El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
En nuestro avance por la Historia del Islam nos hemos detenido especialmente en la que es la rama fundamental del shiismo, la doudecimana o imamí. Sin embargo, no es la única. Pero para llegar a las otras necesitamos regresar a algún punto anterior en nuestra descripción; al final del siglo IX, más o menos en los tiempos de la muerte de al-Hasán al-Askari, décimo primer imán y, por lo tanto, el inicio de la época del Imán Oculto.
Bueno, en primer lugar nos encontramos a aquellos shiíes ya
descritos, los llamados ismailitas, que sostenían, y sostienen, que el imanato
había continuado en la línea de Ismail, el hijo de Jafar al-Sadiq que había
sido designado por su padre como sucesor, pero que había muerto antes de llegar
a hacer efectiva dicha sucesión.
Como sabéis, también, la tradición quietista del shiismo
tiene mucho que ver con la decisión que tomó Jafar al-Sadiq cuando fueron a su
casa para decirle que si quería ser califa y tal; y él le contestó al personal
que ni de coña, Santoña. El quietismo es
incompatible con la yihad o guerra santa y, de hecho, el shiismo duodecimano,
como también os he enunciado en párrafos anteriores a éste, sostuvo durante
varios siglos la idea de que ningún hombre, por virtuoso que fuese, podía
llamar a una yihad, porque ésa era una prerrogativa de El Oculto. En fin, en
este punto vosotros, lectores, que sois de raíz cultural cristiana si no
creyentes vosotros mismos, tenéis que pensar qué habría pasado en el ámbito del
cristianismo si se hubiese desarrollado la misma teoría. O sea: los cristianos
hubieran creído que Jesús murió, resucitó y algún día volverá; pero se llevó con él la prerrogativa de
llamar una Cruzada y, por lo tanto, ningún hombre, se llame Juan, Pedro o
Francisquito, puede convocarla porque no es Él. ¿Qué creéis que habría pasado?
Habéis acertado: si el cristianismo hubiera desarrollado
esta idea, automáticamente habría generado sectas que la orillasen. Los
shiíes, aunque hoy tengan un Estado en el que refugiarse y apoyarse que es la
República Islámica de Irán, han estado, y siguen estando, puteados en muchos
puntos del mundo musulmán. Les guste o no (que no les gusta), el musulmán average en este mundo y los anteriores
es el musulmán suní. Y ese hecho ha provocado no pocas veces que la mayoría
musulmana suní se haya portado con ellos como los cristianos con esos
cristianos de baja intensidad a los que llamamos hebreos. Como consecuencia de
esto, entre los shiíes siempre ha habido gente con ganas de sacar a pasear el
bombo de sortear hostias, y para eso la movida de que eso sólo lo puede ordenar
un tipo que está no se sabe dónde desde hace años (o siglos) esperando que
llegue el momento de establecer la Justicia Universal, como que no les iba
mucho. Esto, pues, había que orillarlo de alguna manera como, insisto, el
cristianismo, de alguna manera, también lo orilló inventándose la figura del
Francisquito.
Para esta gente que, como los matones de The Godfather, sólo necesitaban una
orden, el ismailismo les iba como anillo al dedo. Fue, pues, a finales del
siglo IX, cuando la muerte de al-Askari llevó a los duodecimanos a pensar que,
tal vez, su máxima autoridad religiosa estaba en Lo Oculto, cuando algunos
shiíes se pusieron a pensar en que ese pueblo lo tenían que evitar por alguna
desviación. Un tipo que se conoce como Abdulá El Mayor vivía en un sitio
llamado Askar Mukram, en la provincia irania de Kuzestán. El Mayor comenzó a
predicar que Mohamed bin Ismail había sido el séptimo y último imán y que sería quien regresaría al final de los tiempos como mahdi para imponer una religión verdadera, hasta entonces conocida sólo
por una elite.
Este Abdulá no fue, en general, bien recibido ni en su
provincia ni en Basora, y acabó en Salamiya, que se convirtió en el headquarters de sus partidarios (hoy en
día, es un importante centro ismailita). Las prédicas de Abdulá, en todo caso,
acabaron prendiendo entre muchos shiies que se sentían bastante perdidos después
de la muerte de al-Askari, y a los que la solución del décimo segundo imán
oculto y tal no les convencía. De la mano del primer predicador, de su hijo y de
su nieto, el ismailismo realizó una intensa labor de predicación en todos los
rincones del Islam, buscando sobre todo a las tribus nómadas.
Todo este ejército de misioneros se dedicó a explicar que
Dios había revelado sus enseñanzas en el Corán, revelado a Mahoma como otros
profetas habían recibido revelaciones anteriores. En todo caso, los
conocimientos que Dios había transmitido a El Profeta no eran sino, por así
decirlo, el subconjunto de enseñanzas que Dios quería que el hombre conociese.
Todos estos rituales y contenidos, sin embargo, tienen un significado oculto
que no le fue enseñado a El Profeta sino a un wasi, uno de sus adjuntos. Los predicadores estimaban este patrón
en otros profetas. Isaac había sido el wasi
de Abraham, Aarón el de Moisés, Pedro el de Jesús… y el de Mahoma había sido Alí.
Cada wasi había
comunicado este conocimiento especial sólo a un pequeño círculo de partisanos,
que debía guardar el secreto, y que fue sucedido por lo siete imanes. Mohamed
bin Ismail, el séptimo imán, no había muerto, sino pasado a la ocultación.
Los ismailitas fueron comúnmente conocidos como batinis, algo así como “los que están en
el secreto” o, más literalmente, “los de su interior”, como consecuencia lógica
del secretismo de sus creencias. En todo caso, la gran facilidad con que una
creencia así puede ser pasto de escuelas y subescuelas llevó pronto a las
escisiones dentro del tronco ismailí.
A finales del siglo IX, los misioneros ismailíes
convirtieron a un hombre que vivía cerca de Kufa, llamado Hamdan Qarmat, que
daría nombre a un movimiento ismailí conocido como los qarmatíes o carmatianos.
El obvio líder del movimiento fue Hamdan, acompañado por su cuñado Abdán.
Encontraron muchos acólitos entre las tribus nómadas de su región, lo que
pronto comenzó a crearle problemas al poder abásida. El movimiento incluso
logró una salida al mar al tomar el control del puerto de Qatif, en el año 899.
Precisamente en ese mismo año, el nieto de Abdulá el Mayor,
Mohamed Abu-el-Shalaghlagh, con ese nombre tan de canción de los Carpenters,
falleció. Su sobrino Adbulá, conocido en la tradición como Abdulá el Joven o el
Menor, se proclamó descendiente directo de Mohamed bin Ismail; y, no contento
con eso, se autodeclaró el mahdi. Dado que los carmatianos pasaron de él, eso
escindió el movimiento ismailí.
Los carmatianos, mientras tanto, se extendieron, tribu
nómada tras tribu nómada, como un virus informático; y llegaron a Siria.
Llegaron a sitiar Damasco; en Iraq, saquearon Basora. Al año siguiente,
atacaron una importante caravana de peregrinos camino de La Meca y, pronto,
estaban cerca de Bagdad. En el año 930 cometerían su máximo acto histórico al
robar la Kaaba y llevársela a sus propias bases.
Sin embargo, los carmatianos, a pesar de su poder, no
tardaron en pelearse entre ellos. Siglos después, estando especialmente
emplazados en el área de Bahrein, acabaron por convertirse al shiismo
duodecimano.
Para el califato, sin embargo, a la larga sería mucho más
problemática la acción de la otra rama del ismailismo, la iniciada por Abdulá
el Joven, emplazado sobre todo en Salamiya. Al declararse mahdi, el ambicioso
Abdulá había fundado una dinastía que conocemos como fatimí. Los carmatianos se
fueron a por él con todo lo gordo, por lo que los fatimíes tuvieron que salir
por patas del teatro tradicional del Islam y se acercaron a Ifriqiya, donde
encontraron terreno abonado, pues un misionero, Abdú Abdulá al-Shi, ya había
pescado unas cuantas almas tunecinas. El siempre agradecido Abdulá recompensó a
Abdú por su ingente labor llevándoselo por delante para que no le hiciese
sombra, y fundó una capital en Qayrawan, año 909. Allí declaró que el centro de
gravedad del Islam en su conjunto había variado, puesto que él, ahora, era el
imán de todos los creyentes. Su poder se basaba fundamentalmente en las tribus
bereberes cartógrafas, residentes en la cordillera del Atlas pues, a las que había convertido (bueno, las había convertido el
tipo al que se cargó); sin embargo, consolidó todo ese poder a base de reclutar ejércitos de esclavos africanos y
europeos. Como quiera que tuvo la inteligencia de formar una flota más que
respetable, esto le supuso un problema bastante jodido para los abásidas. Los
fatimíes, de hecho, reclamaban su preeminencia sobre los abásidas, no sólo militar,
sino religiosa puesto que, siendo como eran de la pata shií, lógicamente
reclamaban ser directos sucesores de Alí y de Fátima, ergo los auténticos
califas.
En el año 969, un poderoso ejército fatimí hizo el viaje de
vuelta del que había practicado cuando los carmatianos les habían echado, y
avanzó hacia el Este en dirección a Egipto. Era califa fatimí al-Muiz (Abu Tamim Maad al-Muiz li-Din Allah) y su
general, un militar más que aseado, al-Jawaz o Jawhar (algunos lo conocer como Jawhar as-Siquilli, recordando que, como don Corleone, era siciliano; más oficialmente, fue conocido como Adbul Husein Jawaz bin Abdullad o al-Katib o al-Quaid; o sea, que también se llamó El Cid, y muy merecidamente). Al-Jawaz, sin embargo, evitó el
derramamiento de sangre siempre que pudo, de modo que muchas de sus victorias
se produjeron en los despachos. y a base de manipular el VAR El general terminó por fundar una nueva ciudad
que llamó al-Qahira, que nosotros hemos recortado (aunque, la verdad, lo hemos
dejado como estaba) como El Cairo. Así que, si algún día os habéis preguntado
qué es un Cairo, pues eso: es una Qahira. Misterio resuelto.
El Cairo fue construida como un gran ghetto de elite fatimí.
Los nuevos gobernantes querían poder desplegar los ritos y creencias de su
shiismo ismailí sin necesidad de tener contacto con los sucios sunitas y coptos
que les rodeaban. Muiz, cuando vio la cosa consolidada, cuatro años después de
la invasión propiamente dicha, finalmente se trasladó a Cairo; incluso se trajo
los cadáveres de sus antecesores para enterrarlos en Egipto. Es decir, desplazó
el centro de su poder temporal y religioso a la ciudad de las pirámides. Muiz,
además, como no tenía ministros de Economía que le dijesen chorradas sobre la
recuperación en uve y tal, resultó ser un gestor más que aseado de un activo
que, la verdad, era (y es) una tierra en la que, si no haces el conas, los
billetes de quinientos euros crecen solos. Así pues, en la parte económica los
fatimíes consiguieron lo que buscaban, puesto que la gran potencia económica
del mundo islámico, puesto hasta entonces ocupado por Iraq o, más
concretamente, por Mesopotamia, pasó a ser ocupado por Egipto.
Los fatimíes practicaban ideas muy elitistas, bastante
distintas de la forma en la que había empezado el ismailismo. A ellos, la
verdad, si los fellah se les convertían
o querían creer en el pato Donald, se les daba una higa. Pero lo que estaba
clarinete era la religión del Estado. En las mezquitas se rezaba por el califa
fatimí y, por supuesto, la justicia impartida era la que se derivaba de las
previsiones del shiismo.
El negocio iba tan bien, de hecho, que pronto los fatimíes
pensaron en ampliarlo y, claro, se fijaron en Siria. Allí se encontraron a los
carmatianos, de nuevo, así como a muchos grupos de fieros combatientes turcos
sunitas. Lograron dominar algunas partes del sur del país. Este proceso fue
paralelo a la creciente ganancia de prestigio religioso de los ismailíes; tanto
que, en el año 975, Muiz fue reconocido como protector del hajj, esto es, de la
peregrinación vital del musulmán. Esto supuso desplazar a los abásidas del que
había sido su principal aval espiritual. Se puede decir, por lo tanto, que el
califato sunita había sido gravemente insultado. Asimismo, abrieron negociaciones
con los carmatianos para que abandonasen las rutas de peregrinación y, sobre
todo, devolviesen la piedra sagrada del Islam.
En los primeros años del siglo XI, finalmente el ismailismo
fatimí cantó bingo: sus tropas tomaron Bagdad, y en las mezquitas de la ciudad
califal se rezó por el alma de otro califa.
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