorial por parte del presidente. El caso
Watergate estaba muy lejos de ser un caso de espionaje del enemigo electoral;
algo que es un crimen pero, de alguna manera, queda limitado al espectro del
crimen privado, no del crimen político; pues no se olvide que el Nixon que
ordenó aquel espionaje no era presidente, sino un candidato más. El problema
era todo lo que el Watergate había ido descubriendo con la investigación. El problema
era lo que se sabía, y sobre todo, lo que se sospechaba, sobre las acciones
realizadas por el presidente, desde su despacho de presidente, usando a personal
del presidente y las prerrogativas del presidente. Ese momento en que el
político ha entrado en ese bucle en el que todo lo importante es la
conservación del poder, un bucle que exhibe incluso con orgullo (véase cómo exhiben
pectorales cuando cuentan lo resilientes que son), y en el que se pierde la
conexión con la realidad y, sobre todo, con la realidad constitucional.
Hay quien dice que eso nos pasaría a todos. Hay quien dice
que no.
"...esta anécdota me ha recordado a la de un presidente de empresa pública española..."
ResponderBorrar¿Doña Magdalena Álvarez, aka Lady Aviaco?
Eborense
Hombre, petrolero, y mucho más circunspecto :-)
ResponderBorrarEn la entrada que te pasé (pongo de nuevo el enlace), Philip Roth bautizó en su librito al Spiro Agnew de las narices Comosellame, precisamente en referencia a su poca presencia. Aunque las mejores coñas son las que se ven en las series de Matt Groening: en un capítulo de Los Simpson Milhouse y Bart están leyendo la revista MAD, y el primero comenta: "Vuelven a hablar del tal Spyro Agnew, ¡seguro que es un amigo de ellos!". La escena es aún más cómica porque el amigo de Bart se llama así precisamente por el segundo nombre de Nixon, y a poco que hayamos visto lo patético que es el pobre gafotas ya nos damos cuenta de la poca estima que le tiene Groening.
ResponderBorrarNo obstante, se supera en Futurama cuando aparece Richard Nixon como candidato a la presidencia (que además gana). En esa serie, las celebridades del pasado se conservan como una cabeza dentro de un tarro, pero es que Comosellame aparece como su propio cuerpo, pero sin cabeza, en una perfecta metáfora de que es un pelele en manos de Nixon. Si no fuera tan patán, sería el insulto perfecto.
http://www.larealidadestupefaciente.com/2011/02/nuestra-pandilla-de-philip-roth.html
Que, por cierto, "Spiro" es con i latina, pero tampoco me parece muy grave... :-P
Algún día habría que hacer la lista de vicepresidentes catastróficos. Dan Quayle "Mr. Potatoe", por ejemplo.
BorrarPues no hace mucho busqué sobre él en la Wikipedia y el hombre alegó que había seguido las instrucciones de unas tarjetas proporcionadas por el medio, aunque no negó que le avergonzaba no haber seguido su propio juicio. Raro, raro que admita aunque sea de mala manera el error...
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