Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Sabihondos y suicidas
Sartre echa un vistazo
Estocolmo
El juicio
Mogadiscio
Epílogo: queridos siperos
Para el momento en el que los dos miembros de la Baader se
habían arrastrado como culebrillas hacia el garaje, ya había en la zona una
cámara de televisión pillándolo todo. El director de un programa de la
televisión local llamado Tagesshau,
el show del día, estaba de camino porque a las seis, en las pistas de pruebas
de la Opel, se iba a intentar batir un récord de velocidad. Su olfato
periodístico le dijo que todo aquel movimiento de coches y maderos no era
normal. Gracias a él, y a los que vinieron después, las televisiones hicieron
hasta ocho conexiones aquella mañana de lo que era, todo el mundo lo sabía ya,
el asedio de Andreas Baader y Holger Meins.
Andreas nunca había sido una persona estratégica. Lejos de
ello, le gustaba provocar, hacer cosas que otros quizá no harían en su
situación. Quizá llevado por ese espíritu, hizo una tontería. Se asomó por la
rendija que dejaba la puerta entreabierta y, aun a sabiendas de que fuera había
centenares de policías observando su gesto, apuntó con su arma. Un policía
apostado en un balcón de la casa de enfrente, supongo que siguiendo órdenes de
responder en esos casos, disparó, y le dio en el muslo derecho. Baader se metió
para dentro.
Pasaron ocho minutos, en los que cabe suponer que los dos
terroristas discutieron sus opciones. Después de ese tiempo, Holger Meins
apareció en el umbral del garaje, anunciando que se rendía. Estaba levemente
herido, también en un muslo, aunque esta vez era el izquierdo. Le preguntaron
quién era el que seguía en el garaje; él les confirmó que era Baader.
Pasaron diez minutos más sin que hubiera ninguna otra
reacción. Parece que los ocho minutos se habían consumido en discutir la
rendición, que uno quería y el otro, no. Visto que de Baader no se veía ningún
detalle, la policía adelantó el vehículo blindado para bloquear la entrada.
Esta vez, sin embargo, aprovechando la protección del coche, varias decenas de
policías se acercaron al garaje. Cuando se pudieron asomar por la puerta,
vieron dentro del garaje un Iso Rivolta, un coche carísimo (típico de Baader),
y al propio Andreas, sangrando. Cuatro policías lo sacaron de allí, aunque se
resistió, y lo pusieron en una camilla. Aunque se resistía y protestaba, Baader
ni pensó, por lo que se ve, en usar su pistola. Porque no deja en muy buen lugar
a la policía alemana el detalle de que Andreas Baader estaba armado mientras lo
sacaban de allí; a nadie se le ocurrió cachearlo. Su pistola se cayó al suelo
cuando lo subieron a la camilla.
Con Baader y Meins, la esencia operativa de la banda había
caído. A Ulrike Meinhof, ya lo he dicho antes, siempre se le dio mejor teorizar
que la acción; ahora, el gran elemento de la RAF que quedaba en pie era Gudrun
Ensslin.
A la una de la tarde del miércoles 8 de junio, la rubia
miembra de la banda entró en una tienda de ropa en Hamburgo, no lejos de la
sede de Konkret. Llevaba puesta una
chaqueta de piel y debía de tener calor, porque el caso es que la dejó encima
de un sofá mientras miraba los paravanes. Escogió tres jerseys y se metió en un
probador a ponérselos; pero no se llevó la chaqueta, que seguía en el sofá. En
su ausencia, a una dependienta le pareció que la chaqueta ahí daba mal aspecto,
así que decidió cogerla para colocarla mejor en una silla, o en el mostrador de
ventas. Inmediatamente le sorprendió lo mucho que pesaba, y el bulto que se
destacaba en un bolsillo. Cuando investigó más, se dio cuenta de que era una
pistola. Así pues, se lo comentó al jefe de tienda, que llamó a la policía. La
policía les pidió que la retuvieran todo lo posible.
Gudrun salió del probador con la decisión hecha de lo que
iba a comprar, y exigió pagar. La dependienta, con enorme presencia de ánimo,
le preguntó si no le importaba esperar, puesto que tenía que atender a otros
clientes. Si Ensslin hubiese estado un poco más atenta, se habría coscado de la
movida: en una tienda, sin duda, la gestión de cobrar es siempre más corta que
la de atender a un nuevo cliente. No tiene sentido que un dependiente te diga
que no te puede cobrar porque tiene que atender a un cliente; lo que tiene
sentido es que le diga a un cliente que no lo puede atender porque tiene que
cobrar. Sin embargo, a Gudrun Ensslin, como digo, le faltó la inteligencia de
estar atenta; se alzó de hombros y dijo que, vale, si tenía que esperar,
entonces iba a ver si encontraba unas buenas medias.
A eso de la una y media llegó la policía. Tampoco lo hizo muy
bien porque el agente que entró en la tienda preguntó en voz alta: “¿Dónde está
la persona?” Gudrun intentó escapar, pero el otro policía se le echó encima y
la consiguieron reducir. Rápidamente se la llevaron y luego la metieron en un
helicóptero que la transportó a Essen. En el bolso le encontraron una segunda
pistola, además de un DNI a nombre de Margaretha Reins. La acostumbrada
frialdad de Gudrun Ensslin quedó demostrada en el gesto de que su única
reivindicación, en medio de una detención en la que no contestó una sola
pregunta, fue que le devolvieran los 830 marcos que llevaba encima, para poder
comprar cigarrillos y otras cosas en la cárcel.
El registro de la dirección de Margaretha llevó a la
detención de cinco miembros de una comuna. Pero los soltaron pronto; eran
farloperos y más bien sucietes, pero no eran terroristas.
Una semana después, un profesor llamado Fritz Rodewald,
residente en Hannover, recibió una llamada en su casa a las doce y media de la
noche. Una mujer invocó a un amigo común para pedirle si podía acoger en su
casa a dos personas que llegarían algunas horas después. Fritz, la verdad,
debía ser, bueno, no debía ser, tenía que ser medio gilipollas, porque la
verdad es que aceptó sin saber realmente qué tipo de gente era la que estaba
acogiendo. Pero, claro, él era muy progre y muy solidario, además de presidente
federal de la división de profesores jóvenes del sindicato de magisterio. Eso
sí, cuando los inquilinos llegaron, aunque no los conociera personalmente, se
cagó las bragas. La cosa estaba clara. A pesar de lo clara que estaba, todavía
el dubitativo Fritz consultó con algunos amigos suyos, todos izquierdosos
siperos como él; y todos le dijeron que no mamase y llamase a la policía ya.
Fritzito quedó tan jodido por su delación que, posteriormente, donaría la
recompensa que le pagó la policía para el fondo que abrió el Socorro Rojo para
pagar la defensa de los terroristas.
Gerhard Müller, uno de los huéspedes de Fritz (quien, por
cierto, no dejaría de tener problemas toda su vida con aquella detención, en
parte por su propia actitud) salió de buena mañana a la calle para llamar en
una cabina. La policía ya estaba allí. Se acercaron rápido y pudieron
contrarrestar con eficiencia el gesto por su parte de sacar la pipa. Para la
policía, aquel arresto fue todo un bingo; hasta el momento, no tenían la menor
pista de que Müller estuviera en la banda. Era un tipo bastante inestable que
había intentado suicidarse varias veces, por lo que había terminado en las
redes del SPK.
Tras arrestar a Müller, la policía subió al apartamento de
Ronewald, y llamó. Les abrió una mujer desarmada. La mujer se resistió a la
detención, pero no pudo hacer nada, y se derrumbó. Probablemente, estaba casi
en el límite de su resistencia física: muy delgada y, tal vez, con severa
falta de sueño.
A la policía le costó convencerla de que tomara algo de té.
Estaba convencida de que la querían envenenar y, aún después de que un policía
hubiera bebido la mitad de la taza, ella seguía dándole vueltas a la infusión
con el dedo, buscando polvos extraños.
En ese momento, la policía no tenía demasiado clara la
filiación de su detenida. Ella misma, sin embargo, les dio la pista. En su bolso
encontraron un artículo de Stern que
tenía una radiografía suya donde se podían ver las grapas que se habían dejado
en su operación de cabeza. La policía, entonces, la llevó a un hospital, donde
le hicieron una radiografía. Bingo.
Habían cogido a la Meinhof.
Ya os he dicho que la mujer detenida por la policía estaba
desarmada, probablemente porque pensó que quien estaba llamando a la puerta era Müller, de vuelta. Pero su equipaje ya fue otra cosa: tres pistolas, un
subfusil, dos granadas y una bomba. Asimismo, también le intervinieron una
carta escrita por Ensslin desde prisión contando su arresto y con diversas
instrucciones en clave, como una referencia a Gordito, que resultaría ser Wilfried
Böse, miembro de la RAF que acabaría formando parte del grupo que secuestró un
avión de la Air France y lo llevó al aeropuerto de Entebbe, donde los
israelitas les dieron p’al pelo.
Una de las referencias de Ensslin a un posible refugio fue
identificado por la policía como el domicilio de una persona llamada Ian McLeod.
El 25 de junio, fuerzas policiales de paisano entraron en el apartamento del
tal McLeod en Sttutgart. Estaban a punto de entrar en el dormitorio cuando la
puerta de éste se abrió y apareció ante ellos McLeod en pelota picada. El
hombre tuvo la típica sorpresa que se tiene cuando se encuentra en el salón de
casa a un tipo que te apunta con un arma, y cerró la puerta del dormitorio por
dentro. El policía más cercano disparó a través de la puerta; una de las balas
impactó en la espalda de McLeod y acabó con su vida.
La muerte de Ian McLeod colocó a la policía alemana en la
picota. Ciertamente, si los policías pensaban que el tipo era de la RAF, podían
pensar que, tal vez, en el dormitorio tenía armas o incluso bombas, y que la
podía liar parda. Pero también es cierto que un tipo desnudo que cierra la
puerta de un dormitorio y se queda dentro es un riesgo relativamente fácil de
gestionar sin necesidad de liarse a tiros. Lógicamente, quienes más follón
montaron fueron los periódicos británicos, a muchos de los cuales, ya de por sí, los matices,
e incluso la verdad de las cosas, les importan bastante menos que un buen
titular.
El caldo de cultivo que se generó llevó a mucha gente a pensar (en toda
barra de bar nunca falta el tontoleches de costumbre que sabe cosas “de muy
buena tinta”) que McLeod era un agente del MI5. Ciertamente, la cosa era como
para pensarlo, decían muchos; aunque, si se piensa con un poco más de neuronas,
las “pruebas irrefutables” que se manejaron por entonces son, como poco, circunstanciales. Se decía, por ejemplo, que McLeod había estado en el Ejército
británico; como millones de compatriotas que antes servirían de felpudos que de
espías (hay que estudiar más lógica escolástica: que casi todos los espías sean
militares no quiere decir que casi todos los militares sean espías). Había
trabajo en un consulado británico;
prueba “irrefutable” que, en realidad, probablemente señala todo lo
contrario. Los espías suelen tener cargos en embajadas; pero esos cargos no
suelen incluir la extensión de pasaportes. Por último, aparentemente McLeod se
había hecho de oro en Alemania vendiendo fregonas, lo cual, para mucha gente,
era signo de que haber hecho dinero en un negocio así era una tapadera. Quienes
esto decían nunca explicaron por qué se puede uno forrar vendiendo diamantes,
pero no vendiendo fregonas.
La policía alemana, por su parte, lejos de pensar que McLeod
era el cuñado de Daniel Craig, pensaba que era alguien que, probablemente,
utilizaba su posición como empresario para ayudar a la Baader-Meinhof a comprar armas en
Suiza. Decían haber controlado a un intermediario suizo que se había reunido
con Baader en un apartamento de McLeod; y, en otro de los pisos de su
propiedad, se encontró una radio conectada con la policía, y unas notas sobre
las frecuencias policiales que fueron identificadas como de Ulrike Meinhof. A
Gudrun Ensslin le encontraron una llave de este apartamento. Sin embargo, la
madre de McLeod, y su abogado, sostuvieron que, en realidad, su hijo había
abandonado ya algunos de estos apartamentos cuando la Baader los ocupó.
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